Las sombras me quieren preso

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Tic, tac. Tic, tac. Tic, tac. El temblor de las agujas comienzan a acercarse a una nueva hora. Contemplo el reloj pegado a la chimenea, las dos. Suspiro y me mantengo inmóvil en mi lugar, a los dos minutos vuelvo a inspeccionar la hora. A las dos y diez decido levantarme. Estoy sola en casa, Christoph se fue poco después de nuestra discusión, su excusa para salir de aquí fue querer comprobar si lo de la lluvia no había sucedido en el pueblo.

Debemos ir con cautela. —Me dijo antes de salir por la única puerta en toda la estancia.

Eso fue hace una hora y veinticinco minutos exactos. Me paseo por el salón, mezo mis manos tocando el lomo de todos lo libros polvorientos, organizados perfectamente en cada una de las estanterías. Estas llegan desde el techo, al suelo, y cubren casi dos paredes de ancho. Son de madera oscura como casi todo aquí, pero con algo más de tiempo que lo demás. Observo un par de palabras cosidas con hilo de oro en el lomo de uno de ellos, mi apellido llama la atención entre todo el resto, y con cuidado lo saco de su lugar dejando un hueco rectangular en medio.

El cálido y delicado cuero rojo contornea todo el libro, y las hojas gruesas y oscurecida por el paso del tiempo se sienten rugosas bajo el talle de mis dedos. Paseo las yemas ante los nombres de mis padres, perfectamente escritos a mano y justo debajo, el mío y el de mis hermanos mayores. La biografía de toda una vida, los estudios de alguien realmente interesado, y aún así, la última página está en blanco. Hay principio, pero no un fin.

Con pesar, lo coloco de nuevo en su lugar y sigo ojeando los delicados contornos del resto, el olor a polvo y libro viejo se adentra en mis sentidos cuando los manejo entre mis manos. Uno desgastado, con bastante suciedad, raído por el tiempo y las manos de alguien más, quizás de alguna decenas de personas, llama especialmente mi atención. Liórtys, los monstruos que nunca fueron humanos.

Con curiosidad, y a pesar de su título, me siento frente al fuego, acariciando el suelo frío de madera, alumbrada por las llamas que van de dentro hacia fuera. Abro el primer libro, autor desconocido, escritura a mano, tosca, gruesa, poco delicada.

Si considerar a seres que no tienen sentimientos como monstruos nos hacen previsores, ¿por qué no esperamos lo mismo de aquellos que consideramos aliados? ¿Qué les interpone a ellos, narcisistas, egocéntricos, en convertirse en aquello que juran odiar? Si a mí, un servidor, me hace merecedor de odio decir estas palabras, que comulgan más que nada, prevención, ¿no nos hace eso una criatura fácil de cazar? Y no me refiero solamente por aquellos bichos a los que hemos apodado Liórtys, ¿qué les impide a los Monterrey, sus primos segundos, a hacer lo mismo?

Bajo mi almohada resguardo un cuchillo de plata, dicen las lenguas sueltas que sirve de forma mortal contra ellos, que ni armas, ni cuchillos comunes los dañan. ¿Acaso eso no los hace más monstruos que a cualquiera de nosotros? Yo no se ustedes, pero yo, mientras descanso, no quiero verme involucrado en nada de eso. Nos prometieron ser distintos, y cuando escribo sobre ello tampoco se mucho que decir, pero centrémonos en sus parientes más cercanos aunque ellos nos aseguren que son bien lejanos.

Liórtys, ¿qué son? Seres desdeñosos. Monstruos sin corazón, o al menos sin latidos en ellos. Seres, antes "personas" que por alguna razón, consideradlo instinto natural, fueron más allá, y sin poder beber del líquido divino, lo hicieron. Es decir, y sin un solo rodeo, se alimentaron de otro ser humano. Aunque, y permítanme ser sarcástico, a los otros se les deja hacer eso, a ellos, los Monterrey's. Es asqueroso que una vez fueron hechiceros corrientes que se mezclaron con un ser sobrenatural, que gracias a Dios ahora están extintos. Si por mi fuera, que a veces lo es, esas personas hace mucho tiempo que hubieran desaparecido.

14 de abril de 1930.

Hoy he conocido a R. Monterrey. Un joven de 20 años que me ha sido impuesto a cargo para una misión de gran importancia. El director ha insistido, sabe que eso de protegerlos como si fuese un perro no es lo mío, pero tampoco puedo decirle que no a este trabajo. Este muchacho es de la gran familia, su tatarabuelo fundó todo esto, odio que a los niños ricos nunca se les pueda decir que no. Tengo 30 años, pero en este trabajo a veces parecen 50.

Esclavo de las sombras Donde viven las historias. Descúbrelo ahora