Prefacio

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«Enamorarse es como lanzarse de un precipicio. Tu cerebro grita que no es una buena idea y que el dolor y el daño inevitablemente llegarán a ti. Pero tu corazón cree que puede elevarse, deslizarse y volar.» Marie Coulson


Con el atardecer, la Bahía de Tokio se cubre de cálidos anaranjados y amarillos. Los últimos rayos de sol se despiden de la ciudad rompiendo sobre el mar y generando destellos que danzan tranquilamente aquí y allá en la superficie calma.

Una suave brisa sopla agradable, levantando algunos milímetros la arena que golpea sin dañar los pies descalzos de las personas que poco a poco comienzan a marcharse de la playa para regresar a la ruidosa civilización.

Sobre la orilla, las huellas de dos pares de pies y delgados neumáticos indican el camino que van trazando Hikari y Takeru, y que en algunas partes está borrado por el beso de alguna ola atrevida que le ganó en distancia a sus hermanas. El murmullo del agua y los graznidos de las gaviotas son los únicos sonidos que los acompañan en su andar.

En algún momento Hikari se detiene, y se gira un poco hacia la derecha para contemplar el mar. Pronto serán las vacaciones de verano y, cuando comiencen, las cosas serán muy distintas para ellos.

Suspira profundamente. Han pasado las dos horas posteriores al final de clases allí, en la playa cercana a la escuela primaria, y ya ha llegado el momento de marcharse, de regresar, y ella se siente nostálgica.

Takeru se detiene unos segundos después y da un giro sobre su eje para poder mirarla. Los dos mechones de cabello más largos de su amiga se mecen en la dirección que ordena el viento, y ella se los coloca detrás de las orejas al tiempo que se quita un zapato.

—¿En qué piensas?

Sin apartar la vista del frente, Kari responde en voz baja, con notable desilusión.

—Dentro de poco te irás a Francia con tu familia y... yo me quedaré sola.

Se quita las medias blancas del uniforme y entierra los dedos en la arena húmeda.

Yolei se mudará dentro de dos semanas, para tener tiempo de incorporarse a la nueva ciudad durante el verano; los quince días siguientes a ese, Taichi los pasará fuera de Odaiba, en una liga de fútbol. Desde que comenzó el año, el equipo de instituto Tsukishima ha sido el campeón invicto, con Yagami como capitán y, si bien se alegra porque les vaya tan bien en los partidos y tengan la oportunidad de conocer otras ciudades y hacer amistades nuevas, el hecho de pasar tanto tiempo en su casa, lejos de dos de sus mejores amigos y su único hermano, le provocan una sensación de vacío en el pecho.

La espuma de las olas le acaricia los dedos de los pies.

Hikari siente el peso de una mano cálida en su hombro izquierdo, y solo entonces gira la cabeza para ver al rubio, para descubrirlo sonriéndole tiernamente.

—Este verano me quedaré en Odaiba.

Kari no puede evitar detenerse a estudiar unos segundos el rostro de Takeru, tratando de encontrar esa mueca casi imperceptible que hace cuando miente, la que tantos años le tomó descubrir porque T-K suele ir siempre con la verdad. Son, probablemente, contadas con los dedos de la mano las veces que no, y siempre habían sido para protegerla; de ella misma, de la tristeza, de la oscuridad.

—¿De verdad? —pregunta cuando no halla rastros de la mueca, aun sin poder creerlo del todo.

—Claro. El viaje es muy caro y ya hemos ido todos en primavera. Esta vez solo viajará mi madre, así que me quedaré solo algunos días.

La eterna lucha entre la luz y la oscuridad II: El reino de las floresDonde viven las historias. Descúbrelo ahora