No le gustaban las cosas dulces, prefería mil veces las comidas saladas. No sabía muy bien porqué, tal vez fuera por los recuerdos que volvían a su cerebro de aquellos solitarios días, o simplemente se acostumbró a lo salado por las decenas de comidas manchadas por sus propias lágrimas. No tenía una respuesta firme y directa, era una de las pocas cosas que no estaba seguro con certeza del motivo, algo que... le dejaba callado, con su mente en blanco e incapaz de devolver una respuesta.
La verdad es que de pequeño le gustaba, era un niño normal que comía dulces y chocolatinas como el resto. Kompeito, chocolate, pockys... antes de los siete años le encantaban, sobre todo los dulces artesanales de un local pequeño de un señor muy mayor. Siempre que su madre se permitía pasar unos días en casa por su trabajo le llevaba a esa tienda, siempre le dejaba escoger lo que quería y, al llegar a la caja de compra vigilada por el anciano dueño, le daba una pequeña bolsita gratis con caramelos, diciendo que "los niños buenos y educados se merecen recompensas".
Esa era la imagen que la mayoría de los adultos tenían de él a los siete años, un niño tranquilo, obediente y, hasta cierto punto, tímido. Solía estar callado la mayoría del tiempo, al menos hasta que llegaba alguien a hablar con él y mostraba su lado infantil y alegre.
-Mi Nagito es algo tímido al principio, pero dentro de nada se dejará llevar.
Eso decía siempre su madre a la vez que acariciaba su suave pelo castaño rojizo, haciéndolo sonreír levemente.
Fueron buenos años, aunque prácticamente no los recuerde. Años tranquilos y amorosos, una vida normal que todo niño debería tener, pero su propio destino se encargó de que esa etapa de su vida fuera corta.
A los siete años Nagito Komaeda se quedó huérfano, viendo el cuerpo carbonizado y desmembrado de sus padres en medio del destrozo del accidente de avión. Los mismos bomberos dijeron que fue pura suerte que sobreviviera.
Esa noche, tras salir del hospital y volver a su casa, a su ahora frío y solitario hogar, lloró con todas sus fuerzas, lloró como nunca lo hizo desde su nacimiento mientras abrazaba con fuerza la almohada de su madre, aspirando el aroma a rosas impregnado en él. Lloró, tumbado a oscuras en la cama matrimonial de sus padres, pidiendo por favor que volvieran, que no le dejasen solo, que siguieran cuidándolo aunque su trabajo los mantuviera lejos durante muchas semanas. Sollozó, gritó, tembló... dejó escapar toda su tristeza esa noche de tormenta.
Empezó a vivir relativamente solo, a excepción de una joven empleada que, hasta que se resolviera su situación, sería su "tutora de acogida", haciendo la comida y limpiando la casa. Tenía siete años, no iba a ser capaz de sobrevivir solo.
La mujer, Ayaka, era joven y cariñosa, casi como una hermana mayor. Siempre le saludaba sonriente al ver los ojos tristes y cansados del niño, le ayudaba en los deberes que entendía y hasta le llevaba a dar paseos por la zona para que hiciera ejercicio, lo trataba genial, pero ese era el problema. Komaeda no se merecía tal amabilidad. ¿Cómo podían tratarle tan bien después de la barbaridad que hizo?
Por que sí, ese trágico accidente fue producto de su suerte.
Empezó a dejar de comer kompeito, le recordaba al momento en que, ante la primera turbulencia, su madre le dio un poco de estos para calmarle. El viejo dueño de la tienda, al notar que en sus compras dejaba de ser uno de sus productos favoritos, le dio chocolatinas, esas pequeñas con formas bonitas. A Komaeda le gustaban, le hacían sonreír cuando adivinaba la forma que querían representar.
Un año después, cuando el dueño de la tienda murió por culpa de un accidente de moto que le aplastó los pulmones, empezó a dejar de comer chocolate.
Por último, fue en su cumpleaños número nueve que probó el último dulce hasta la fecha.
En mitad del oscuro salón de su casa, con todas las sillas a su alrededor vacía y la cera de las velas manchando el pastel de fresa y vainilla, sopló las velas ya casi gastadas. Sus ojos grises no mostraron nada, simplemente vieron la pequeña llama de luz apagarse y, luego, silencio.
No había felicitaciones, no había abrazos ni aplausos por ese año nuevo de vida, no había nada, solo el crujir de su silla de madera y las gotas de lluvia golpeando la ventana.
¿Qué sentido tenía siquiera celebrarlo?
Cortó un pedazo de tarta, mirándola fijamente en mitad de la penumbra. Su padre, cuando regresaba del trabajo, le daba en algunas ocasiones fresas traídas de paises europeos, siempre dulces y sabrosas. Su madre, cuando veía a su hijo con gripe, le daba batidos suaves de vainilla, calentitos y sin mucho sabor para no hacerle sentir mal a su estómago. El glaseado era su parte favorita, cuando su madre, a modo de broma, agarraba un poco de esta en su dedo y lo dejaba en la nariz del castaño rojizo, riendo mientras su padre sacaba fotos del momento. Eran pequeñas tradiciones qure tenían.
Dio un bocado a su trozo de pastel, sabía mal.
Sabía horrible con el acompañamiento de sus lágrimas.
Empezó a llorar, dejando que las lágrimas bajaran libremente por sus mejillas hasta el dulce. Se sentía solo, y ese sentimiento era horrible, pero sabía que tendría que sentirlo durante toda su vida. La única forma de no hacer daño a la gente era no acercarte a ella. Si se mantenía solo, aislado de todos, su suerte no cobraría más víctimas, ya no.
Tomó la decisión en su patético noveno cumpleaños, en mitad de la tarta de cera y lágrimas.
Pero no le duró mucho.
-¡Abre Nagito-chan, Ibuki y Mikan ayudaron a decorarlo~!
-Po-por favor, ¡danos tu más sincera opinión!
La cuchara se movió a su boca, saboreando la crema de fresa y el bizcocho arcoiris de su interior. Sonrió, viendo a Mioda alejándose y sacando la cuchara de la boca del albino, esperando emocionada al veredicto final.
-La textura es buena, y la crema se derrite en la boca con facilidad. El sabor... está rico.
La música saltó de alegría ante el alago, llevando a la feliz Tsumiki a la cocina para dar las noticias al chef y Koizumi, cocineros de la noche.
La persona a su lado soltó una risita, acercándose al albino mientras agarraba su mano discretamente bajo la mesa por pura timidez. Hinata podía ser un auténtico tonto adorable a veces.
-Pensé que te gustaba más lo salado que lo dulce.
-Y me gusta, pero... ese pastel sabía diferente.
-¿En qué sentido?
Komaeda negó con la cabeza, estirándose para besar la mejilla del castaño. Vio su cara tornarse ligeramente roja, logrando que una sonrisa escapase de sus labios.
-Sabía más dulce.
Ya no había más lágrimas en sus tartas, porque la vida (o, mejor dicho, Hajime Hinata) le había dado la familia que necesitaba, le había endulzado su mundo con el amor de nuevos amigos y, sorprendentemente, un alma gemela que siempre estaría a su lado, sosteniéndolo y dejándose sostener en cualquier momento de su vida.
-¿Enserio? Pu-pues... déjame probar.
Hasta el beso en sus labios era más dulce, borrando la sensación de aquel recuerdo de hace tantos años.
¿No es bonito cuando te viene el art-block? Jajaja, quieromorir.
Para a los que les interese, uno de los motivos por lo que estuve desaparecida es por un proyecto secreto que tenía. He creado una cuenta en AO3, donde subiré una historia Hinakoma omegaverse. Es un género que nunca escribí y decidí por fin hacer uno ambientado en eso, pero tenía miedo de subirlo por aquí. Allí no me conoce ni dios, así que la vergüenza se pierde un poco javsna.
Si a alguno le interesa echarle un vistazo, que busque Mica_43 y lea el prólogo de esta, por si acaso estáis interesados.
Esto es todo, gracias por las casi 100 estrellitas y los más de 700 ojitos, os quiero muchísimo, hermosos <3
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Hopeful 「Komahina」
RandomNagito Komaeda era una persona compleja de comprender, un alma que intentaba seguir resplandeciendo en medio de tantas experiencias oscuras y desesperantes, buscando esa pequeña y brillante esperanza para tener motivos para vivir. Sin embargo, el de...