Capitulo 20 | Inspección

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«El odio, como el amor, se alimenta de las cosas más pequeñas, todo lo vale» Honoré de Balzac  

PARTE I

Al día siguiente, lady Joanne se marchó, un carruaje la escoltaría a Londres. Ahí mismo, la esperaría otro para poder partir hacia un lugar lejano.

Desaparecería de Inglaterra  y nunca más la volveríamos cruzar, o al menos, eso llegue a escuchar por parte de los empleados de la mansión.  Me costaba creerlo siendo honesta.

Gracias a mi poca experiencia de vida, sabia que el termino "nunca" hacia alusión a lo contrario, de que había una posibilidad, por más pequeña que fuese, de que podría volver a nuestras vidas. 

Los niños Murray se encontraba felices, pues, ahora tendrían más tiempo para estar con el señor Hoffman, pero al mismo tiempo, yacían molestos con ella por todos los actos que había cometido. Por haber alejado al duque de su lado, a la única figura paterna que ellos poseían. 

En cuanto al susodicho, es decir, Ayrton Hoffman, esa misma noche, horas después de haber desenmascarado a la baronesa Ballenary, se acercó a mis aposentos para pedirme disculpas. No quiso entrar a la recamara, sólo se limitó a permanecer en el umbral de la puerta. Lucia cansado y en su mirada se encontraban restos de pesadumbre. 

Mi corazón, al verlo tan extenuado, olvidó el rencor acumulado y se encogió de repente, tanto que hasta empezó a compadecerse sin más.

No espero que acepte mis disculpas, señorita Baudelaire. Sin embargo, quisiera que se quede en la mansión hasta que llegue la primavera. Luego de eso y si así lo desea, puede renunciar, no cometeré ningún acto que lo impida.

Antes de que pudiera responderle, se marchó sin decir más, y cuando reaccioné, vislumbré que este mismo se había perdido en la oscuridad de un pasillo solitario y mortífero. Me costó conciliar el sueño luego del encuentro con Ayrton, los pensamientos inundaron mi psique y me mantuvieron despierta hasta las altas horas de la madruga, y cuando quise hacer uso de razón, unos endebles pero relucientes rayos de alba penetraron por debajo de la persiana de la ventana, anunciando que pronto seria la hora de un nuevo amanecer cubriera por completo a Gardenfield.

No había mucho más que decir al respecto, los días transcurrieron por demás de apacibles, yo seguí con mis tareas, enseñando a los niños y apenas veía al señor Hoffman deambulando por la mansión, como solía hacerlo anteriormente. El único momento del día en el cual nos encontrábamos era en la merienda, y en muy pocas ocasiones en el momento de la cena. Mentiría si dijera que no lo extrañaba, quería estar cerca de él, pero sabia que mantener distancia era la mejor opción para no salir más perjudicada de lo que ya estaba. 

Dentro de poco volvería a mi hogar en Francia. Al menos, así lo había decidido aquella noche, ya que mis sentimientos hacia Ayrton estaban interfiriendo en mi labor en la enseñanza de los infantes. 

—Se acerca un carruaje, mi señor. —La voz de Edward hizo que saliera de mis cavilaciones para dirigir mi mirada hacia el gran ventanal que tenia el comedor del recinto—. No es un simple carruaje, lleva la bandera de la familia real.

—Mierda, no es bueno —exclamó por lo bajo el señor Hoffman. Este se levantó de la silla con brusquedad y se acercó al ventanal para corroborar lo que Edward le había dicho. Los niños Murray, curiosos y un tanto torpes, fueron detrás de su benefactor.

 —Qué carruaje tan grande —exclamó Erwin, se notaba en su voz lo asombrado que se encontraba. Sus hermanos, en cambio, no dijeron nada al respecto, solo miraron al carruaje y luego al señor Hoffman, esperando que de su boca saliera algún tipo de orden para que vuelvan a sus respectivos asientos. 

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