Rosemarie

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Igfrid recorrió con los ojos las caras de los sirvientes que se presentaron ante él la mañana después de su regreso. Recordaba perfectamente a una de ellas, era quien lo había envenenado en su temprana infancia y provocado que su fiebre de maná se adelantara de los siete a los cinco años.

Su rostro pecoso y sus ojos verdes la hacían parecer una chica inocente, una pobre noble de rango medio que estaba atrapada en su trabajo como una de las niñeras del hijo de la primera esposa del monarca, la mujer que había perdido el título de kralice ante una extranjera, y relegada a las sombras. Cualquiera en sus cinco sentidos estaría naturalmente feliz de servir a la casa de los krales, a pesar de atender a un segundo príncipe cuya facción política era prácticamente inexistente.

Sin embargo, la chica, engañada por la misma mujer que despreciaba ella misma, se había aliado con la facción de Sigurd. ¿Cómo es que la primera esposa del kral, Rosemarie, había convencido a la idiota niñera de que había sido contratada por la kralice y no por ella? Con los talentos que la mujer que lo dió a luz, estaba seguro de que no le fue difícil, y que más de un ardid oculto bajo las sombras de la corona tenía que ver.

Esa niñera, cuyo nombre se había perdido para él en el tiempo, se llamaba Hilderange; silenciosa y de apariencia olvidable, sin embargo, capaz. Probablemente, aquel último rasgo la convirtió en el objetivo de las maquinaciones de Rosemarie.

Igfrid pensó que, aún sí se mostraba cauteloso ante ella y los demás trabajadores de su séquito, seguramente no habría gran diferencia, pues con su pequeño cuerpo, su magia apenas era la suficiente como para usar sus habilidades de nacimiento y reforzar a su ser en casos de emergencia, así que debía buscar los ingredientes para minimizar los efectos del veneno que muy pronto le administrarían, ya que no quería los efectos secundarios que tuvo la primera vez que había vivido aquello.

Sería fácil para él despedir a la chica en cuestión, levantar el dedo acusatorio contra su propia progenitora, quien lo había envenenado como una trampa para culpar a su rival. También podría seguir la corriente de su madre y acusar a la Kralice de intentar asesinarlo, aunque ello podría desencadenar problemas antes de tiempo con los que no era capaz lidiar en ese momento.

Al final, decidió tomar el asunto de frente, hacer las pociones necesarias y arreglar los asuntos pendientes que tenía con la mujer que lo había dado a luz, en ese orden.

Como un príncipe que aún no había obtenido la bendición de los dioses, tenía restringido la mayoría del palacio; su educación era básica y no requería conocimientos sobre magia hasta que la misma se manifestase por medio de la fiebre común poco antes de los siete años. El entrenamiento con la espada era como el de cualquier aprendiz de soldado sin maná, con una espada de madera que su cuerpo de cinco años apenas podía levantar, y debido a su rango noble, debía entrenar con su hermano dos años mayor, Sigurd. En sus memorias, su trato siempre fue negligente aunque, hasta cierto punto, tenía un poco más de libertad que su hermano.

Pronto revivió sus memorias un poco más tarde en la mañana de aquel día en el área de entrenamiento de los caballeros de la guardia del kral; los golpes de la espada de su hermano, que él apenas y podía parar, lo hacían retroceder como si estuviese peleando contra un gigante. Injusto desde la edad y el desarrollo tan diferente entre ambos, incluso si sabía que Sigurd tenía prohibido usar sus habilidades mágicas, puesto que él ya había recibido las bendiciones de los dioses, cuando recibió el primer golpe directo a su carne blanda ni siquiera se quejó.

No pasó mucho tiempo cuando Igfrid cayó al suelo, incapaz de continuar con su infructífera resistencia. Sigurd, acostumbrado a la escena, se retiró con una mirada inquieta, despidiéndose con un simple "estás mejorando".

Un villano puede salvar el mundo por amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora