Un aliado, o una herramienta

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En la oscuridad de la noche y envuelto en la soledad de su habitación, un pequeño niño trabajaba exhaustivamente; una luz titilante, tan tenue como la de una vela, salía de una herramienta en sus manos, un mortero pequeño.

Igfrid lo había hecho a partir de la modificación de su cristal arcano, y el brillo del objeto modificado se debía a la cantidad de maná que estaba vertiendo en él. Llevaba ya varios días sin dormir bien, pero valía la pena. Necesitaba el polvo del aethril más de lo que necesitaba el descansar, y no era por el miedo a ser envenenado, si no por otros motivos un poco más personales y egoístas.

Algunas noches antes, él había escapado a hurtadillas en medio de la noche hacia la casa médica, buscando suministros. Hierbas como el fjarnskagl, las semillas de uldhar, y unas pocas muestras de mortaja de la doncella, flores que se usaban para varias cosas, una de ellas era el hechizo que necesitaba.

La mañana siguiente a su entrevista con su madre, su nuevo tutor apareció. El único regalo de Rosemarie que Igfrid apreciaba hasta ese momento, sin embargo, tenía un pequeño gran inconveniente: Vikhus, su nuevo tutor, le era leal a la casa de la segunda reina.

Era una muy buena herramienta, eso lo había demostrado casi de inmediato al conseguir ciertos artículos que complementaban los preparativos de lo que necesitaba hacer, pero Igfrid sabía que su boca no estaría cerrada. Cada movimiento, cada palabra que él dijera inmediatamente se le notificaría a Rosemarie... y él sabía que ella simplemente buscaría una manera de volver a tenerlo entre sus manos con esa información.

Por ello había dejado de lado sus pretensiones de hacer una poción curativa, exigiéndose a sí mismo a drenar hasta su última gota de mana de su cuerpo, tratando de estabilizarse y manejarlo como lo hacía su versión adulta.

Porque lo que ahora necesitaba era una herramienta que fuese completamente leal a él, una extensión de sí mismo; y por eso, decidió usar conocimiento prohibido, sacado de los secretos más ocultos de los cultores del crepúsculo.

Igfrid estaba consciente de que lo que haría sería complicado. Ya estaba al borde del agotamiento simplemente con refinar los materiales, así pues, imbuir su cristal arcano con los requerimientos y clavarlo en el corazón de su víctima sería difícil, pero no imposible. Al menos sería mucho más sencillo que intentarlo en su progenitora, pero de eso se ocuparía más adelante.

Por el momento, Igfrid tenía un objetivo: encontrar el contenedor humano de Amal. Si bien, había robado su poder, no era como si lo hubiese obtenido para siempre. La habilidad del dios oscuro era algo que incluso con su sangre real no podía robar, ni siquiera emular lo suficiente como para regresar cinco minutos atrás en el tiempo. Por supuesto, Igfrid tenía una ventaja para lograr su cometido, y era que sabía dónde estaban los fragmentos de la espada del carcelero.

Escondida como una reliquia antigua de la corona de Lothien, perdida en el tiempo, convertida en la corona oxidada de la cabeza de una estatua de piedra olvidada en la cripta de sus antepasados. Un lugar tan a la vista y tan imperceptible; los primeros emperadores fueron unos genios, o unos tontos que no sabían qué era lo que tenían entre las manos.

Aquella fue su última noche de trabajo arduo, imaginando la imagen de su amada Canaria durmiendo en su cuna, feliz e ignorante de lo que sucedería a su alrededor. Se imaginó un mundo hecho para ella, y con sólo eso, su agotamiento dimitió.

"Por ti, cualquier cosa vale la pena" —Pensó, mientras vaciaba el polvo fino tornasol que había obtenido luego de días en vela en un recipiente lleno de aceite semi transparente, parecido más a una baba incolora; el aceite estaba hecho a partir de las semillas de uldhar y los cristales de mortaja de la doncella.

Un villano puede salvar el mundo por amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora