El nacimiento del tirano

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El eco de los cañoneros mágicos resonaba en las puertas devastadas de la capital del Imperio de Lothien; la sustancia morada de las energías remanentes que habían chocado contra el suelo, que antaño estaba cubierto de losas blancas y brillantes, parecían suciedad. La sangre no se había hecho esperar en aquella escena apocalíptica llena de confusión y caos. Hombres y mujeres habían caído en el primer impacto, con severas amputaciones debido a las explosiones. Las plumas de los grifos de los cañoneros mágicos caían como si fuesen copos de nieve, siendo pulverizadas casi al llegar al suelo debido a la radiación mágica de una sola figura humana. Era un hombre de cabello dorado y largo, con el rostro empapado de sangre y lágrimas.

Lejano al caos y el dolor de los hombres que hasta hace poco él había liderado, el príncipe rebelde que portaba el nombre de Igfrid Severe D'Tyr yacía arrodillado con un bulto entre sus brazos. De cabello color plata, de ojos aguamarina que parecían contener la tranquilidad del mar del este, con la última sonrisa plasmada en sus labios, el bulto que Igfrid sostenía entre sus brazos era la cabeza de su amada.

Todo había sucedido tan rápido, tan terriblemente inesperado, que Igfrid no supo qué es lo que había ocurrido hasta que el cuerpo de Canaria Von Lancet colapsó con un golpe seco, haciendo llover sangre debido a la fuerza del impacto con el que su cabeza fue separada de su cuerpo. El ruido de los disparos, del derrumbe de las edificaciones cercanas y los gritos de los soldados y los cañoneros mágicos nació en el preciso momento en el que Igfrid, con los ojos rojos infundidos en maná e ira, se arrodilló ante el cuerpo de la mujer por la que se había unido a la revolución.

Más allá de aquel caos naciente, la sonrisa satisfactoria de una mujer que presenciaba todo desde lo más alto de la muralla de la capital no se hizo esperar; sus ojos rosados, marca indiscutible de que pertenecía al linaje de la familia real, brillaban con una complacencia insana tras los cristales azulados y montura dorada de las gafas mágicas para ver a grandes distancias.

Silvine, la kralice cuyos ojos rosados habían hipnotizado hasta al anterior kral, portaba una armadura femenina; sus curvas suaves y su rostro angelical, enmarcado por su cabello color melocotón, la hacía parecerse a la diosa de la pasión, Astrif.

Sin embargo, lejos de su apariencia hermosa e inocente, su espíritu oscuro y rencoroso se jactaba de la desgracia que había caído sobre la casa Von Lancet, y sobre lo que ahora estaba ocurriendo.

La revolución, cosa ridícula per sé, había sido liderada por el príncipe ausente que había engañado a todos con aquel rostro bonito tan semejante a su madre. Y todo por una simple mujer que estaba destinada a morir de todos modos. ¿Para qué quería el ex miembro de la familia real, Igfrid, a una mujer inútil y estúpida como Canaria? Era Silvine quien, elegida por los dioses, estaba destinada a ser feliz, y nadie podía evitarlo.

Entonces, ¿por qué Igfrid había elegido a Canaria? ¿Por qué los dioses le habían dado a Canaria toda la alegría que en realidad debía habérsele otorgado a ella, y sólo le habían dado el título de kralice al lado de un imbécil como, el ahora kral, Sigurd?

¡Por supuesto, toda la culpa era de Canaria Von Lancet!

Se había reído tanto, se había sentido tan feliz cuando su cabeza cayó gracias a la cuchilla mágica que el escolta en la entrega de rehenes había escondido para tal propósito.

Las luces del tratado, la ceremonia, todo había sido planificado por ella. Era verdad que Canaria no podía ser dañada siendo una rehén, pero no lo era.

Canaria, desde hace meses, se había vuelto una esclava, subyugada por el collar de esclavitud oculto en su ropa andrajosa con la que iba a ser entregada. Como su esclava, Silvine tenía la total facultad de matarla donde y cuando sea, como algo de su propiedad, por tanto, Canaria Von Lancet no podía considerarse una ciudadana o un rehén.

Un villano puede salvar el mundo por amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora