Mucho de lo que hablar

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Son las nueve de la mañana, a penas entra el sol por estas pequeñas ventanas, no me gusta mi cama, no me gusta tener que comer y pasar mi tiempo con tantísima gente. No me gusta estar vigilada, que se pasen por mi cuarto por si aún estoy donde me dejaron hace 15 minutos, o si me he marchado. No me gusta que hablen de mí, ni tener que depender  de una estúpida medicina. Si es que claro, si se pudiera llamar medicina a un inhibidor de sed, porque al fin y al cabo, estoy segura de que lo que me inyectan cada día es verbena con algún tipo de somnífero diluido en más de un tipo de suero.

Me han dado ropa, uniformes, ropa de guardia y ropa real. La de guardia tiene un pase, es casi igual a la que vestía cuando vivía como humana, pero con muchos más bolsillos y más ligera, no hay nada ajustado, un par de camisetas y nada más. Todo de colores neutros, negro y alguna que otra pieza de blanco, para no llamar la atención. Aunque dudo mucho que eso me sirva tal y como me encuentro ahora mismo. La real es la más agotadora, un escudo gigante de Basiliso en la espalda, otro por delante con el escudo de tu familia y por si no fuera poco, tu nombre bordado en la parte izquierda del pecho en hilo plateado, aunque si eres la cabeza del clan tu color es el dorado, en mi caso, lo es. Tengo falda, aunque otra opción es el pantalón, un pantalón suelto y recto, aburrido, con un bolsillo, no dos, ni tres, tampoco cuatro, uno; ya me diréis para que sirve tener tan sólo uno.

La habitación es como todas las demás, cosa que siempre me ha sorprendido es que, a pesar de tratarse de una mansión, y que en estas paredes conviven más de 10 familias reales, sus habitaciones son bastantes sencillas. Podría llegar a decir, incluso, que son insulsas; una cama, una ventana enana, paredes rojas, techo negro, una mesa y un baño, nada más. Oscura, mediana, sencilla y cómoda. En realidad no solemos tener baño en nuestro cuarto, pero mi habitación está en el centro de los guardias, que está justo en la segunda torre de la mansión, entre el salón real y el área de entrenamiento. Estoy bastante alejada de cualquier ser que no esté bañado en verbena, aunque no sabría decir si es por mi seguridad o la de los demás.

Llaman a la puerta, son las nueve y diez de la mañana, la cama está fría, las sábanas arrugadas, y por la ventana ya puede verse algún que otro rayo de sol, aunque hoy tiene pinta de ser un día nublado. Sin apenas acostumbrarme a esto, abro con suma pesadez, arrastrando los pies por el suelo frío de madera, que cruje por cada paso que doy. Detrás de ella está Christoph, vestido con su uniforme, completamente negro, completamente cubierto, peinado y listo para su trabajo. Con ambas manos tras su espalda, diría que entrelazadas, echa una mirada de barbilla alta cuando me ve. Le dejo la puerta abierta para cuando se decida a entrar, y aunque le cuesta un par de minutos hacerlo, al final da un par de pasos hacia dentro, observando con disimulo a su alrededor.

—Buenos días, princesa. —Dice saludando e inclinando su cabeza en mi dirección. La pequeña reverencia es algo a lo que nunca me acostumbraré; cuando era niña siempre se inclinaban ante mi familia, y ante mí, nunca logré comprender porqué ellos deberían hacerlo si son quienes nos protegen, quienes dan su vida por la nuestra y nos ayudan, al menos en la gran mayoría, a simplemente no morirse del susto por cualquier estupidez.

—No me llames princesa, no quiero formalismos, soy Archer, tampoco menciones mi apellido. No quiero que te inclines ante mí, me da igual mi familia, mi apellido y mi título. Mi nombre es Archer, y así quiero que te refieras a mí. —Él asiente.

—Como desee. —Dice en un vago intento de complacerme, pero sin llegar a dejar atrás los formalismos.

—Siéntate, voy a ducharme. —Le señalo la cama para que tome asiento, él, confundido, o lo que parece ser, extrañado, mira de dos a tres veces a su alrededor; no se que piensa que va a encontrar, pero esta habitación está totalmente vacía, no me han dejado tener nada afilado y menos algo con lo que pueda atacar o hacerme daño a mí misma. Por quitar han quitado hasta las manecillas del reloj, y creo que también las pilas. Es estúpido pensar que están intentando proteger a una hechicera, de algo que ella misma puede crear con un par de palabras. Tampoco es que yo vaya a comerme las pilas, no está en mis planes. Por ahora.—No revises, no hay nada. Ayer antes de dormir me quitaron todo lo que podía utilizarse como arma, literalmente todo. Sois unos aburridos. Podríais dejarme tener un poco de diversión. —Río en su dirección, aunque a él no parece hacerle gracia. Vaya, veo que la actitud de ayer era cosa del mordisco. Él por fin decide sentarse en mi cama, al borde, muy al borde, con ambas piernas estiradas y las manos jugando con el cartucho de su cuchillo, en el muslo izquierdo de su pantalón. Es zurdo.

Esclavo de las sombras Donde viven las historias. Descúbrelo ahora