3.10 El castillo de Ness (2)

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Lewin no podía creer lo ignorante que fue durante todo el tiempo que estuvo en este mundo. Resulta que no era un rencor personal lo que Abia tenía contra él, sino que seguía órdenes de un grupo de psicópatas.

Lewin entendía su intención de libertad, es decir, ¿quién querría estar atado al destino dictado por seres extraños sólo porque se les consideraba superiores? Sin embargo, entender y apoyar la forma en que Arneb trabajaba eran cosas completamente distintas.

No importaba si se trataba de una persona normal que sentía devoción por lo divino o si era un criminal, ni siquiera si era un creyente en realidad; lo único que para Arneb valía era que su nombre estuviera ligado con las diosas. Era una masacre casi indiscriminada.

Además, si este fuera un mundo moderno, ya habrían denominado una de sus tácticas con la etiqueta de arma biológica.

Porque si una cosa era cierta es que, contrario al misticismo que rodeaba todo el asunto teológico, Arneb estaba formado por hombres y mujeres de ciencia, o al menos una versión muy primitiva de ella.

Como un extranjero que venía de un mundo moderno, Lewin tenía la impresión de que sería Arneb quien al final ganaría esta batalla ideológica, por supuesto,  eso a muy grandes costos. Se decía que no había cambio sin daño, que las más grandes revoluciones tenían detrás un camino de sangre; no cuestionaba si era verdad o no, sólo que, en su opinión, la cantidad irrazonable de víctimas y la mezcla de motivos privados dañaron la dirección original de su objetivo, tornando la lucha en una causa egoísta.

Entonces, según lo que acababa de aprender de Fereo, la "maldición roja", el virus de la viruela, había sido propagado por Arneb estos últimos años para "purgar al mundo" y que una nueva generación de humanos no subordinados a las diosas naciera. Dentro del propio grupo que abogaba por el pensamiento lógico científico, también estaban lo radicales con tendencias ideológicas deformadas por su propia consciencia enfermiza y delirios de grandeza; ellos creían que deberían de plantar la maldición en todos los vivos y que aquellos que sobrevivieran serían los elegidos del mundo para repoblar la tierra.

Ante todas estas conspiraciones entremezcladas en una pequeña ciudad en la orilla del mundo, limitada al norte por nada más un desierto blanco y al sur por un bosque sin fin, Lewin ahora entendía un poco más por qué las diosas decidieron encerrarlos en su propio rincón. No podía imaginar lo que habría pasado si esos miembros radicales de Arneb corrieran por el mundo para realizar su visión.

Por supuesto, todo el tiempo en que Fereo le reveló todas esas y más cosas, estuvieron caminando en dirección al este. Lewin supuso que se dirigían al mismo sitio que Gae, y si el monje quería ir a ese lugar, entonces algo malo podría estar por pasar, así que no se negó a seguirlo.

Ahora que Elís estaba caminando por su cuenta, avanzaron a paso rápido y, para cuando llegó a la parte más importante de la confesión, se encontraron con una pared de niebla.

—Estamos aquí —Fereo reconoció de inmediato el lugar en el que había soñado perderse durante los últimos días. Miró a Lewin, que parecía no tener idea de qué tan significativo resultaba estar aquí parado, así que preguntó—: ¿has escuchado la leyenda de Ness?

Lewin negó con la cabeza. Lo único que les enseñaron a los Ko-a fue que un día la reina, Ness, desapareció y desde entonces el Reino de Hauttlunn decayó hasta la miseria; también sabía que los altos nobles restantes, por lealtad u otras razones, cambiaron el nombre de la nación a Antigua Ciudad de Ness.

Fereo esperaba su respuesta, así que le contó la versión que Lunn les enseñaba a sus monjes:

—La historia corta es que, cuando Ness ascendió al plano divino y tomó su puesto como la tercera diosa, ya había predicho las consecuencias de sus actos y errores como mortal, por lo que decidió ocultar su castillo para que fuera un último refugio en el mundo. En ambos mundos.

Entonces te olvidéDonde viven las historias. Descúbrelo ahora