Capítulo 1 | Arribo.

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«Siempre la felicidad nos espera en algún sitio, pero a condición de que no vayamos a buscarla» —François Marie Arouet

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«Siempre la felicidad nos espera en algún sitio, pero a condición de que no vayamos a buscarla» —François Marie Arouet.

Había nacido en Alencon, un catorce de abril de 1775.

Una ciudad donde los días eran custodiados por la vigilia de los imponentes árboles que se alzaban gloriosos, y el viento helado llenaba con semejante aberración las paredes carnales del cuerpo humano. O al menos, eso me habían contado mis padres cuando a penas tenía seis años de edad, mientras migrábamos a otra ciudad que sería nuestro hogar por catorce y umbríos años.

A Lyon.

No recordaba la charla con franqueza, pero con mi pobre capacidad intelectual suponía que el futuro que nos deparaba —o al menos para mi—, no sería un aliado placentero. Por más que le  rogara a Dios que sea llevadero y sin adversidades, sería  imposible.

Me había recibido como institutriz a los diecisiete años en una de las instituciones más ejemplares y estrictas de la ciudad . Recuerdo que había sido influenciada en mi mocedad por varios filósofos (como Descartes y Locke) y novelistas de la época.    

Desde los diecisiete hasta los veintidós años, trabajé como institutriz por periodos de tiempo bastante efímeros y atesorado un trato funesto con mis empleadores tacaños, y fieles seguidores de la corrupción. Sin embargo, lo que llegó a doblegarme en incontables penurias fue haberme distanciado de mi familia cuando había cumplido los veinte años a Nothe Forth.

Más precisamente, a Weymounth.

Recuerdo el día que renuncié en la mansión Brighton, el señor Bradley había tenido un desacuerdo conmigo que no dejó pasar y me llevé una paliza que me desarmó la memoria.

Era muy tolerante con ciertos temas, aunque había otros que no llegaba a comprender, como que deje a los niños a mi cargo todo el tiempo. Era su institutriz, claro estaba, no una sirvienta ni mucho menos una esclava, los niños tenían una niñera que hacía sus labores con desidia y lo que colmó a mis pobres nervios fue que su esposa (la señora Bradley) haya creído la semejante barbarie de que su esposo la estaba siendo déspota conmigo. Presenté la renuncia al siguiente día siendo temeraria. Los niños y el personal de la mansión jamás buscaron congraciarse conmigo.

Se notaba que les repugnaba.

A los pocos días de tal evento, volví con mis padres para pasar las vacaciones tanto como las fiestas en familia.

—Te extrañábamos. Jane y tu padre no dejaban de preguntarse cuándo volvería nuestra dulce Aria a Francia.

Escuché atenta a mamá mientras me hablaba con tono vivaz, a veces creía que podía ser más mi hermana que mi madre.

No por la edad, sino por su comportamiento jovial y amable.

Miré a papá, podía distinguir que sus ojos miel brillaban más de lo habitual. Había tenido hace unos años atrás un accidente en su trabajo, dejándolo sin poder mover sus extremidades inferiores y una fuerte dificultad en el habla. Mamá había quedado al mando y yo seguiría su camino, tarde o temprano. 

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