AUTOCONTROL (Stony)

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Steve skinny (omega) y Tony (alfa)


Steve Grant Rogers, era la imagen de la perfección y la pureza. Sus padres siempre se sintieron orgullosos de él, era el hijo perfecto. Un ángel caído del cielo, era su milagro pues a pesar de haber nacido prematuro y que sus pulmones no se hubiesen desarrollado correctamente, él había peleado y había sobrevivido. Continuaba haciéndolo hoy día contra su asma, la cual ya no era un problema para él pues había aprendido a controlar su cuerpo.

Era su hijo perfecto. El omega perfecto, su cabello dorado como los rayos del sol, sus ojos azules como el cielo, su piel clara y tersa como ninguna otra. Era el omega perfecto para cualquiera, pero nadie podía tomarlo, su religión se lo impedía. Él le dedicaría su vida a la iglesia, había hecho un juramento con Dios, uno que era inquebrantable y del cual nunca dudaría.

O eso creí. Creía que nunca dudaría, que nunca caería ante el pecado, ante provocaciones y el pecado y deseo carnal. Ni por su instinto, ni nada. Pero, eso era lo que creía, hasta aquel día en que escuchó su voz profunda y ronca, cuando percibí su aroma a granos de café. Estando únicamente separados por la caja de comulgación. En ese momento su cuerpo se estremeció y sus más bajos instintos parecieron salir a flote, pues con escucharlo confesar sus pecados, su cuerpo reaccionó. Aquella tarde fue cuando sintió su cuerpo sucio, tan sucio, pero también sintió como si tocara el cielo. Tocó su miembro como se había negado hacer, cubrió con una de sus manos su boca para callar cualquier gemido o jadeo que saliera de su boca. Se tocó con torpeza, debido a su inexperiencia, pero dejándose guiar sólo por su instinto. Sus ropas blancas y sus manos se ensuciaron cuando el hombre al otro lado terminó de hablar, mordió sus labios con fuerza y se pegó con dureza su mano en su boca, sus ojos y todo se pusieron en blanco cuando eyaculo por primera vez. Su primer orgasmo, aquel cielo que nunca antes había conocido y que se suponía debía ser su infierno. Su cuerpo se estremecía y su respiración era complicada. Cuando sintió que podía hablar con normalidad le dijo lo que le correspondía orar.

Lo escucho irse y aguardó varios minutos para salir de ahí. Se sentía sucio, pero todo su ser se sentía glorioso. No podía creer lo que había hecho. Salió de la caja de confesiones y revisó el interior de la iglesia, sentía miedo de que alguien lo hubiese visto a pesar de que se hubiese encontrado encerrado ahí, no vio al hombre que había confesado, se fue de ahí prácticamente corriendo, sentía que no podía estar en ese lugar santo. En cuanto llegó a su pequeño departamento apoyó su cuerpo contra la puerta. No podía creer lo que había hecho. No podía creerlo, tampoco el hecho de que quería volver a hacerlo. Quería volver a sentir esos espasmos recorrer su cuerpo, el como parecía tocar el cielo.

Pero no podía. Aquello solo había sido un pequeño desliz, un accidente. Había perdido su autocontrol, solo por unos segundos.

Después de dos días volvió a aquel lugar, sintiendo una inmensa vergüenza, pero tal parecía ser que ningún arrepentimiento. Se acercó al altar y se arrodillo ante el altar.

— Perdóname padre. Perdoname por haber pecado, por haber caído ante el deseo de la carne — dijo, pegando con fuerza sus pulgares con su frente.

Sintió como una mano se posaba sobre su hombro y creyó que se trataba de Bucky, su mejor amigo que se encargaba del coro.

— ¿Es eso cierto, hermano Steve? — apretó con fuerza sus manos al percibir el aroma de los granos de café y al escuchar aquella profunda y ronca voz, su cuerpo se estremeció ante los pensamientos que comenzaban a cruzar por su mente.

Pensamientos tan sucios, que dudo alguna vez tener. Empleaba todo gramo de autocontrol que tenía sobre él, sobre su omega, sobre su cuerpo. Su autocontrol del cual siempre había tenido confianza, ahora lucía quebrarse. Abrió sus ojos y miró a un lado, encontrando el rostro castaño de un alfa, cuya barba estaba recortada con precisión.

— Es un placer al fin conocerte hermano Steve. Aunque creo que ya lo había hecho, en ese pequeño e íntimo lugar — volvió a cerrar los ojos, sujetándose del autocontrol que le quedaba —, la caja de confesiones. Fue algo tan dulce el oírte, oler tus feromonas. Eres tan lindo, omega, vamos a pasar un grandiosos tiempo juntos.

Su cuerpo se estremeció al sentir su aliento contra su oído. Su autocontrol debía ser más fuerte que nunca, ahora que tendría que estar en el mismo sitio con ese hombre que hacía de él, lo que nunca creyó ser. Un omega que podía importarle poco el autocontrol.




Tiene continuación en:

Púas en la lengua 

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