Día 8

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–Creo que con eso vasta.

–¿Echtach chegura? –habló sosteniendo la cinta adhesiva con los dientes.

–Has puesto muchísima, está bien así.

–¿Sabes lo difícil que fue meter una silla en la ducha?

–No es mi culpa que no alcances a la ventana.

Ayer nos enteramos, por los pelos, que se aproximaba una tormenta. Hoy había amanecido todo el cielo nublado, y el olor a lluvia flotaba en el aire. Cuando desperté Carlos ya estaba frente a la televisión observando atentamente al hombre con bigote dando el parte del tiempo. Aseguramos también las puertas de los balcones y el resto de las ventanas. En menos de cinco minutos la casa estaba completamente cerrada con todos los equipos desconectados. ¿Les mencioné ya que mi apartamento es pequeño? Vislumbramos un resplandor blanco, llegó seguido de un trueno que pareció retumbar en las paredes.

–Bueno –codeé al chico a mi derecha– ¿Comemos algo?

–Eh, sí, claro hay que cenar ¿no? –levanté una ceja ante su respuesta.

–¿Querrás decir desayunar?

–Ah sí, eso.

–¿Te pasa algo?

–¿A quién?, a mí, no nada –negó con las manos, sonriendo–, nada de nada, nadita.

Estaba claro que mentía, pero decidí dejar de preguntar, mi hambre era más fuerte que mi curiosidad. Al mediodía ya estaba lloviendo a cántaros. Siempre me relajaba el sonido de las gotas de agua estrellándose en los cristales, pero por el contrario, a Carlos parecía incomodarle. Aproveché el día para adelantar cosas de trabajo que ni siquiera sabía que tenía atrasadas, se las envié a mi jefe por correo pidiendo perdón, y por suerte no se enfadó ni nada por el estilo. De hecho mi jefe era un señor con mucha paciencia, creo que de tanto vender comida japonesa se le pegó algo de la filosofía budista, o sea cual sea la filosofía de Japón, soy economista, no antropóloga, o lo que sea la gente que estudia las religiones. Debería leer más que novelas juveniles. Por otra parte, Carlos se mantuvo toda la tarde callado. Cenamos en silencio, y yo ya me estaba empezando a asustar. Me preparé un té y rebusqué en mi pequeña estantería hasta encontrar un libro algo interesante. Me senté a su lado en el salón, él se mantenía tenso, como incómodo, y no pude evitar preguntar.

–¿Te sientes bien?

–Perfectamente.

Torcí la boca, poco convencida por su respuesta. Levanté la vista del libro unos minutos después para encontrarlo en la misma posición. Qué raro, demasiado tiempo callado.

–Parece que va a seguir lloviendo –comenté.

–Sí –volvió la vista a su celular, poco interesado en hablar sobre el clima.

–¿Sabes lo que acabo de leer? –Me crucé de piernas encima del sofá– Es un relato corto de Margaret Atwood, se llama Asesinato en la oscuridad.

El nombre pareció llamarle un poco la atención.

–¿De qué trata?, espera, déjame adivinar –apoyó el tobillo sobre su rodilla, el codo sobre la pierna y la barbilla en su mano. Toda esa molestia para hacer como que pensaba–. Trata sobre un asesinato que ocurre en la oscuridad, ¿o me equivoco?

–Oh por dios ¡Que listo eres!, ¡que alguien le dé un premio Novel a esta eminencia! –alcé las manos soltando ironía por todas partes.

–El mundo se está perdiendo de mi talento, ahí lo dejo –me guiñó un ojo y yo volteé los míos.

Entre cuatro paredes. ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora