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El reloj marcaba las seis y veinte. A esa hora, la mayoría daba como terminado el día y agotados, ya fuera por su jornada de trabajo o por las clases, se dirigían a sus hogares para cenar y descansar.

Shinya no podía darse tal lujo. El viento gélido de noviembre le acariciaba el rostro mientras esperaba por el tren que lo llevaría al bar en el que trabajaba, y se rodeó con sus propios brazos en un intento de mantener el calor.

En días como aquellos, era cuando más extrañaba el pueblo de su infancia: siempre cálido, como si se mantuviera en una eterna primavera. El aroma agradable de la tierra húmeda tras los días lluviosos, la brisa que se paseaba entre los árboles, las raspaduras en sus rodillas y manos, como prueba de todas sus aventuras infantiles, y la sensación cosquilleante en su pecho al reír al punto de quedarse sin aire, pero con la felicidad momentánea más grande del mundo.

Felicidad... antes de que...

El estruendo del tren interrumpió sus pensamientos, y Shinya se sintió internamente agradecido por eso, porque recordar sus días en el orfanato y todo lo relacionado con aquello, sin importar que tan agradable comenzara, siempre terminaba mal.

Se montó en el vagón correspondiente y se sentó en el primer asiento que logró encontrar. Los únicos que lo acompañaban era un hombre de aspecto cansado y un grupo de estudiantes de preparatoria; estaban a la mitad de la semana, así que tenía sentido que no hubiera muchas personas dirigiéndose a la zona de bares de la ciudad.

Mientras observaba distraídamente por la ventanilla de su asiento, Shinya sintió su teléfono sonar en su bolsillo. Era un mensaje de su psicólogo, recordándole de su cita para ese mismo fin de semana, una costumbre que adoptó desde que Shinya comenzó a olvidarlas (intencionalmente), suspiró malhumorado apenas terminando de leerlo.

¿Sería tan terrible que dejara de ir? Después de todo, no había tenido una recaída desde hacía siglos y, desde su punto de vista, sería mejor dejar ir la última cosa que seguía atándolo a lo sucedido años atrás.

(...)

— ¡Shinya!

Guren hacía su mejor esfuerzo para alcanzar a su amigo, pero Shinya no parecía tener planes de detenerse. Sentía sus pequeñas piernas comenzando a doler, y tuvo un par de tropiezos en el camino, pero simplemente siguió adelante, huyendo de él. Huyendo de todo.

— N-No... Él está aquí. — había exclamado, desconcertado por las palabras dichas por la encargada. — ¡Guren está aquí! ¡Está junto a mí! ¿No pueden...?

Shinya observó a Guren, con desespero, esperando que dijera algo, cualquier cosa que probara algo tan obvio, pero sólo lo vio con la mirada fija en el suelo, y como el agarre de su mano se aflojaba un poco, cosa que sólo logró confundirlo y desesperarlo más.

— ¿No pueden...? — vaciló, regresando la mirada a todos los demás. — ¿No pueden verlo?

Las miradas fueron toda su respuesta.

No eran sólo los niños. La encargada, el hombre y la mujer... todos estaban mirándolo. Mirando a Shinya como si fuera... extraño, como si algo estuviera mal con él, y el pequeño retrocedió, soltando la mano de aquel que creía su amigo, abrumado por el montón de miradas sobre él. Se aferró aún más al libro que abrazaba a su pecho, comenzando a sentir como sus manos temblaban un poco.

La encargada quiso acercarse, diciendo algo que Shinya no pudo escuchar bien. No podía escucharla incluso si sabía que ella estaba hablándole, o sabiendo que los niños susurraban entre ellos, amontonándose para mirarlo, seguramente repitiendo las palabras de siempre: que él era un niño raro, que no tenía amigos, que era un mentiroso. Que era malo.

𝐀𝐑𝐂𝐀𝐍𝐔𝐌 ➫ Owari no SeraphDonde viven las historias. Descúbrelo ahora