4: Éxodo

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Las calles vacías estaban llenas de silencio. La oscuridad, que se habíaadueñado del cielo, no lograba hacerse con las avenidas que se extendían a suspies.La tormenta desatada en su interior parecía haber salido al exterior. Las calles vacías estaban llenas de silencio. La oscuridad, que se había adueñado del cielo, no lograba hacerse con las avenidas que se extendían a sus pies.  Las aceras estaban aún húmedas y las luces podían verse reflejadas en los charcos que había dejado la lluvia.

Una chica de cabello rubio caminaba con rapidez tratando de inmiscuirse entre las sombras. Trataba de huir de todo, incluso de sí misma, aunque en el fondo sabía que no había ningún lugar donde esconderse. Vestía una camisa demasiado grande. Ni siquiera se había molestado en metérsela bajo los vaqueros negros. Sus ojos rojos estaban rodeados por dos grandes marcas moradas y sus labios agrietados no paraban de temblar. Bajo aquel manto de miedo y dejadez, un alma rota se escondía con la esperanza de hallar algún refugio, aunque fuera tan solo una parada temporal. No paraba de temblar.

Salió de casa corriendo nada más recobrar el conocimiento. Metió lo justo y necesario en una bolsa lo suficientemente grande como para guardar unas cuantas mudas limpias, el dinero necesario y cerró la puerta. Salió a toda prisa del portal. Ni siquiera se atrevió a mirar atrás por si aquel hombre de cabello azul no se había marchado demasiado lejos.

Los sucesos que habían tenido lugar aquella velada sirvieron para poner a Estella en alerta. Tenía que huir. No sabía a dónde se dirigía y estaba muerta de miedo. No podía dejar de pensar en la maquiavélica sonrisa del asesino. Toda la ira y el dolor que estaba sintiendo mientras Devrob se regocijaba en su tragedia habían salido de ella y lo habían lanzado todo por los aires. Era incapaz de comprender lo que había pasado. Sabía que lo había hecho ella, pero era incapaz de explicarlo. Estaba confusa y asustada. Deseaba con todas sus fuerzas despertarse de aquella pesadilla, pero por desgracia estaba despierta y no sabía cuándo volvería a dormir.

Las luces procedentes de los bares, igual de vacíos que las calles, iluminaban su rostro, aunque en aquel momento, le parecía verlo todo en blanco y negro. Hacía horas que había salido del barrio en el que estaba situado su piso, y no había parado ni para tomarse un descanso. Era de madrugada y hacía frío. Su mente solo podía pensar en huir tan lejos como sus piernas le permitieran. No iba muy abrigada y sentía cómo la brisa la calaba hasta los huesos. Caminaba abrazada a sí misma para mantener el calor cerca de ella. El sol no tardaría mucho en salir. El cielo estaba cada vez más claro.

Llegó a un callejón sumergido en la oscuridad sin apenas darse cuenta. Las escasas voces que podían escucharse en la lejanía se habían desvanecido de golpe. Se quedó con la mirada absorta frente a un enorme cartel de neón. Las luces rosas iluminaban su rostro y Estella tuvo que entrecerrar los ojos para que el letrero no la deslumbrara. En él tan solo se podía leer una palabra escrita en una tipografía cursiva pasada de moda: hotel.

Al lado de la entrada, otro más pequeño indicaba que la primera noche costaba tan solo diez euros y una flecha iluminada apuntaba a la puerta de la entrada. Su fachada rosa y de ladrillo, decorada por ventanas de todas las formas y tamaños contrastaba con todo lo gris y oscuro que tenía a su alrededor.

La puerta de la entrada estaba abierta de par en par, como si la estuviera esperando. La cubría un halo de antigua gloria y extravagancia decadente. La pintura blanca con la que la habían cubierto años atrás parecía estar desgastándose. Estaba al final de unas pequeñas escaleras también blancas, cubiertas por una larga alfombra rosa que llegaba hasta la calle y terminaba a escasos centímetros de sus pies doloridos por la caminata.

Algo se movió en el interior de Estella. Aquel lugar la invitaba a entrar, aunque no sabía por qué. En cualquier otro momento de su vida ni siquiera ser hubiera planteado entrar a un sitio así, pero ya no tenía dónde ir. No le quedaba otra. Nadie la encontraría allí. Al menos, durante unos días.

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