El desayuno había transcurrido en silencio, tampoco es que tuviéramos demasiado tiempo para conversar, puesto que habíamos abusado de los minutos todo el rato que estuvimos abrazados entre las sábanas, en silencio también.El camino hacia la puerta se me hizo increíblemente lento, mientras, siguiendo sus pasos, recordaba todo lo que habíamos vivido aquí, en mi casa, en cada rincón de ella.
Laura, con nuestra última consulta y nuestros expedientes cerrados, se había marchado hacía poco menos de cinco minutos, con la excusa de dejarnos solos para poder... despedirnos. Y a mí, no se me daban muy bien eso de las despedidas. Para mi sorpresa, Carlos le acarició la cabecita a Lulo entre los barrotes de su jaula al pasar por su lado.
–Ey, ratón. Cuida de ella. –Lo escuché susurrar al animalito.
Abrí la boca para corregirlo, pero volví a cerrarla con rapidez. Hoy no, pero tal vez otro día, con suerte, volveríamos a discutir sobre mi hámster. Observé su espalda con los brazos cruzados sobre mi pecho mientras él abría la puerta. La misma puerta por donde había llegado a mi vida, la espalda con la misma mochila a cuestas conque había atravesado esta sala por primera vez.
–Entonces… me marcho –se volteó hacia mí debajo del umbral–. Hasta me parece mentira que ya te vayas a librar de mí.
–No estés tan seguro de eso –sonreí, camuflando mi deje de tristeza–. Estaría loca si dejara ir a alguien como tú así como así.
–¿Qué estás haciendo justo ahora? –El tono de su voz se tornó más profundo. Apoyó el antebrazo en la madera, por encima de su frente.
–Dando tiempo a que me extrañes –guiñé uno de mis ojos, recostando la cabeza al marco de la puerta.
–Claro –soltó una risa, con la mirada algo empañada.
Nos dimos el lujo de mirarnos a los ojos durante largos segundos. Los suyos más oscuros que de costumbre, como el café puro, sin diluir en agua. Me gustaba usar esas comparaciones, aún más cuando estaba feliz, cuando tenía los ojos como el café recién hecho, espumoso y dulce.
–Es ahora cuando darás una especie de discurso de despedida, ¿verdad? –interrumpí el silencio.
–No, eso sería demasiado cursi, incluso para ti. –Estaba lista para que se marchara en cualquier momento, o al menos quería convencerme de eso–. Pero sí hay unas cosas que necesito decirte.
Medio fruncí el ceño cuando tomó una larga respiración, que de seguro le llenó los pulmones, como si llenara también su pecho de valor.
–Te quiero, Alexa. Te quiero con tu patética serie de tres veces a la semana, con tus sueños y tus pesadillas. Me gustas cuando despiertas malhumorada, como el 80% de las veces, y culpas al mundo por cada cosa que te pase, pero me gusta más cuando consigo sustituir tus expresiones de enfado por sonrisas. Me gusta hacerte cosquillas hasta el cansancio, sin importar cuantas veces me maldigas por eso, y la comida… bueno eso es otro asunto.
–¿Qué le pasa a mi comida? –fingí molestia con el ceño fruncido.
–¿Puedo terminar? –replicó.
Respondí con una sonrisa, asintiendo con la cabeza para que continuara, mientras las mariposas en mi estómago volaban como dragones.
–Nunca supe tu color favorito, ni nada de esas cosas, pero aprendí a conocerte de otra forma, una mucho más íntima. Ahora sé que te gusta tomar helado los miércoles viendo el parte del tiempo, que le temías a las alturas según tú –negué con la cabeza, volteando los ojos–, y a las sensaciones desconocidas.
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Entre cuatro paredes. ©
Novela JuvenilUn virus que fue subestimado, y dos personas que violaron las medidas. Yo diría que esos fueron los principales factores de esta ecuación. Alexa, una chica de veinte años, economista, con experiencia en relaciones no amorosas, conoce a Carlos. Un ch...