Capítulo 3

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Despuntando el alba, Micaela abrió los ojos y encontró sola, los despiadados hermanos se habían marchado, no perdió tiempo tapó su vergüenza con lo poco que quedó de su ropa, limpió la sangre y fluidos que había entre sus muslos, los infelices abusaron de ella sin ninguna piedad. Levantarse fue una toda una odisea, su cuerpo se encontraba magullado, dar un paso le era sumamente doloroso, lentamente caminó hacia el vehículo, busco en su maleta y sacó una muda de ropa y se cambió, cubrió muy bien los hematomas. Luego se dirigió hasta el cuerpo de Gustavo y se sentó a su lado y lo tomó entre sus brazos y fue en ese momento que lloró amargamente. El dolor era profundo e intenso, jamás volvería a escuchar su voz, ni su risa, no sentiría de nuevo su abrazo, todos los sueños que tenía se esfumaron en un solo instante. Apretó aún más a su amado mientras se mecía y recordaba todo lo que habían vivido juntos.
Así encontraron a la joven unos trabajadores que iba arreando un ganado. De inmediato fueron por ayuda.
Los padres de Micaela tuvieron que venir a buscarla porque se negaba a soltar el cadáver de Gustavo.  Los gritos ensordecedores de la muchacha estremecieron al que la escuchó y alguno los compararon con los alaridos de la sayona*.
La gente del pueblo estaba conmocionada, nunca había ocurrido un crimen tan atroz, allí los lugareños se morían de viejo no con un tiro entre ceja y cejas. Todos quería saber quién hizo algo así y clamaban por justicia, un miedo los invadió porque un asesino andaba suelto y cualquiera pudiera ser el siguiente.
Don Edmundo se encontraba devastado, su único hijo había sido asesinado y la única testigo estaba casi al borde de la locura. A Micaela Tuvieron que sedarla para que se tranquilizara. No paraba de llorar.
Del lado de la joven no se separaban su angustiada madre y su nana, cuando despertó ya se encontraba un poco más tranquila; Yeudiel y Edmundo fueron a hablar con ella necesitaban saber quién había matado a Gustavo.
—Dinos que fue lo que ocurrió —le dijo Montenegro con un hilillo de voz, se hacía el fuerte pero el dolor que sentía en su pecho no tenía nombre, su hijo era su orgullo, su primogénito, tenía todas las esperanzas puestas en él, era el que pondría su apellido aún más en alto y así lo hubiera hecho si no le hubieran arrebatado la vida
La joven se hallaba sentada en su cama con la mirada fija en la pared.
Su padre la tomó de la mano y le habló con mucha ternura en su lengua.
—Mi amor sé que esto no es fácil para ti, pero necesitamos saber lo que pasó, el que realizó esta infamia debe pagar, el crimen de Gustavo no puede quedar impune.
La joven miro a su padre, vio cansancio y una tristeza profunda y eso la hizo reaccionar.
Pensó en su situación; los Araujo eran poderosos, nadie era capaz de hacerle frente, tenían comprada a la justicia del pueblo y de otros cuantos pueblos más y se decía que en San Juan de los Morros, la capital del estado llanero, contaban con amigos muy influyentes que venía con frecuencia a su hacienda para vacacionar con sus barraganas*. Por otra parte, ya Edmundo Montenegro con el pasar de los años y con el cambio de gobierno dejó de ostentar un sitio privilegiado en Caracas. Luego estaban ellos los Mattordi unos inmigrantes judíos que, aunque poseían tierras dinero y ganado, jamás se podía equiparar al de esos desgraciados y sin contar que ella era mujer, toda la culpa recaería sobre su humanidad, porque muchos pensaban que entre Antonio y ella había algo, en definitiva, no recibiría justicia por el ultraje que cometieron en su contra y por último no quería causarles una pena más profunda a sus amados padres.

—No sé quiénes fueron, estaba oscuro, no eran del pueblo. Querían robarnos Gustavo le hizo frente y lo golpearon y luego... luego.
Recordar le hacía daño, pero su suegro también estaba ciego de dolor y rabia.
—Cuéntame con detalles Micaela, quiero culpables, la sangre de mi hijo clama justicia y la tierra no se quedará en paz hasta que esos malnacidos paguen.
—Ya le dije, el carro se accidentó, esperamos a ver si alguien pasaba, se hizo de noche y no había ni luna llena, así que solo alumbraba las luciérnagas, escuchamos caballos acercándose, ellos se percataron de nuestra presencia, intentaron robarnos las pertenencias y ya usted sabe lo que sucedió… por favor no me haga recordar más aquello se lo suplicó.
Yeudiel abrazó a su hija y le dijo a su amigo:
—Ya está bien Edmundo, averigüemos por otro lado, ve la condición en la que está mi hija o esperemos hasta después del entierro.
El hombre cerró los ojos para contener la impotencia.
—Está bien esperaré.
Unas horas más tarde se realizó el velorio, el pueblo de San José de Tiznado estaba desolado, el luto se sentía en las calles, la alegría y la algarabía se habían esfumado.
Las exequias la hicieron en la casa municipal; un hijo ilustre no merecía menos.  Todos los habitantes se abocaron al lugar, querían ver por última vez al carismático Montenegro. Después de pasar por la urna se acercaban al destrozado padre y a la inconsolable viuda.
Micaela vestía toda de negro, su cabello lo llevaba recogido, sus ojos estaban rojos e hinchado, nunca en su vida había llorado tanto como en ese día, le habían arrebatado al amor de su vida, a su alma gemela, le arrebataron a su otra mitad.
Ella no se percataba de nada ni de nadie, muchos pasaban y le daban el pésame, pero no prestaba atención a lo que sucedía a su alrededor hasta que escuchó una voz.
—Mi más sinceras condolencia don Edmundo, lamento mucho su perdida —ella giró la vista y vio a Antonio Araujo abrazando a su suegro.
Micaela se le quedó mirando y un odio visceral se apoderó de ella, otra en su lugar se le habría lanzado encima a golpearlo, a descargar una pistola en su humanidad, otra hubiera gritado a los cuatro vientos que los monstruos de los Araujo eran los culpables de que su esposo estuviera en ese ataúd, pero ella no haría eso.
Se limpió las lágrimas esas eran la últimas que brotarían de sus ojos, se levantó de su asiento y caminó hacia el hombre.
—¿Antonio y a mí no me vas a dar las condolencias? —le preguntó con un sarcasmo que solo fue evidente para el aludido.
Él la escrutó con la mirada.
—Por supuesto, no me iría de aquí sin haberlo hecho — respondió con el mismo tono y altanería al ver que ella no lo había denunciado, pensando que la catira le temía como todos en el pueblo.
Ella acortó la distancia, lo abrazó y deslizó su mano lentamente por la nuca y le dijo a oído:
—La cárcel y la muerte es muy poco para ti, la vida de Gustavo me la vas a pagar con sangre, pero no de la tuya, que no vale nada, me desquitaré con lo que más te duele, no tendrás paz ni sosiego, te haré sufrir tanto que rogarás por tu muerte, pero nadie te ayudará, eso te lo juro como que me llamo Micaela Montenegro.

*La Sayona: es un espectro perteneciente a la literatura oral del folklore venezolano, cuanta la leyenda que sus gritos son escalofriantes.

Entre el Amor y el OdioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora