El hermano menor

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Los sentimientos del niño que portaba el título de primer príncipe siempre fueron confusos. Siempre le habían dicho que su deber como el hermano mayor era acercarse a Igfrid, al menos eso si no podía quererlo como se le quiere a la familia.

—Él no es tan afortunado como nosotros, somos su única familia. Tan lamentable... tan pequeño y cálido mientras su madre es tan... bueno, no es como una madre real —Su madre, la kralice, acariciaba su cabello mientras rezaba el mantra que había escuchado desde que tenía memoria.

Por compasión, por lazos de sangre, a Sigurd se le incitaba a ser amable con Igfrid, a pesar de que, en realidad, a este no le agradaba su hermano pequeño.

Con su rostro de niña, su debilidad y constantes lloriqueos, a Sigurd le parecía que Igfrid no encajaba en la familia real. Falto de amor, falto de habilidad y carácter, deseaba internamente que Igfrid hubiese nacido del sexo opuesto. Y se había prometido que trataría de alejarlo por su bien, aunque en el camino se exasperaba con la actitud del pequeño.

Muchas veces, durante el entrenamiento, Sigurd se salía de sus casillas ante la indefensión de Igfrid, su pasividad y docilidad le provocaban una rabia inexplicable que le oprimía el pecho y le hacía descargarse sobre él y sus ojos rojos acuosos por las lágrimas que no debería tener.

—¡Eres un príncipe! Tu obligación es ser fuerte. —Pensaba mientras golpeaba con todo su peso con la espada a Igfrid, tratando de que reaccionara de alguna manera. Tal como su padre le había inculcado, Sigurd a su manera quería transmitir aquellas palabras, pero estaba completamente equivocado en la forma en la que lo intentaba hacer.

Su padre, el Kral del gran Imperio de Lothien Maximus Artheus D'Tyr, sabía los límites de sus hijos; era imposible que un niño inmaduro como Sigurd, cuyos sentimientos por su hermano menor oscilaban entre la compasión, la exasperación y el descontento, pudiese transmitir las palabras del emperador de manera efectiva.

Sin embargo, en algún momento creyó que sus pensamientos le llegaron a su hermano menor, pues de pronto, Igfrid cambió repentinamente. Por supuesto, su carácter amigable, su rostro lindo de niña y los ojos rojos, más rojos incluso que los de Sigurd, con sus largas pestañas doradas, seguían ahí. No obstante, Igfrid ya no lloraba.

Igfrid de pronto ya no retrocedía ante los golpes de la espada, y ésta, ya no pesaba en sus manos; su fuerza igual a la de un enfermo se había transmutado a la de alguien como el mismo Sigurd, incluso, en algún momento lo hizo retroceder, como si se tratara del impulso de un toro abalanzándose sobre él.

Y en el fondo, Sigurd quiso sentirse aliviado, deseó sentirse feliz por el cambio para bien del segundo príncipe, pero no pudo.

Sigurd, muy dentro de sí mismo, estaba consciente de su mestizaje, de la gran diferencia que había entre él y su hermano menor. Su sangre contaminada por los nobles sin bendiciones divinas del país avasallado al que pertenecía su madre lo marcaban como alguien deficiente, como un príncipe que no había heredado una sola bendición divina de su madre y que sólo poseía el maná gigantesco que la sangre de su padre le había otorgado Lo único que él tenía era su talento, un talento que pulió en cuanto escuchó los rumores, las voces de los súbditos de su padre poniendo en duda su capacidad. Era por esa razón, que los hilos del miedo empezaron a tensarse dentro de su corazón, porque, si su hermano menor que hasta hace poco era sólo una sombra molesta tras de él empezaba a demostrar capacidad y talento, ¿el príncipe Sigurd seguiría siendo el príncipe heredero?

Reconocía que sus capacidades como estudiante eran, en el mejor de los casos, mediocres; que lo más cercano a un parecido con su padre era la mirada inquisitiva que le había cedido con su sangre, ¡y cómo desearía que le hubiese cedido también el talento y su capacidad! Pero no era así.

Un villano puede salvar el mundo por amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora