Ideas preconcebidas

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Cuando llegamos a la sala, vemos a cinco ancianos moviéndose de aquí para allá, con polvo, papeles y libros en sus manos; una habitación llena de mesas viejas y polvorientas, libros amarillentos y dos sillas en medio. Las sillas son oscuras, viejas y sucias, las típicas sillas que ves en una mansión o las que encuentras tiradas en un desván tapadas con una sábana blanca hasta arriba de polvo. Ese tipo de muebles que, sin quererlo, te acabas preguntando de dónde pueden venir o la historia que tienen cada uno de ellos en sus agrietadas partes.

Centro mi vista de nuevo en los ancianos, uno de ellos, sin ni siquiera decir algo, nos conduce a cada uno de nosotros dos a una silla, igual de vieja, pero no de polvorienta. Los resquicios de luz entran por una ventana tan pequeña y destrozada como la que tenía hace años, y aunque puede que haya cambiado un poco, al menos es tal y como yo la recuerdo. Los cristales son rojos, amarillos, verdes y grises, con un cuervo pintado en el centro de cada uno de ellos.

Me siento nerviosa, he de reconocerlo, nunca imaginé que llegaría este momento y aunque sabía que tarde o temprano podrian atraparme, yo esperaba estar muriendo para que eso pasara, o al menos encontrarme en tal situación que no pudiera apartar sus garras de mi vista. Desde el minuto uno mis padres me advirtieron que sería motivo de envidia, celos, curiosidad o miradas maliciosas y que sobretodo recaería sobre mí mucho dolor y daño. Creo que nos temen, temen que no tengamos un poder finito, o la manera en la que podemos hacernos más fuertes, que puedan morderte y casi comerte sin consecuencias físicas aparentes, no suele ser motivo de felicidad; no es que nunca me haya entrado curiosidad, he imaginado cientos de veces una escena donde la sangre de otra persona entrará en mi organismo, pero nunca me imaginé aquí sentada, y mucho menos que esa curiosidad acabara por ser real.

—Bien. —Dice un señor de pelo cano, bajito y con un uniforme real de traje y pantalón, con su nombre bordado en el pecho en color plateado. —Me llamo Sbrend—se presenta sonriéndonos a ambos. Sbrend, un nombre que estoy segura haber escuchado antes. —No estéis nerviosos, estamos enterados de todo lo que habéis hecho estas últimas horas, y no le tememos a nada. —Nos aclara, mirando sobretodo hacia mi dirección, mientras frota sus manos, una con otra. Se gira hacia Christoph, quien se mantiene callado, con el rostro neutral y escuchando, atento. La señora Kiria ya me advirtió de su actitud, que en realidad, lo que había visto unas horas atrás era tan sólo el espejismo de una adicción. Según ella, Christoph es disciplinado, serio, leal, fuerte y letal contra cualquier enemigo. Un monstruo cuerpo a cuerpo. Y estoy segura que tiene razón.

—No os asustéis. —Dice uno de ellos mientras nos ata de manos y pies. Él parece sonreír, pero no estoy muy segura, mi mente solo se siente ocupada pensando qué o cómo hacer para no volverme majara de nuevo. —Son ignífugas.—Aclara refiriéndose a las cuerdas.

—Eso no la detuvo antes, tengan cuidado. —Habla Christoph por primera vez desde que entramos, con su mirada puesta directamente en mí. Los cinco hombres ponen sus miradas sobre mi, cinco pares de ojos mirando hacia Christoph y hacia mí de manera simultánea, sin embargo, seantienen callados. Uno de ellos, decide romper ese silencio.

—Y a nosotros no nos podrás intentar controlar, nosotros no somos humanos, ni guardias, tenemos el suficiente poder y experiencia. Somos más fuertes que tú y que ellos. —Asiento, mientras el mismo señor de antes ata a Christoph. Respiro hondo y cierro los ojos, pruebo a incendiar las cuerdas, pero no funciona, algo que me hace sentir más segura y confiada, aunque tal y como lo dice Christoph,  eso no me impidió hacerlo antes. —Ya podemos empezar. —Afirma y asiente la cabeza hacia sus otros compañeros.

Para comenzar, uno de ellos se mantiene firme frente a Christoph, que no ha dicho o hecho nada desde que entramos aquí. Su rostro es serio, sus ojos centrados en mí y su respiración sosegada. Su increíble manera de mantener la calma infunde más temor que cualquier otro ataque. Y su pecho sube y baja de manera calmada, casi de forma hipnotizadora. El hombre bajito frente a él saca una pequeña cuchilla de su bolsillo, y antes de hacer algún movimiento añade:

Esclavo de las sombras Donde viven las historias. Descúbrelo ahora