II

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Al día siguiente de que eso ocurriese, no podía ni mirarle a los ojos, estaba cansado y tenía miedo. Miedo de sí mismo y de la extraña atracción que sentía por él.

— ¿Cómo te ha ido en el instituto?. — Marcos siempre le preguntaba eso al oírle entrar en casa, mientras preparaba la comida, con una sonrisa suave en el rostro. Amaba cocinar.

— Bien. — La escueta respuesta de Marvin le hizo saltar, sabía que su sobrino era del tipo introvertido, obsesionado con los libros y las estrellas. Eso le gustaba. A veces simplemente se le quedaba mirando mientras hablaba, embelesado, sus palabras eran como un bálsamo suave y cariñoso, que le llenaba con un cálido cosquilleo el estómago. Por eso, cuando su voz sonó como un cristal roto, se preocupó de inmediato.

— ¿Te encuentras mal?. — Fue lo primero que preguntó al girarse, y se encontró con un pálido Marvin, lleno de ojeras, y que desviaba los ojos cada vez que se encontraban con los suyos.

En menos de quince minutos, el chico estaba en cama, tomando una sopa caliente ante la atenta mirada de su tío, que no perdía detalle de su sobrino. El termómetro empezó a sonar, anunciando que ya había tomado la temperatura exacta.

— No tienes fiebre. — Habló el mayor. — Pero quédate hoy en cama, llamaré al instituto para avisar de que quizá no vas a ir mañana.

Y, antes de que él pudiese objetar nada, Marcos ya se había ido en busca de su teléfono.

Volvió al rato, y apartó la bandeja vacía de su sobrino para colocarla en la mesilla de noche, se sentó en la cama, y, con suavidad, le pasó la mano por la frente, apartando su pelo castaño y sudado de esta,  todo esto siendo una mundana escusa para rozarle.
El chico tembló ante el tacto cuando una explosión ardiente se desencadenó en su estómago; y, sin darse cuenta, se deseó besando los labios del hombre. Tragó saliva, y apartó un poco el cuerpo, evitando sus ojos, evitando sus manos, evitándole a él.

Todo desde ahí, fue de mal en peor.

Marvin evitaba a Marcos, y Marcos trataba de acercarse a Marvin, un círculo vicioso que no llevaba a ningún sitio. Un bucle en el que ambos perdían y se necesitaban, se deseaban con fiereza, sostenerse en un abrazo infinito acunado por las estrellas, sus estrellas, sus constelaciones que ardían en un fuego negro, el fuego que iba consumiendo poco a poco sus almas.

Marvin y Marcos eran como estrellas, separadas por un trozo inmenso de universo. Marcos había sido el primero en percatarse de ello, había decidido cortar esas emociones de raíz, eran horribles. Insanas. Enfermas. Él era un enfermo a sus propios ojos, se odiaba.

Y, cada vez que se encerraba en su cuarto, con la figura de Marvin revoloteando en sus pensamientos se sentía aún más culpable.

— Es el hijo de mi hermano. — Se repetía. Apretando su cabello negro, casi arrancándolo.

Y, pese a todos sus intentos. No conseguía librarse de esos sentimientos, trató de mantener su cordura. No podía simplemente dejar de hablar con su sobrino. Aunque, extrañamente, fue Marvin quien cortó la relación con él.

De un día para otro dejó de contarle historias en las comidas, de mirarle a los ojos. Y supo que el otro se había sentido así cuando terminó de pasar con él sus noches. Pero igual le siguió buscando, desesperado. Como un niño que lleva ignorando su globo por horas, hasta que sale volando, y, de repente, se acuerda de que quería tenerlo. Ambos se sentían como ese niño, y también como ese globo.

Los dos eran como niños, jugando a ver quién perdería el juego antes, y, como era de esperarse, los dos perdieron al mismo tiempo.

Estrellas En Llamas. Donde viven las historias. Descúbrelo ahora