Jamás pensé que sería tan complicado enfrentarse a una situación tan trivial.
Me sudaban las manos, se me había secado la boca y me temblaban las piernas, y eso que todavía ni siquiera nos habíamos cruzado.
La ansiedad me obligó a llegar mucho antes a la universidad. Di un par de vueltas en la bicicleta antes de guardarla, luego entré al salón. Tenía muchas cosas en qué pensar antes de dar el siguiente paso.
Comprendí cuán inmaduro era en ese mismo momento. Mis dieciocho años no significaban absolutamente nada si ni siquiera era capaz de acercarme a alguien. Mis habilidades sociales ya de por sí eran prácticamente nulas; no me gustaba mucho interactuar con otras personas porque sentía que se me daba fatal, y durante toda mi vida estuve tratando de huir de situaciones embarazosas porque tampoco sabía lidiar con eso.
En resumen: era un completo fracaso.
Cuando era niño solía ser mucho más amigable. Siempre buscaba jugar con otros chicos, pero pocas veces lo conseguía. Hasta que poco a poco comencé a perder esa seguridad, y cuando murieron mis padres sentí que me había metido dentro de mí mismo. Me sentía seguro allí, en ese pequeño rincón oculto donde nadie podía molestarme. Pero en el fondo sabía que me estaba haciendo daño a mí mismo.
Me pasé la mano por la cara, luego dejé salir un suspiro pesado. Yo mismo me estaba obligando a hacer esto porque para mí era un gran paso. Tenía que aprender a enfrentar mis problemas en vez de huir y ocultarme detrás de mis inseguridades.
Mi madrina solía decir que la mejor forma de combatir los miedos era enfrentándose a ellos, pero vaya que era aterrador hacerlo.
En ese momento, alguien se sentó junto a mí. Levanté la cabeza para saludar, pensando que se trataba de Mariana, pero ahí estaba ese chico. Esta vez no había escogido el pupitre de la otra punta, sino el que estaba junto al mío.
—Buenos días —me dijo, con esa sonrisa amable.
Yo no le contesté. Solo lo miré, desconcertado.
Observé sus movimientos con atención. La forma en la que se quitaba los cascos y los guardaba en la mochila, luego sacaba la libreta y el bolígrafo. Todo lo que hacía parecía ser muy metódico y previamente calculado.
Dejó el bolígrafo sobre el borde del pupitre, luego abrió la libreta y comenzó a releer sus anotaciones, escritas con una caligrafía impecable.
¿Quién era ese tipo?
—Espero que a tu compañera no le moleste que haya tomado su lugar hoy. No veo bien desde la punta.
Yo seguía sin contestarle. No porque no me muriera por decirle algo, sino porque no sabía qué decir.
Quería preguntarle por qué. Por qué estaba hablando conmigo, justo conmigo. Necesitaba hacerlo para sentirme tranquilo por fin.
—¿Tienes las anotaciones de la...?
Lo interrumpí.
—¿Por qué estás hablando conmigo?
La pregunta sonó mucho más agresiva de lo que esperaba.
Él solo me miró, un tanto desconcertado. esbozó una media sonrisa que desapareció rápidamente.
—Lo siento, yo... ¿No quieres que te hable?
—No es eso, es solo que no nos conocemos y de pronto tú...
La frase se perdió en el aire antes de que terminara de decirla.
Estaba usando un tono que no quería usar, porque no sabía de qué otra manera decírselo. Eso era lo que sucedía conmigo. Nunca sabía cómo decir las cosas.
Ni siquiera quise quedarme a esperar su respuesta. Sentía tanta vergüenza que lo único que quería hacer era salir disparado de allí. Y de hecho, estuve dispuesto a hacerlo.
Me levanté bruscamente del pupitre y cuando quise marcharme, el movimiento hizo que mi tobillo se torciera. Caí de bruces al suelo con todo el peso de mi cuerpo sobre mi rodilla. Me costó mucho trabajo levantarme debido al dolor, pero nada se comparaba con la vergüenza que sentí en ese momento.
Realmente quería desaparecer.
Desde luego, no quise contarle nada de lo que había pasado a mi madrina. Me sentía tan humillado y avergonzado que ni siquiera sabía cómo iba a enfrentar el día siguiente. No estaba seguro de poder hacerlo.
Busqué consuelo bajo mis cobijas esa noche. Lloré con rabia e impotencia. Lloré como hacía tiempo no lloraba. Me sentía un estúpido incapaz de hacer cualquier cosa. Me dio tristeza caer en cuenta de que reconocía ese sentimiento porque no era la primera vez que lo experimentaba.
Fue más triste darme cuenta de que, a mis dieciocho años, no tenía amigos. La única persona que estaba conmigo era mi madrina, a ella la consideraba mi única amiga, pero eso era todo.
La soledad es dolorosa cuando llega a tu vida sin que la necesites.
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Amor en talla XL
Teen FictionAntoni no tiene demasiadas expectativas cuando comienza la universidad. Está convencido de que su aspecto y su forma de ser siempre lo hicieron invisible. Pero esta nueva etapa traerá consigo un montón de sorpresas que tienen que ver con amistades e...