Día 3

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Estoy intentando buscar una forma coherente de resumir lo que pasó esta mañana, pero no la he encontrado, así que solo voy a tomar aire y contarles todo exactamente como sucedió.

Desperté con el resonar constante del timbre, y al salir de la habitación en pijama presencié cómo Carlos se caía del sofá cuando dieron un golpe en la puerta. Los golpes continuaron, y pensamos que había un incendio o algo por el estilo, así que solo nos colocamos las mascarillas a toda velocidad, y cuando abrimos la puerta quedamos congelados al ver a tres personas con trajes blancos de nailon, cubiertos de pies a cabeza. Nos miraron de arriba a abajo y luego solo dijeron: "se reportó un caso positivo en este departamento, vamos a fumigar. Deben esperar treinta minutos afuera". La situación era tan rara que nosotros solo asentimos con la cabeza. Tomé a Lulo y salimos corriendo, un segundo después un extraño me cerró mi propia puerta en la cara cuando intenté buscar el celular.

–¿Eso es legal? –preguntó el chico a mi lado.

Le di la espalda, enojada por la situación,  y me senté en las escaleras estrechas de la entrada, acariciando la espaldita de Lulo. Carlos se sentó a mi lado rascándose la cabeza y estirando los brazos con pereza.

–El mejor amanecer de mi vida –soltó la ironía acompañada de un bostezo–. Oye –puso una mano en mi hombro y yo lo sacudí para que la apartara–, bueno, despertamos de mal humor por aquí.

–¿Y cómo quieres que esté? –giré para mirarlo–. Unos extraños me expulsaron de mi casa a las siete de la mañana, la espalda me está matando, ¿y sabes que es lo peor?

–¿Qué nos perdimos el amanecer? –levantó las manos señalando el cielo.

–¡No!, que ahora viene la fase más vergonzosa y obstinante del virus –esperé unos segundos a ver si me salía un estornudo para hacerlo más dramático, pero no pasó, así que solo lo dije sorbiendo por la nariz–: los mocos.

Apretó los labios e hinchó las mejillas en un vago intento por controlar su risa. Yo, con mi poca dignidad, me senté dos escalones más abajo dándole la espalda. Noté que bajaba también y se sentaba un peldaño por encima del mío. Colocó una pierna a cada lado de mí y me jaló con suavidad de los hombros para que me recostara a su cuerpo.

La verdad me sentía mucho más cómoda así, su calor amortiguaba un poco el frío de la mañana. Pasamos unos minutos en silencio, cuando sentí sus manos jugando con mi pelo.

–¿Qué haces?

–Te haré una bonita trenza, quédate quieta, por favor.

–¿Sabes hacer trenzas? –giré la cabeza para verlo pero me tomó de las mejillas haciéndome voltear al frente.

–Sí, y no te muevas –enfatizó junto a mi oído.

Bueno, igual no había muchas cosas para hacer durante media hora. Pasamos un rato así, el haciendo no sé qué con mi cabello y yo quejándome todo el tiempo.

–Oye –hablé mirando al frente–, ¿hay alguna posibilidad de que seas como los galanes de las películas, esos que sacan un pañuelo de la nada?

–No rubia, no hay ninguna posibilidad –Se escuchaba muy concentrado en lo que hacía.

–¿Te falta mucho? –resoplé.

–No –dijo, arrastrando la letra o.

Dejé al animalito encima de mis rodillas apretadas, dejando que me hiciera cosquillas con sus bigotes. Volteé la cabeza hacia un lado por un segundo, y cuando volví a mirar al frente, Lulo corría escaleras abajo. Me puse de pie de un brinco casi cuando mi mascota estaba a punto de cruzar la calle.

Entre cuatro paredes. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora