Breve historia de un niño olvidado (segunda parte)

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Las luces eran demasiado fuertes cuando las había, no sabía dónde estaba, sólo sentía la fría sensación metálica contra su cuerpo, como la había sentido durante los años en los que fue simple mercancía ofrecida por su padre. Recordaba, fugazmente, que le habían dado una bebida con la que, le habían prometido, soñaría con su madre hasta el momento de reencontrarse.

Fue cuando llegó al lugar oscuro y húmedo, donde el aire se metía por sus pulmones pesadamente, y el frío se adentraba a sus huesos, cuando ella al fin llegó a por él. Lars, porque así recordaba llamarse, aunque estaba realmente confundido si era Lars o Carl, o algo por el estilo, pudo sentir como el frío de sus huesos y su carne que se filtraba por el metal del suelo se alejaba de sí, y la calidez de un abrazo que pensó nunca más sentiría, tomó lugar.

Las barras de metal que se alzaban entre ellos, se desvanecieron y tomaron formas conocidas para él, y pronto, se vio rodeado de los objetos de su habitación infantil, con la nana de su madre de fondo. Y esas manos delicadas todavía no tenían callosidades, y esos labios estaban pintados de un color rosado brillante, rebosantes de felicidad, rezando por la alegría de ambos.

Estiró su mano delgada, casi cadavérica, hacia el recuerdo viviente de su madre. Su cabello castaño caía como olas de chocolate en su espalda; sus ojos verdes como la hierba de primavera brillaban como las hojas impregnadas en rocío.

Y por primera vez en mucho tiempo, la vio sonreír.

Cubierto con el chal que ella siempre llevaba sobre sus hombros, se recostaron en la hierba, a la espera del sol del atardecer. ¡Qué buenos días aquellos! Las nubes parecían algodones, flotando en el cielo azul.

—Lars... —Su cabello hacía cosquillas, inclinándose hacia él mientras le hablaba, frotando su naríz contra la de él. —Hijo adorado.

—¿Qué pasa, mamá? —Respondió, sonriente, con los ojos entrecerrados llenos de alegría, siendo lamido en el rostro por la fresca brisa de la temprana tarde.

—Lo siento... lo siento tanto... —El rostro de Marie Cetizier se ensombreció; sus ojos brillantes se apagaron, pero, aun así, su mirada de adoración hacia su hijo no cambió. Mezclada con culpa, con tristeza, la voz de la baronesa Cetizier parecía quebrarse, en una disculpa que había llegado tarde, muy tarde.

—Ah... es verdad, moriste. —Susurró el pequeño, tocando la mejilla de la mujer a la que llamó madre. Lars pudo ver una lágrima invisible cruzar el rostro demacrado de Marie, quien mutaba poco a poco a la mujer que había visto en los últimos días en los que estuvieron juntos.

—Si, mi amor. Morí. —Respondió. Su nariz se había enrojecido, y sus ojos sin brillo se volvieron acuosos.

—¿También moriré? ¿Iré contigo?

El cielo azul y las nubes de algodón se habían ido, dejando a la pareja de madre e hijo en el desolado ambiente gris de la jaula donde Lars había vivido las últimas horas. Aún sobre un regazo invisible, con las caricias de su madre inexistente, el niño volvió a preguntar.

—¿Moriré también, madre? —Su corazón anhelante que latía lentamente deseaba un sí, una afirmación de aquellos labios secos que perdieron su brillo rosado, trayendo el alivio de la derrota, de la inevitabilidad. Lo que ella le respondiera, lo aceptaría sin dudar.

No obstante, la respuesta no llegó.

En su lugar, unas manos desconocidas lo arrastraron fuera del regazo frío y seco del cadáver imaginario de su madre, y Lars, anhelando el contacto inexistente que tenía con ella, estiró la mano para tratar de regresar, para alcanzarla otra vez.

Un villano puede salvar el mundo por amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora