Capítulo 37

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Micaela después de hablar con la inservible de su cuñada partió hacia la cabaña de Celustriano seguida por su fiel lacayo Eusebio, quien no perdía pie ni pisada de su patrona, que por cierto, no le dirigía la palabra desde el último error cometido y que le valió unos cuantos latigazos de la doña.

—Eres un imbécil ¿Cómo pudiste fallar una oportunidad única de acabar con esa maldita mujer? — Le preguntó furiosa.

—Doña el hijo de Celida falló, fue mi error elegirlo, lo creí capaz de realizar el encargo, pero ya está liquidado, los gusanos deben estar comiéndose su carne.

—¿Y de qué me sirve que ese muerto? No tengo la satisfacción de ver acabada a mi enemiga, más bien lo que has logrado es que mi hijo desconfíe de mí.

— Perdóneme doña, eso no volverá a ocurrir.

—Claro que no va a volver a ocurrir, de eso yo misma me aseguraré y no hace falta que te diga cómo me cobro yo los fallos Eusebio y no pienses que porque eres mi mano derecha te vas a salvas de pagarme el hecho haberme defraudado.

Eusebio comenzó a sudar frío, pero no se lo demostró a la mujer.

—Usted tiene razón doña, me lo merezco, ni yo mismo me perdono no haberle servido en bandeja de plata la cabeza de esa maldita Araujo, haga lo que tenga que hacer. — Se armó de valor, lo que le venía le enfriaba el guarapo a cualquiera.

Micaela tenía un látigo especial para aquellos que usaban revelarse o quienes le fallaban como lo había hecho su fiel servidor.

Ella necesitaba desquitarse, de la rabia, de la ira que la carcomía desde que esa Araujo se cruzó en su camino y que tenía bajo su dominio a su hijo.

Micaela se presentó en la casa de Eusebio con toda la intención de cobrarse; el látigo hecho de tiras de cuero con metal en las puntas que el mismo capataz preparó, lo comenzó a mover mientras caminaba hacia él.

Eusebio se quitó la camisa rota que cargaba, se agarró a la empalizada que bordeaba su casa, cogió un trapo y se lo metió en la boca y esperó a que Micaela ejecutara su castigo.

Aquel instrumento de tortura al primer contacto con su piel laceró su carne, dejando al descubierto parte de su músculo, cada latigazo era un dolor atroz, el metal se enterraba y desgarraba su espalda, él era un hombre fuerte, jamás en su vida había llorado, pero en aquel momento las lágrimas se le salieron del dolor, quería gritarle que parara, pero una muestra de debilidad haría que la doña extendiera más el castigo. Eusebio solamente escuchaba como el cuero impactaba en su piel ensangrentada y el suave susurro de Micaela contando, ya en ese punto, venas y casi el hueso se lograba ver, en el décimo latigazo ella se detuvo y Eusebio cayó desmayado en el suelo donde había ya un pequeño charco de sangre.

Micaela limpió su instrumento de tortura con un pañuelo mientras le decía, con voz fría sin un ápice de remordimiento.

— Espero que hayas aprendido la lección, negro.

Tres días después la espalda no estaba sanada, sus heridas seguían supurando, pero allí seguía fiel a su patrona.

Cabalgaron por más de una hora hasta llegar al pueblo de laguna de piedra, los ancianos que veían pasando a Micaela Montenegro en su caballo, se santiguaba, su presencia por los alrededores nunca traía nada bueno, los hombres más jóvenes la seguían con la mirada codiciándola mientras que entre las mujeres había recelo y hasta miedo de que la doña de Los Sauces se pudiera fijar en unos de los suyos y acabarlo como había acabado a muchos.

Entre el Amor y el OdioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora