Capítulo 15: Amistad

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«Tal vez no existe nada equiparable al recuerdo de haber sido jóvenes juntos» Las horas, Michael Cunningham



—Ya...mato..., Jō... —logra articular Izzy entre jadeos. Los dos chicos ven cómo su pecho y hombros suben y bajan a una velocidad descontrolada y que tiene una tableta digital entre las manos. Bajo la luz tenue del restaurante, las ojeras del pelirrojo se destacan y le confieren un aspecto lúgubre y enfermizo que preocupa a sus amigos.

—Izzy, ¿estás bien? —pregunta el hijo del médico, pero es interrumpido por el recién llegado, que coloca la tableta en el centro de la mesa y les muestra algo en ella.

—Miren esta fotografía.

Matt está a punto de decir que es la foto del Digimundo, pero algo en ella atrae su atención y su gesto de restarle importancia queda en tan solo una intención.

—¿Quiénes son estas personas?

—Este es tu hermano —. Señala a un niño de cabellos rubios y ojos también azules, notoriamente menor que Yamato.

—¿Mi qué? Ah, todo esto es parte de una broma mayor, ¿cierto? No voy a caer en sus tonterías —. Molesto, se pone en pie, toma el abrigo del respaldo de su su silla y da un paso hacia el costado.

—Es cierto, Matt. Es tu hermano. ¿No lo recuerdas? ¿Y a Tai? Es tu mejor amigo.

—¿De qué hablas? Matt no tiene ningún hermano.

—Míralo —. Con un movimiento brusco, Izzy pone su tableta delante de la nariz de Ishida para evitar que se marche. —Míralo y dime que no lo reconoces.

La fiereza en la voz de Izumi, más que la pantalla delante de sí, es lo que obliga al rubio a detenerse y hacerle caso por una vez. Largando aire sonoramente, toma el dispositivo y observa mejor la foto de la que él también tiene una copia que vio hasta el hartazgo los años anteriores.

Sin embargo, en esta ocasión ve personas que no reconoce y que no recuerda que aparezcan en la suya: detrás del niño rubio vestido de verde que señaló antes Izzy, hay un chico de más o menos la misma edad que Matt, castaño y con una banda azul en la cabeza; a la derecha del menor, una chica también castaña que sostiene un huevo blanco y anaranjado entre sus manos.

—Takeru —. El nombre acude a sus labios en cuestión de un parpadeo, por la propia memoria sensorial. Aunque en principio no tiene la menor idea de lo que significa aquella palabra, en cuanto pronuncia la última sílaba un torrente de recuerdos llenan su mente.

Abrumado, Yamato deja escapar un jadeo.

—M-mi hermano menor —. Los ojos se le humedecen, y le devuelve el dispositivo a Izzy con las manos temblorosas.

—Lo recuerdas ahora, ¿verdad?

El aludido asiente con la cabeza.

—¿Y tú, Jō? —le pregunta al mayor, extendiéndole con cierta brusquedad la tableta, que pone sobre la mesa delante de su plato.

—No tengo idea de quiénes... —empieza a decir, pero se interrumpe abruptamente y quita los anteojos para limpiarlos. —Un momento —se toma unos segundos, evidentemente esforzándose por recordar el nombre de alguno de los tres individuos olvidados de la foto —. Este es Tai... Y... ¡el pequeño T-K! —Kido alza la cabeza hacia sus otros dos amigos, y el menor asiente con la cabeza.

Jō lo mira como reprochándose haberlos olvidado.

—Y Hikari —agrega.

—¿Dónde está mi hermano? —Exige Matt.

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes? —El ambiente se agita notablemente entre los Elegidos, e Izzy se escuda detrás de su tableta. —¿A qué viniste entonces?

—Voy a pedirles que me sigan hasta mi departamento.

»Así evitaremos cualquier alboroto —añade cuando ve el rostro de Yamato crisparse por la furia.

El rubio se obliga a contenerse y accede a seguir a Izzy hasta la pequeña oficina que queda a unas pocas calles del restaurante.

—Adelántense. Yo pagaré esto —. Kido se acerca a la barra principal para cancelar la deuda mientras sus amigos van a buscar la motocicleta de Matt. Sin embargo, pronto se arrepiente.

—Te tardaste mucho en el baño.

»¿Y qué es eso? Bájate más el vestido.

Al mirar brevemente de reojo, el castaño ve que un hombre, parado de espaldas a la barra, le habla duramente a una mujer que se acerca con paso casi tímido hasta el lugar. La llegada de una joven a la caja lo obliga a devolver la mirada al frente.

—Lo siento, mi amigo y yo debemos irnos. Estábamos en aquella mesa —indica.

—De acuerdo.

Jō paga la cena y, cuando se guarda el vuelto en el bolsillo, la escena que está montando pareja que aguarda a su lado llama su atención: el hombre, con el rostro enrojecido por la furia y quizás también por culpa del alcohol que ha bebido, le grita a su acompañante que no debería usar la ropa tan corta. Exige también saber con quién estaba, porque nadie puede demorarse más de diez minutos en el baño. Las miradas de los comensales se posan en la figura masculina, pero nadie interviene.

—Nadie más que yo tiene el derecho de verte. Estás atrayendo las miradas de todos. ¿Cómo debería sentirme con eso? Sabes lo que pareces, ¿no? —inquiere, señalándola de arriba abajo con la mano de manera despectiva.

A pesar de la noche fresca, la chica lleva puesto un vestido de falda corta hasta la mitad de los muslos y mangas largas, de un púrpura brillante, y un zapatos negros de delgadas tiras entrecruzadas que le añaden unos tres o cuatro centímetros a su altura. Una cortina de cabello azabache cae por uno de los lados, dejando al descubierto el otro hombro gracias al corte del vestido.

Los labios y ojos maquillados enmascaran una tristeza que se deja entrever incluso a través de su mirada severa y el ceño levemente fruncido.

Jō se deja atrapar por los ojos de la chica, que, al encontrarse con los suyos de frente, se abren sorprendidos y se desvían instantáneamente hacia el hombre que la acompaña.

—¿Hotaru? —No sabe por qué el nombre sale en tono de interrogación, cuando no le caben dudas de que se trata de Mori, a quien aquel hombre le está clavando los dedos alrededor del brazo derecho.

Hotaru lo mueve para intentar zafarse y el hombre, a quien Jō reconoce como el padre de la chica, la atrae hacia sí y, tras murmurarle algo al oído, la toma por el mentón y obliga a sus rostros a cancelar la distancia que los separa para besarla con insistencia y brusquedad a partes iguales.

—¡Jō! ¿Qué mierda haces? ¡Vamos!

En el espacio sordo en que se ha convertido el restaurante, la voz de Yamato resuena potente y sobresalta al estupefacto Jō, que es incapaz de reaccionar más que para mirar a su amigo.

La puerta abierta detrás del rubio se ve tan tentadora como su propio puño en el rostro de aquel que creía ser el padre de Mori.

El cerebro del menor de los Kido se congela un instante. Los ruidos de tintineo y conversaciones le llegan ahora amortiguados. Sus ojos regresan a la escena de la pareja besándose. Los labios de Mori se mueven al mismo ritmo que los exigentes de aquel sujeto que le aprisiona el cuerpo contra la barra y aferra aún el brazo amoratado con sus dedos en garra. Por segunda vez, las pupilas se posan en la puerta, donde el cuerpo de Matt desaparece parcialmente en el exterior.

Siendo capaz de controlar su cuerpo una vez más, aunque no plenamente consciente, Jō reduce a cero los metros hasta la salida y es engullido por la penumbra de la noche.

La eterna lucha entre la luz y la oscuridad II: El reino de las floresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora