Día 14

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–No.

–¿Pero por qué?

–Porque no, y punto.

–Solo dame un argumento válido y te dejo en paz.

Suspiré con frustración por tercena vez. Frente a mí, con otra de mis cajas viejas en los brazos, Carlos intentaba convencerme para decorar juntos el árbol de navidad.

–Es primero de diciembre –Se me ocurrió decir.

–Lo sé –alzó un poco los hombros–, pero no hay mucho que hacer, y recuerda que pronto ya no estaré aquí.

Cierto. Ayer tachamos el trece en el calendario, un calendario de hace años, donde ni siquiera concuerdan los números con los días de la semana. Una semana, tal vez un par de días más, y tendrá que marcharse. ¿Cómo ha pasado el tiempo tan rápido?

El sonido del teléfono opacó lo que estaba a punto de decir.

–¿Diga? –Caminé a la cocina sosteniendo el teléfono–. Hola Lili, ¿cómo estás? ¿Yo?, mejor, gracias por preguntar. Sí, necesito el informe.

Mientras le hablaba a la persona en línea, observaba a mi compañero de casa sacar el pequeño árbol de un metro de altura, y comenzar a acomodar sus ramitas verdes.

–Esas cifras no están correctas –sostuve con los dedos el puente de mi nariz, calculando mentalmente–. No Lili, no es necesario, ya lo corrijo yo. Adiós, gracias.

Me dejé caer en la silla del comedor, con un deje de palpable frustración. Rebusqué entre el reguero de papeles, y comencé a rehacer el trabajo que le había encargado a Lili. No es la primera vez que esto me pasa, por eso prefiero hacer las cosas sola, a mi manera, a la manera correcta.

Unos susurros de maldiciones me hicieron levantar la vista. En el salón, Carlos, como un caballero de armadura reluciente y espada filosa, se batía en un duelo de muerte con…las guirnaldas del arbolito. Solté una risa ruidosa, mientras él seguía forcejeando como si unas serpientes doradas y plateadas intentaran devorarlo.

–¡Joder! –intentó pasar el brazo sobre su cabeza, pero terminó aún más enredado–. ¿Y si me ayudas? –resopló.

–¿Y si no? –Apoyé la mandíbula en mi muñeca, sonriendo con descaro–. Eso fue tu idea, asume las consecuencias.

Recibí una sonrisa hipócrita y una mirada filosa y molesta. Volví la vista al papel, y detuve el bolígrafo, como si no pudiera pensar y escribir al mismo tiempo. Todas las decisiones tienen consecuencias. Me pregunto si fue mi decisión aceptar su propuesta cuando nos conocimos, o si fue la suya venir a casa aquella tarde. Tal vez fue algo más bien automático, por mi parte, porque al menos yo no lo pude evitar, no puedo evitar tenerlo cerca, llegaré hasta pensar que me es un poco indispensable.
Lo miré nuevamente, y hubo muchas sensaciones que no pude evitar.

–Para ya, las vas a romper –dejé los papeles y acudí en su ayuda.

–¿Qué te hizo cambiar de opinión? –preguntó de espaldas, mientras yo lo desenredaba de sus cadenas brillantes.

–Porque a veces… hay que compartir las consecuencias –me aclaré la garganta, y me miró por encima del hombro.

–Gracias.

Por fin se despojó de las guirnaldas, aunque sentí ese agradecimiento un poco más profundo.

–¡Vamos! –Aplaudí con las manos para que dejara de mirarme con esa sonrisa torcida–. Tenemos un árbol que decorar.

–¡Las esferas más grandes van en las ramas de abajo!

–No, se reparten por igual en todo el árbol.

Entre cuatro paredes. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora