Capítulo 12 | Fortuito

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«Se tiene muy poca idea de lo que es el deseo, el deseo verdadero, cuando nos hipnotiza, cuando se apodera de nuestra alma entera, engatusándola por completo» —Muriel Berbery.  

PARTE 1

Siento que mi cuerpo, es levemente azotado por un dolor que se cierne en cada extremidad. 

Al principio, soy incapaz de abrir mis párpados para ojear lo que se encuentra en mi alrededor, ya que estos mismos se encuentran pesados —como si hubiese leído un libro de más de mil páginas durante horas, o peor aún, como si hubiese tenido la más longeva de las caminatas —. En tanto, no sólo el malestar se hace presente cuando voy recobrando conciencia, sino que al mismo tiempo, le sigue la debilidad.

Una que, para mi gusto, es descomunal.

Diviso con mis ojos entreabiertos el lugar y distingo que me hallo en mi habitación, como todas las mañanas. 

«Quizás sólo se trató de un sueño. —Me digo a mi misma con la necesidad de tranquilizarme. Varias imágenes pasajeras se presentan de forma involuntaria en las paredes carnales de mi mente. Imágenes que involucran a Ayrton tanto como a mi en un encuentro pasional. Uno bastante desenfrenado—. Seguro fue un sueño»

Al poco tiempo me vuelvo a repetir aquella frase, sonando convincente. Sin embargo, toda seguridad se ve interrumpida y al mismo tiempo desvanecida en un pestaño cuando las yemas de mis dedos hacen contacto con algo suave.

Maravillosamente reconfortante.

Miro de inmediato mi costado izquierdo, encontrando que un abrigo de piel —color marrón al igual que blanco—, envuelve mi cuerpo... desnudo. Es en ese entonces que las imágenes volvieron a sacudirme con frenesí. Todos los momentos que habían llegado de manera veloz a mi mente cuando desperté, fueron reales y no una simple creación de mi subconsciente.

Me había entregado a él.

A Ayrton Hoffman.

El hombre todopoderoso y por sobretodo recóndito del condado de Somerset.

Y no fue sólo una vez —o dos— en el cual tuvimos la oportunidad de acatar el apabullante anhelo y saciar nuestra sed. Sino que fueron varias veces en los que, nuestros cuerpos, se habían unido para formar uno solo. Fundido en un fuego lacerante que parecía irreal.

Un fuego que podía incendiar todo Gardenfield con llana voracidad.

—¿Qué hiciste, Aria? —pregunté en voz alta, apartando el abrigo y examinando mi cuerpo que ahora yace al descubierto. Más de una marca se alza a simple vista, comenzado desde el muslo de mi pierna derecha hasta mi pecho—. Perdiste tú virtud.

Cierro los ojos con fuerza, buscando esfumar lo sucedido con Ayrton y seguidamente, me limito a alistarme para bajar a desayunar con la señora Norris y los niños Murray. Debo buscar el ropaje adecuado, para que me ayude a ocultar cualquier marca que halla quedado plasmado en mi. 

Pero para mi desafortunado pesar, es difícil recobrar compostura o hacer que aparezca mi amnesia. Mis piernas son incapaces de cruzar el umbral de la puerta, bajar los peldaños de mármol y volver a la cotidianidad en la mansión Hoffman. 

Y, como si fuese poco el hecho de que todas las sensaciones dañosas me zozobran, se agravan cuando distingo en el tocador de mi recamara el contrato que debía firmar.

—Debes ser fuerte. —Sigo hablando sola, enajenada. Y no dudo que he perdido el juicio gracias a la torpeza tanto como a la irascibilidad gracias a las decisiones que me he sometido—. Los jóvenes Murray me deben estar esperando —exclamo, dejando de lado el hecho de que en algún momento deberé leer los términos que se adjudican en el contrato.

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