8: Guarida

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Las dos jóvenes abandonaron el hotel por una salida en la que Estella jamás había reparado. Se trataba de una pequeña puerta trasera que se hallaba escondida en una de las recónditas esquinas de la primera planta. A través de ella, las paredes rosadas llenas de sombras, puertas y secretos se desdibujaron hasta tornarse en una avenida poco transitada y totalmente mundana.

Por unos escasos instantes, Estella tuvo la vertiginosa sensación de volver a la realidad. La cotidianidad que las farolas y los edificios grises de ladrillo transmitían la arroparon en un abrazo cómodo, aunque una parte de ella empezaba a asumir que tal vez no volvería a formar parte de aquel mundo.

Caminaron en silencio bajo la luna. Se movían con rapidez por el borde derecho de la acera, escondiéndose en la sombra que proyectaban los edificios a los que se pegaban con decisión, esperando camuflarse entre la oscuridad. Había perdido la noción del tiempo. No sabía cuántas horas había permanecido dormida. No fue hasta salir, cuando la fría noche le hizo despertarse del todo.

—Por cierto, me llamo Dana—se presentó la desconocida nada más abandonar el hotel.

—Yo, Estella—susurró la otra, aún con el temor de estar cometiendo un error.

Ella asintió levemente y no dijo ninguna palabra más hasta que se alejaron lo suficiente del hotel. Temía sacar a Dana de su ensimismamiento con cualquier sonido o pregunta, por lo que prefirió permanecer callada. Tampoco le sobraban las fuerzas para hacerlo. Se movía con cautela, pero con un visible nerviosismo. Miraba hacia atrás cada dos por tres, deseando con todas sus fuerzas que nadie las estuviera siguiendo.

Ya le había advertido que tendrían que caminar durante un par de horas hasta llegar a La Guarida, aunque en ningún momento había especificado a qué tipo de guarida se refería. Estella no paraba de imaginarse un centenar de lugares diferentes en su mente. Algunas posibilidades le seducían, mientras que otras parecían tener escrita la palabra emboscada sobre ellas.

El brazo aún le escocía un poco, aunque el dolor resultaba ya soportable. Dana también le había curado las heridas de la bestia del desierto. Estella agradeció que no le hubiera preguntado por aquellas marcas.

Llevaban poco menos de una hora caminando en silencio, a excepción de un par de momentos en los que Dana se había pronunciado para indicar algo puntual, cuando comenzaron a entablar una conversación en condiciones. Ambas agradecieron que la tensión fuera disminuyendo poco a poco. Había algo en aquella desconocida que le transmitía cierto grado de confianza y seguridad a Estella.

—Y dime, ¿cómo llegaste al hotel?—preguntó Dana.

—Pues... si te soy sincera, ni siquiera yo lo sé—comenzó Estella, sabiendo que, pese a todo, aún no estaba segura de poder confiar en ella—. Apareció por sorpresa ante mí. Literalmente.

Decidió evitar el tema de que Maphalda la esperaba y solo deseaba que la recepcionista no hubiera hecho mención sobre cómo su habitación ya estaba reservada sin saberlo Estella.

Dana tampoco insistió en preguntar demasiado. Se limitaba a asentir como respuesta a la escasa información que la rubia compartía con ella.

—Sigo sin entender cómo se te ocurrió entrar a aquel bar—musitó con una media sonrisa.

—No conocía la zona—el hecho de referirse a aquella calle como la zona le había hecho gracia a Dana—. Tenía hambre y aquél fue el primer lugar que encontré.

A pesar de ser una completa desconocida, había algo en Dana que la reconfortaba. Aquella conversación le había sentado tan bien como un abrazo en mitad de una fría noche de invierno. No sabía cuánto necesitaba aquello hasta que comenzaron a hablar. De esa forma se sentía menos sola.

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