Día 12

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Carlos.

Mi resultado fue positivo. No puedo decir que no lo esperaba. Laura llamó esta mañana, parece que necesito una dosis más fuerte de medicamentos, según mis síntomas, que no mejoran en lo absoluto. Mi cuerpo se siente como si una manada de rinocerontes me hubiera pasado por encima, seguida de una estampida de hipopótamos y un par de elefantes, solo un par, tampoco exageremos.

–Acuéstate –levanté la vista para encontrar a Alexa frente a mí con una expresión muy poco cariñosa.

Sostenía el pequeño frasco de gotas nasales, sacudiéndolo en el aire, reforzando su orden. Apoyé la nuca sobre uno de los reposa brazos.

Se inclinó sobre mí, pero no consiguió el ángulo necesario. Se movió hacia el otro lado, pero tapaba la claridad. Repitió esta operación un par de veces, hasta que soltó un resoplido obstinado. Contuve de dientes para adentro las ganas de reír.

–Eres pésima enfermera.

–¿Ah sí?

–Sí.

En apenas un parpadear, se colocó a horcajadas encima de mí, haciendo que me removiera un poco por la sorpresa repentina.

–¿Qué haces?

–Quédate quieto.

–¡Auch! –solté un quejido al sentir su rodilla clavada en mi estómago.

–Perdón…solo…–aparté su pierna, mientras en medio del forcejeo intentaba atinarle a mi nariz.

–Bájate.

–No te muevas.

–¡Auch!, ¡joder Alexa! –llevé una mano a mi ojo, donde había dejado caer la gota, que ahora ardía como el demonio.

–Es que no dejas de moverte, lo siento. –Sus falsas disculpas vinieron seguidas de un par de carcajadas.

–Casi me dejas tuerto, ¿sabes lo que eso significa?

–Sí, pero ya lo dijiste, casi –se inclinó hacia adelante y colocó una mano en mi frente, estabilizando mi cabeza–. Por suerte no tendré que casarme contigo.

Como valoro mi vida, y mis ojos, decidí quedarme quieto mientras ella se concentraba en su tarea, dejando caer el pelo corto a los lados de su cara, cuyas puntas me acariciaban las mejillas.

–Yo sería un gran esposo –afirmé, intentando no moverme mucho–. Lavo la ropa, soy ordenado, sé asegurar ventanas en caso de tormentas…

Una leve sonrisa le fue adornando los labios, labios que me quedé mirando por unos segundos.

–Ya puedo imaginar la boda –levanté las cejas fingiendo emoción–. Lobita mocosa, ¿aceptas al idiota del año, para torturarlo con chistes malos, en la riqueza de poder pagar una multa y en la pobreza de no tener agua caliente, en la salud suficiente para bailar disfrazados por toda la casa, y en la enfermedad de no sentir el sabor de la comida, hasta que la muerte los separe?

Giró los ojos entre una sonrisa, antes de bajarse de mi abdomen y dirigirse a la cocina.

–¿No me vas a responder? –sorbí por la nariz los pequeños vestigios de las gotas frías–. Hablando en serio, no deberías acercarte a mí. –Mis palabras detuvieron sus pasos, haciendo que se volteara para mirarme–. Es…es por tu bien. Puedes volverte a contagiar.

Dejó escapar un pequeño suspiro, soltó el frasco sobre la encimera, y volvió, frotando las manos contra sus jeans, como limpiando el sudor que estas escurrían.

–Sé que no me has perdonado por lo del otro día.

–No estamos hablando de eso.

–Escucha –se aclaró la garganta–, no soy muy buena con las palabras, así que déjame demostrarte con acciones lo mucho que lo siento.

Entre cuatro paredes. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora