Ojos de cachorro

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Día 23: Ojos de cachorro

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     Nunca en su vida había experimentado algo tan confuso. No oyó con claridad las respuestas de sus acosadores, solo fragmentos y el intenso resonar del piso ante una huida apresurada. Un pitido le ensordecía. Las feromonas de Sherlock estaban causándole todo tipo de estragos, y ya no sabía si temblaba debido a la sensación de peligro que le corroía el pecho o por la excitación involuntaria.

     De a poco, la presión en el aire fue cediendo y alguien le rodeó la espalda con el brazo. Sintió que volvió a respirar.

     ―¿Liam? ¿Puedes moverte? ―le llamó, con tono de alarma―. Hay que salir de aquí antes de que empeore.

     Finalmente reunió fuerzas para mirarlo e intentar ponerse de pie. Tenía el semblante rígido, los labios casi sin color y las pupilas dilatadas. Por supuesto, él también estaba siendo afectado por lo que estaba sucediéndole en mayor medida que los otros.

     William asintió, aferrándose a su chaqueta para impulsarse hacia arriba.

     ―No creí que... justo ahora ―tartamudeó. Sentía la garganta seca―. Esto es desagradable.

     ―Shh, con eso es suficiente. Vamos. Yo hablaré con los guardias.

     Se apoyó en él y empezaron a andar rumbo a la salida, ignorando a cualquiera que les observase. Le temblaban las piernas y la fricción de la ropa comenzaba a resultar insoportable. Recordó los supresores de emergencia que tenía en casa, aunque era ya tarde para lamentarse por aquello.

     Sherlock explicó la situación lo más escuetamente posible, y él solo pudo mantener la cabeza baja con vergüenza. Incluso pidió disculpas por el alboroto, a pesar de no ser su culpa.

     ―De acuerdo, pueden irse ―dijo la mujer junto a las puertas automáticas, probablemente una beta ya que no poseía aroma alguno. Podía sentir el peso de su mirada despectiva, del reproche social implícito―. Que no les vuelva a ocurrir. Para algo existen las píldoras.

     Su irritación crecía más rápido que el pasar de los segundos. Su propia impotencia le enfermaba; era algo que había evitado durante mucho tiempo, y ahora estaba allí, retorciéndose entre los brazos de Sherlock sobre una banca a la espera de un taxi que no sería capaz de detener por sí mismo.

     ―No deberías abandonar tu motocicleta ahí ―murmuró contra su hombro, recordando que la había dejado en el estacionamiento del supermercado―. Deberíamos volver.

     ―Después vendré a buscarla, ¿qué importa eso ahora? No estás en condiciones de subirte en ella ―respondió chasqueando la lengua, impaciente―. Debí haberme dado cuenta de que no estabas sintiéndote bien. Ah, ahí viene uno, aguarda un momento.

     Se desprendió de él con cuidado y se levantó para asomarse al borde de la calle. El automóvil se detuvo, y Sherlock se inclinó sobre la ventanilla para hablarle en voz baja. Después de unos instantes regresó con él para ayudarlo a sentarse en el asiento de atrás.

     ―No te preocupes por tonterías ahora ―le instó tras cerrar la puerta―. Llegaremos enseguida.

     Le abrazó, sosteniéndole cerca de su cuello mientras el taxi se ponía en marcha. Intentaba calmarle por medio de sus feromonas, pero el aroma era tan denso que solo conseguía sumirle aún más en su necesidad de él. Enterró los dedos en su camiseta, y le observó con ojos grandes y acuosos, casi desesperados.

     ―Si me miras así, me lo haces difícil ―suspiró Sherlock con una expresión de dolor―. No tienes idea de lo irresistible que luces ahora.

     ―¿Debería disculparme? Además, nos quedamos sin los ingredientes. ―Quiso reír, pero lo que salió de su boca fue más un jadeo cansado que una carcajada.

     ―Me da lo mismo. ― Besó su entrecejo y acarició su espalda con aparente tranquilidad, aunque su cuerpo estaba casi tan caliente como el suyo―. Tengo entre las manos todo lo que me hace falta.

Deseo sin fraganciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora