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El viento frío cortaba su rostro mientras corría a través del denso bosque, su respiración entrecortada y sus piernas temblorosas. Cada paso que daba sentía como si el suelo se desmoronara bajo sus pies, pero no podía detenerse. No con la bebé en sus brazos. Tropezó varias veces, y aunque el dolor punzante de los rasguños cubría sus piernas, no importaba. Nada importaba excepto mantener a su hija a salvo. Las sombras se movían rápidamente detrás de ella, los cazadores del Reino Diamante no darían tregua. Ellos la querían muerta, y no solo a ella. La pequeña niña que acunaba en su pecho era un blanco también. Era una venganza hacia

Los gritos de los hombres resonaban entre los árboles.

"Atrapen a la segunda hija de los Vermilion! ¡No dejen que escape!

Sus voces eran afiladas, llenas de odio, como si las ramas mismas susurraran el mismo mensaje de muerte. El dolor físico ya no era lo que la impulsaba, sino el terror absoluto de lo que sucedería si caía en sus manos.

No puedo fallar. No ahora.

Más adelante, dos pequeños niños jugaban despreocupados entre los árboles, ajenos al caos que se desataba a solo unos metros de distancia. El niño de cabellos rubios cenizos insistía en entrenar con el de cabello negro. Pero su conversación fue interrumpida abruptamente cuando un estruendo sacudió el arbusto cercano. El aire se llenó de tensión en un segundo, y sus corazones latieron al unísono, acelerados por el miedo.

La mujer de cabellos negros emergió entre las sombras, su respiración jadeante, sus ojos lilas desbordando pánico. Al ver a los niños, por un momento su mano tembló, instintivamente buscando su grimorio. Pero al ver sus pequeños rostros asustados, se detuvo. No podía permitirse más violencia. No delante de ellos. Sin embargo, su mente seguía gritando una verdad ineludible: "Ellos vienen. Y no se detendrán hasta que nos destruyan."

Los niños sintieron que el miedo se desvanecía cuando sus ojos cayeron sobre la mujer herida frente a ellos. Estaba exhausta, sus ropas rasgadas y el sudor cubriendo su frente. Pero lo que más llamó su atención fue el llanto de un bebé, un sonido frágil y angustiado. En sus brazos, la mujer acunaba un pequeño bulto envuelto en una cobija blanca con finos bordados dorados. Aquel llanto rompía el silencio del bosque, como un eco que no podía ignorarse.

—Se... señorita... está herida...Podemos llevarla a la iglesia, en la aldea... para que la curen. — La voz temblorosa del niño de ojos ámbar rompió la tensión, su preocupación palpable en cada palabra.

—¡Puede venir con nosotros! —El otro niño, de ojos verdes, dio un paso hacia adelante, con una mezcla de temor y valentía en su voz.— ¡No está sola, la ayudaremos!- exclamó con urgencia

Leolah Vermilion los miró, sabiendo que en la inocencia de los niños siempre existía una chispa de bondad. Pero, ¿cómo explicarles el peligro que los acechaba? Sabía que si los hombres del Reino Diamante la encontraban, no tendrían misericordia ni por ella ni por su hija. La sola idea de arrastrar a esos niños hacia la muerte hizo que el dolor en su pecho se intensificara. Pero no tenía elección, no si quería salvar a su bebé.

A lo lejos, los gritos de sus perseguidores resonaron de nuevo, más cercanos esta vez. El tiempo se le escurría entre los dedos como arena, y la decisión que debía tomar le desgarraba el alma.

"¿Cómo abandonar a mi propia hija?"

Leolah miró el pequeño rostro de su bebé, apenas de dos meses y medio, tan inocente, tan frágil. La arrulló con suavidad, su corazón rompiéndose con cada movimiento. El llanto de la niña disminuyó, hasta que finalmente quedó dormida en sus brazos. Las lágrimas de Leolah se mezclaban con el sudor y la suciedad en su rostro. Sabía lo que debía hacer, aunque le costara más que su propia vida.

¿De quién eres?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora