La ceremonia

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Un hombre de cuerpo trabajado vestido con ropa militar a la moda del imperio de Lothien, levita de color negro y adornos dorados, bandanna al cuello blanca y pulcra, sostenida por un broche de dos leones alados bajo un escudo de armas de campos de aethril rodeando un dragón dormido, descendió del carruaje apostado frente a la entrada de la casa Von Lancet.

Cabello plateado refulgente al sol y ojos rojos como los rubíes, brillantes como un fuego eterno, que adornaban un rostro severo cuya mandíbula fuerte y varonil estaba tensada la mayoría del tiempo. Esa era la imagen usual de Nefarian Von Lancet, hijo bastardo del anterior emperador, adoptado, y posteriormente casado con la familia de Aethril Von Lancet.

Una historia de amor que conmovió a medio imperio, y a la otra mitad asustó, pues la reputación del ahora duque Von Lancet, tanto en el campo de batalla como en su vida cotidiana, era el de un monstruo sanguinario y severo. Domado por la que era su hermana adoptiva, sin más lazos de sangre que los uniera salvo la bisabuela de Aethril, quien fue hermana del bisabuelo paterno de Nefarian, ambos se unieron en matrimonio, a pesar de los chismes y escándalos que hubo en medio, y tuvieron una hermosa niña.

Por tanto, los días como el monstruo sanguinario de Nefarian Von Lancet terminaron, mutando en lo que ahora se llamaría, un hombre serio de carácter fuerte, y, sin embargo, amoroso con su familia.

Tan confiable y amado, teniendo al fin lo que siempre anheló, sin dejar atrás la promesa que le hizo a su medio hermano, el Kral, cuando ambos eran unos niños.

Ese era Nefarian Von Lancet, quien ahora regresaba a casa luego de cumplir con sus deberes como el alto general del ejército imperial. Los sirvientes, en una formación casi marcial, esperaban su paso pacientemente hacia las grandes puertas de madera y metal, labrados ricamente, donde su esposa e hija lo esperaban.

Sin duda, si el Nefarian del pasado supiera lo que su yo del futuro tenía, nunca lo creería. Por ello, él se sentía tan bendecido, tan feliz. Y por eso él trabajaba tan duro para que el imperio donde vivían estuviese en paz.

—¡Bienvenido a casa, cariño! —Escuchó de los labios que él tanto había extrañado. La visión de Aethril, su esposa, en un vestido azul adornado con hermosas joyas que la hacían ver como una ninfa, le llenó el pecho con una calidez desbordante. Su sonrisa serena y pacífica le traían la tranquilidad que tanto disfrutaba estando a su lado.

—¡Bienvenido a casa, papá! —Y luego estaba Canaria, su pequeña ave. A pesar de que había heredado el cabello plateado de él, la niña era hermosa como su madre; con sus mismos ojos, agradecido de que la sangre de Aethril y de su propia madre fuese más fuerte en ella, dejándola fuera de la maldición de los ojos de la familia real. Cierto era que Nefarian amaba a su hermano, el Kral Maximus, pero no así a su linaje. Tener los ojos rojos, o rosas, en otro tiempo sin pertenecer a la línea directa de sucesión, era símbolo de muerte o esclavitud.

Sólo el Kral Maximus había terminado con la barbarie que sus antepasados cometían al asesinar y sacrificar a los niños que no estaban destinados a ser krales, incluso a los que habían educado como sustitutos en caso de que el heredero oficial muriera o quedara imposibilitado.

El mismo Nefarian era uno de esos niños suplentes.

A las niñas, en cambio, las usaban para ganarse a las casas de nobles importantes, aunque muchas otras permanecían solas, en la residencia de las princesas, muriendo poco a poco, negándoles el derecho a amar.

Nefarian y el mismo Maximus no querían eso para sus hijos; creciendo mientras anhelaban la libertad, juraron que nunca cometerían los errores de su padre, y del padre de su padre. Aunque el mismo Maximus terminó atándose a un matrimonio sin amor del que nació un niño que no tuvo culpa alguna, obligado por su estatus y su deber como Kral.

Un villano puede salvar el mundo por amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora