Capitulo 2

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CAPÍTULO DOS
Así es como buscas a la Liga de los Niños: no la buscas.
No preguntas por ahí, porque no hay alma viva en Los Ángeles que admitiera jamás que esa
organización existe y que sirve para sacarle las castañas del fuego al presidente Gray. Tener la
Coalición Federal ya era bastante malo para sus negocios. Los que podrían decirte cómo dar con la
Liga cobraban solo por toser un precio demasiado alto para la mayoría de las personas. No existía una
política de puertas abiertas, no había cita previa. Había órdenes de deshacerse incluso de cualquiera
que le echara una mirada de reojo a un agente.
La Liga te encuentra a ti. Ellos te meten dentro, si eres lo bastante valioso. Si luchas. Eso fue lo
primero que aprendí sentada al lado de Cate cuando… o por lo menos fue el primer pensamiento real
que se solidificó en mi mente… cuando el todoterreno en el que íbamos embocó a toda velocidad la
recta final de la autovía, en dirección hacia el corazón de la ciudad.
Su base principal de operaciones, el cuartel general, como todo el mundo lo llama, estaba
enterrado dos pisos por debajo de una fábrica de botellas de plástico que seguía en funcionamiento,
contribuyendo con su propio granito de arena a la congestión de neblina marrón que flotaba por todo
el distrito de almacenes del centro de Los Ángeles. Muchos de los agentes de la Liga y altos
funcionarios «trabajaban» para Embotellados P & C, Inc., en el papel.
Mantuve las manos apretadas en mi regazo. Al menos en Thurmond podíamos ver el cielo. Había
visto árboles a través de la cerca eléctrica. Ahora ni siquiera tenía eso, no hasta que la Liga decidiera
si se me permitía moverme por encima del nivel del suelo y mirar.
—Es propiedad de Peter Hinderson. Probablemente lo veremos en algún momento. Él ha sido un
firme defensor de los esfuerzos de la Liga desde el principio.
Cate se recogió el pelo en una cola de caballo cuando el coche giró hacia lo que parecía otro más
de los muchos garajes de la zona. Así era la ciudad, descolorida bajo los tonos del atardecer y el
cemento.
—Construyeron el cuartel general con su ayuda. La estructura se encuentra directamente debajo de
la fábrica, por lo que, si los satélites intentaran dar con nosotros, los rastros de calor que puedan
registrar procedentes de nuestro sistema de ventilación son directamente atribuibles a la actividad de
la fábrica.
Ella sonaba increíblemente orgullosa de aquello, y a mí, sinceramente, no podría importarme
menos. El horrible viaje en avión desde Maryland había competido con el mareo que me produjo
recorrer el aeropuerto y con el hedor implacable a gasolina que emergía de la ciudad, cosa que me
produciría el mayor y más cegador dolor de cabeza de mi vida. Cada poro de mi piel sufría y echaba
de menos el aire dulce y limpio de Virginia.
Los demás agentes saltaron de su coche, y el parloteo y las risas cesaron de inmediato cuando nos
descubrieron. Me habían estado mirando fijamente durante todo el vuelo. Al parecer, no habían
necesitado ningún otro tipo de entretenimiento, más que tratar de averiguar por qué yo era lo
suficientemente importante para Cate como para que esta hubiera ordenado una operación de búsqueda para dar conmigo. Las palabras que les invadían la mente flotaban hacia mí como pequeños
veleros de juguete en un estanque: «espía», «fugitiva», «Roja». Todas equivocadas.
Nos quedamos atrás mientras los otros agentes avanzaban hacia el ascensor plateado en el otro
extremo del aparcamiento, sus pasos resonando en el cemento pintado. Cate fingió que invertía mucho
tiempo en sacar nuestras cosas del maletero, haciendo cada movimiento dolorosamente lento,
perfectamente coreografiado, para darles una ventaja sobre nosotras. Estreché el abrigo de cuero de
Liam contra mi pecho hasta que fue nuestro turno.
Cate pulsó algún tipo de tarjeta de identificación contra el panel negro de acceso al lado de las
puertas del ascensor. Eso lo mandó de nuevo hacia nuestra planta. Di un paso adelante, y me metí
dentro manteniendo la mirada en el techo hasta que las puertas se abrieron de nuevo y nos
encontramos con una pared de aire denso y húmedo.
Antiguamente debió de ser un desagüe. Bueno, no. A juzgar por las ratas, y el olor acre, y la
ventilación débil, casi sin duda había sido un colector de aguas pluviales o una cloaca. Nuestro
movimiento accionó una especie de detector de movimiento, porque al salir del ascensor dos hileras
tristes de diminutas bombillas que colgaban a lo largo de las dos paredes se encendieron, iluminando
ráfagas brillantes de grafitis y charcos de agua en el suelo de cemento que goteaba con fuerza del
techo.
Me quedé mirando a Cate, esperando el remate del chiste de lo que evidentemente era una broma
pesada. Pero ella simplemente se encogió de hombros.
—Sé que no es un lugar… hermoso, pero aprenderás a… Bueno, en realidad a nadie le gusta este
sitio. Ya te acostumbrarás después de entrar y salir de aquí unas cuantas veces.
«Genial». Qué cosa tan fascinante, para esperarla con impaciencia.
Recorrer una sección respirando aquel aire húmedo y mohoso del Tubo era suficiente para revolver
el estómago de una persona, y al traspasar las cuatro secciones se llegaba a los límites de la resistencia
humana. Los pasillos eran lo suficientemente altos como para que la mayoría de nosotros pudiéramos
caminar erguidos, aunque algunos agentes más altos —Rob incluido— tenían que agacharse para
pasar por debajo de cada una de las vigas metálicas que sostenían los techos. Las paredes se curvaban
a nuestro alrededor como líneas de expresión alrededor de la boca, sumiéndonos en la penumbra. El
Tubo no tenía ningún lujo, pero era lo suficientemente amplio para que dos de nosotros pudiéramos
caminar uno al lado del otro. Había espacio para respirar.
Cate levantó la mirada y saludó a una de las cámaras negras al pasar por debajo, en dirección a las
puertas plateadas del otro extremo del Tubo.
No sé qué había en aquella visión que me hizo volver atrás. La finalidad de la misma, tal vez. La
plena realización de lo mucho que tendría que trabajar, lo cuidadosa y paciente que tendría que ser
para darle a Liam tiempo para llegar a un lugar donde no pudieran tocarle, hasta que yo pudiera
largarme de aquí.
El panel de acceso sonó tres veces antes de emitir un destello verde. Cate devolvió la tarjeta
identificación a su cinturón, el sonido de su suspiro de alivio se perdió bajo el silbido del aire tratado
que salió ondeando por las puertas.
Me aparté antes de que pudiera tomarme del brazo, obsequiosa ante su sonrisa amable.
—Bienvenida al cuartel general, Ruby. Antes de que hagas el tour completo, me gustaría que
conozcas a algunas personas.
—Está bien —murmuré.
Fijé la mirada en la pared del largo pasillo, donde había clavados cientos de papeles amarillentos.
No había nada más que ver, las baldosas eran de un negro brillante, y no había más luz que la que salía
de los largos tubos fluorescentes que colgaban por encima de nuestras cabezas.
—Son notas de comunicación de los agentes —dijo Cate mientras caminábamos.
El reclutamiento obligatorio impuesto por Gray siguiendo la estela de la crisis significaba que
todo el mundo de menos de cuarenta sería llamado en algún momento para servir al país, ya fuera
como fuerzas de paz con la Guardia Nacional, con las patrullas fronterizas, o para encargarse del
cuidado de niños con poderes en campamentos como las FEP (las Fuerzas Especiales Psi). La primera
oleada de reclutas involuntarios estaba formada sobre todo por veinteañeros, demasiado viejos para
haber sido afectados por la ENIAA (la enfermedad neurodegenerativa idiopática aguda en
adolescentes) y demasiado jóvenes para haber perdido a sus hijos.
—Muchos de los agentes que tenemos aquí son exmilitares, como Rob —dijo mientras
caminábamos—. Y muchos de nosotros somos civiles que nos unimos porque creíamos de verdad en
la misión de Alban, o porque tratamos de conseguir un poco más de información sobre lo que les
estaba pasando a nuestros hijos o hermanos. Hay más de trescientos agentes activos, con un centenar
de operaciones monitorizadas en el cuartel general, de adiestramiento, o trabajando en nuestra
tecnología.
—Y ¿cuántos niños?
—Veintiséis, Martin y tú incluidos. Seis equipos de cuatro, cada uno asignado a un agente, a un
Cuidador, como nos llama Alban. Entrenarás con el resto de mi equipo, y, con el tiempo, te enviarán a
realizar operaciones tácticas.
—¿Y la Liga los sacó a todos de los campamentos? —le pregunté.
Tuvo que usar de nuevo su identificación en la siguiente puerta.
—Tal vez a cuatro, como máximo, en los cinco años de existencia de la Liga. Ya verás, estos niños
vienen de todas partes del país. A algunos, como Vida y Jude, los verás enseguida, los trajeron cuando
empezaron las Recolecciones. Algunos tuvieron la suerte de que los vieran durante el transporte hacia
los campamentos o cuando las FEP vinieron a recogerlos. También tenemos algunos bichos raros,
como Nico, otro miembro de mi equipo. Él… tiene una historia interesante.
No podría decir si se suponía que eso era el cebo.
—¿Interesante?
—Recuerdas lo que te dije sobre Leda Corporation, ¿verdad? Acerca de cómo el Gobierno les dio
la beca de investigación para estudiar el origen del ENIAA. Nico era… —Se aclaró la garganta dos
veces—. Él era uno de sus sujetos. Vino hace un par de semanas, así que los dos podréis aprender
juntos. Solo te aviso de que todavía está un poco delicado.
De inmediato, pude ver que el pasillo no había sido un indicador preciso de lo que era el resto de la
estructura del edificio. Era como si hubieran terminado la entrada y o bien se quedaron sin fondos o
habían decidido que no tenía sentido seguir adelante. El aspecto general del lugar era lo que se espera
al caminar a través de una obra de construcción a medio terminar. Las paredes estaban desnudas, se
veían los bloques de cemento gris, unidos mediante soportes metálicos. El suelo era cemento pintado.
Todo era de cemento, por todas partes, todo el tiempo. Tal como me recibía aquel lugar, bien podría estar de vuelta en Thurmond.
Los techos por encima de nuestras cabezas estaban llenos de tubos y de cables eléctricos envueltos
en papel brillante. Y, aunque el cuartel no era tan oscuro como el Tubo, no tenía ningún tipo de luz
natural, y las luces fluorescentes que parpadeaban lo sumían todo en un anémico resplandor
enfermizo.
Lo más interesante del cuartel era su forma, la puerta de entrada se abría directamente a una gran
sala central circular encerrada entre paredes curvadas de cristal. El pasillo discurría en forma de anillo
alrededor de esa sala, aunque podía ver al menos cuatro pasillos diferentes que se bifurcaban hacia
fuera en línea recta.
—¿Qué es él?
Yo seguía mirando hacia la derecha mientras caminábamos, a las figuras que pululaban de un lado
a otro por la gran sala. Dentro había un puñado de televisores montados en la pared, por debajo de
ellos había lo que parecían mesas de cafetería redondas y una buena variedad de agentes de la Liga
jugando a las cartas, comiendo o leyendo.
El pasillo curvado no era estrecho, pero tampoco era enorme. Cada vez que más de una persona
trataba de pasar a nuestro lado en dirección opuesta, uno de nosotros tenía que apartarse para dejarle
espacio a la otra persona.
Las dos primeras agentes que nos encontramos, mujeres jóvenes vestidas con uniforme militar,
confirmaron otra sospecha: mi historia me había derrotado aquí. Todo eran sonrisas amistosas cuando
sus ojos se encontraron con Cate, pero, cuando se volvieron hacia mí, las mujeres se apresuraron a
rodearnos y continuaron a buen ritmo.
—¿Qué es él? —repetí. Al ver la nube de confusión en los ojos de color azul claro de Cate, le
aclaré—: ¿De qué color?
—Oh. Nico es un Verde, es increíble con la tecnología. Parece que lo procese todo como un
programa. Vida es una Azul. Jude es un Amarillo. Es el único equipo que tiene mezcla de poderes. Los
otros son estrictamente de un solo color cada uno, y sirven para diferentes funciones de apoyo en
operaciones.
Las luces del techo convertían su pelo rubio en blanco nacarado.
—Ahora tú eres la única Naranja de aquí.
Genial. Éramos la maldita Conexión Arcoíris. Todo lo que necesitábamos era un Rojo para
completar la baraja.
—¿Así que te cuelgan todas las sobras cuando los otros equipos ya están llenos?
Cate sonrió.
—No. Elijo los miembros de mi equipo cuidadosamente.
Por fin salimos del anillo exterior, agachándonos por uno de los pasillos rectos. Ella no dijo nada,
ni siquiera a los grupos de agentes que se apartaban a nuestro paso. Sus ojos nos siguieron todo el
camino hasta una puerta marcada con el nombre de Cate, y cada vez más sentía como si me clavaran
uñas puntiagudas en la columna vertebral.
—¿Lista? —preguntó. Como si tuviera elección.
Hay algo muy íntimo en el hecho de ver el dormitorio de alguien, y en ese momento —incluso
ahora— me sentí incómoda al ver las pequeñas chucherías que tenía de allí de contrabando. La
habitación era pequeña pero habitable, compacta pero, sorprendentemente, no claustrofóbica. En un rincón estaba el catre, y detrás Cate había clavado una sucia colcha de retales. El estampado de
margaritas rojas y amarillas brillantes disimulaba hasta la peor de las manchas de la tela. Había un
ordenador en la mesa plegable que servía de escritorio, un bolso, una lámpara y dos libros.
Y por todas partes había imágenes.
Siluetas de personas pintadas con los dedos. Retratos a lápiz de rostros que no reconocía. Paisajes
al carboncillo que parecían tan inhóspitos como la vida bajo tierra. Fotografías de rostros cálidos y
montañas nevadas estaban colgadas en filas ordenadas, demasiado lejos para que pudiera ver sus
hermosos detalles brillantes. Por no hablar de los tres cuerpos en el camino.
Un chico delgado como un palo se paseaba como podía por el escaso metro de espacio que había
entre la mesa y la cama, pero se detuvo de golpe en cuanto entramos, balanceando su cabeza llena de
rizos de color marrón rojizo hacia nosotros. Su rostro sonreía mientras se arrojó hacia Cate y le rodeó
los hombros con sus brazos delgados como lápices.
—¡Estoy tan contento de que estés de vuelta! —dijo aliviado, con la voz quebrada.
—Yo también —dijo—. Jude, esta es Ruby.
Jude era todo piel y huesos, y parecía que había crecido algo así como cinco centímetros en cinco
días. No era un chico feo, ni mucho menos, sino que era simplemente evidente que aún no había
terminado de crecer. Ya habría tiempo de que su rostro estuviera en proporción con su nariz larga y
recta, pero aquellos grandes ojos marrones eran como algo salido de unos dibujos animados.
Por su mirada, tendría unos trece años, tal vez catorce, pero se movía como si todavía estuviera
desconcertado porque no sabía cómo debía controlar sus largas extremidades, como si acabara de dar
su primer estirón.
—Encantado de conocerte —dijo—. ¿Acabas de volver? ¿Has estado en Virginia todo este tiempo?
Cate dijo que os separaron y que estaba muy preocupada por algo que…
El chico no terminaba una palabra antes de comenzar la siguiente. Parpadeé, tratando de zafarme
de su abrazo.
—Judith, parece que tu novia ya tiene bastante de tus achuchones —dijo alguien en voz baja en
algún lugar más allá de su hombro—. Afloja.
Jude me soltó de inmediato con una risita nerviosa.
—Lo siento, lo siento. Pero es un placer conocerte. Cate nos ha hablado mucho de ti… ¿Estuviste
en el mismo campo que Martin?
Detecté una punzada extraña en su voz al pronunciar el nombre del otro Naranja. Su tono subió y
chasqueó la lengua al pronunciar la palabra.
Asentí con la cabeza; entonces él sabía lo que era yo. Y aun así me había tocado. Qué chico tan
valiente, y estúpido.
—Esa de la cama de ahí es Vida —dijo Cate, empujándome hacia la otra chica.
Debí de dar un paso hacia atrás; la fuerza de su mirada me hizo sentir como si me hubieran
empujado hasta el otro rincón. No sé cómo no la había visto allí sentada en la cama, con los brazos y
las piernas cruzados con total y completa indiferencia. Pero, ahora que la veía, sentí que me encogía
un poco.
Era absolutamente encantadora, una mezcla perfecta de etnias, su piel era de un color marrón
brillante que me recordó a una cálida tarde de otoño, los ojos almendrados y el pelo teñido de un azul eléctrico. Era el tipo de rostro que se esperaría ver en una revista: pómulos altos y audaces y labios
carnosos que siempre parecían mostrar una leve sonrisa.
—Hola. Muy amable de tu parte que por fin hayas arrastrado tu culo hasta aquí. —Su voz era
fuerte, intensa, y cada palabra parecía puntuada por un latigazo.
Cuando se levantó para abrazar a Cate, me sentí una enana tan liviana como el aire.
En lugar de reclamar su asiento, se quedó de pie, y luego avanzó hacia Cate para que ella se
interpusiera entre nosotras. Yo conocía esa actitud. ¿Cuántas veces había hecho lo mismo frente a Zu
o Chubs o Liam? ¿Cuántas veces lo habían hecho conmigo? De espaldas a la mujer, Vida me estudió
detenidamente.
—Pobrecita. Si haces lo que te diga, todo te irá bien.
«Es así, ¿no?», pensé con un escalofrío ante el tono de su voz.
Cuando se volvió para mirar a Cate, era todo dulzura de nuevo. Su piel oscura tenía un especial
brillo de felicidad.
—El del rincón es Nico —dijo Vida, haciéndose cargo de las presentaciones—. Amigo, ¿puedes
desconectar durante dos segundos?
Nico estaba sentado en el suelo, con la espalda contra el pequeño aparador de Cate. De algún
modo, me pareció pequeño, y de inmediato entendí lo que Cate quiso decir cuando usó la palabra
«delicado». No era su estatura o su constitución, que eran pequeñas, sino las líneas de tensión de su
rostro. Un mechón de pelo negro azabache se había escapado de las garras de su peinado con gomina
cuando dijo:
—Hola. Encantado de conocerte.
Y entonces bajó los ojos hasta el pequeño aparato negro que tenía en las manos, y sus dedos
empezaron a volar sobre las teclas. El dispositivo lanzaba contra su piel bronceada un resplandor
blanco poco natural, destacando incluso sus ojos casi negros.
—Entonces, ¿cuál es tu historia? —preguntó Vida.
Me tensé, crucé los brazos en una imitación de su postura. Y supe, sin ninguna duda, que si esto
iba a funcionar, que si yo iba a vivir con estos niños y verlos a diario y a entrenar con ellos, entonces
tenía que mantener una distancia prudencial. Durante las últimas semanas lo único que había
aprendido era que cuanto más conoces a alguien, más tienes que cuidar de él o de ella. Los límites
entre las dos personas se vuelven borrosos, y, cuando llega la separación, para uno es insoportable
desentenderse de esa vida.
Incluso si hubiera querido explicarles lo de Thurmond, no había manera de traducir en palabras ese
tipo de dolor. No hay manera de hacer que nadie lo comprenda, no cuando solo la idea del Jardín, de la
Fábrica, de la Enfermería era suficiente para que la ira me ahogara. La quemadura en mi pecho se
había mantenido allí durante días, como la lejía de la colada que nos dejaba ampollas en las manos.
Me encogí de hombros.
—¿Qué pasa con Martin? —preguntó Jude, retorciendo los dedos unos contra otros hasta
enrojecerse las manos—. ¿Seremos cinco en el equipo?
Cate no cambió de expresión.
—Martin se trasladó a Kansas. Trabajará allí con los agentes.
Vida se volvió hacia ella de nuevo.
—¿En serio?
—Sí —dijo Cate—. Ruby ocupará su lugar como líder del equipo.
Se había acabado tan rápido. Fueran cuales fueran los falsos cumplidos que Vida había logrado
reunir para Cate, se esfumaron con una sola respiración, fuerte y profunda, y en ese segundo vi el
destello de la traición. La vi tragarse físicamente las palabras y asentir.
—Espera, ¿qué? —dije casi atragantándome.
Yo no quiero esto. Yo no quiero nada de esto.
—¡Genial! ¡Felicidades! —exclamó Jude dándome un puñetazo amistoso en el hombro que me
despertó de mi aturdimiento.
—Sé que haréis que Ruby se sienta bienvenida y le enseñaréis cómo va esto —dijo Cate.
—Sí —dijo Vida entre dientes—. Por supuesto. Todo lo que quiera.
—Cenaremos juntos —informó Jude con una voz brillante. Total y felizmente ignorante de la
forma en que Vida abría y cerraba los puños a los costados—. ¡Es noche de pasta!
—Tengo que presentarme a Alban, pero vosotros cuatro deberíais ir a cenar juntos, así de paso
podréis enseñarle a Ruby dónde están las literas para que pueda instalarse —dijo Cate.
Tan pronto como salió y cerró la puerta sentí que alguien me agarraba por la cola de caballo, me la
enrollaba en el cuello y me empujaba contra la pared. Estrellas negras explotaron en mis ojos.
—¡Vida! —jadeó Jude.
El golpe fue lo suficientemente fuerte como para que incluso Nico levantara la vista.
—Si crees por un maldito segundo que no sé lo que ha pasado, te equivocas —me susurró Vida
entre dientes.
—Sal de mi cara —le espeté.
—Sé que esa historia de que Cate te perdió es una mierda. Sé que echaste a correr —dijo—. Te
haré pedazos antes de que vuelvas a hacerle daño.
—No sabes nada de mí —respondí, alimentándome de su ira de una manera que no esperaba.
—Sé todo lo que necesito —escupió Vida—. Sé qué eres. Todos lo sabemos.
—¡Ya está bien! —gritó Jude, cogiéndome del brazo y tirando de mí hacia atrás—. Vamos a ir a
cenar, Vi. Vengas o no vengas.
—Pues que tengáis una bonita cena de mierda —dijo con su tono de voz más dulce, pero la furia
que irradiaba de Vida cortaba el aire entre nosotros y se cerró alrededor de mi cuello como un puño.
Como una promesa.
No estoy segura de por qué el círculo de mesas vacías a nuestro alrededor me molestó tanto como lo
hizo. Tal vez fue por la misma razón que Jude sintió que tenía que hablar durante toda la comida para
compensar su silencio.
Acabábamos de sentarnos a una de las mesas circulares más pequeñas cuando unos cuantos
agentes y otros chicos se levantaron de la suya. Unos se llevaron sus bandejas y salieron de la sala,
otros se apretujaron en otra de las mesas ya completas que había un poco más allá. Traté de decirme a
mí misma que no era por mi culpa, pero algunos pensamientos viven en tu mente como una
enfermedad crónica. Crees que finalmente los has aplastado, solo para darte cuenta de que se han
transformado en algo nuevo, más oscuro. «Por supuesto que se habían levantado y marchado —me
susurró al oído una voz familiar—. ¿Por qué querrían estar cerca de algo como tú?».
—… es donde comemos y pasamos el rato cuando estamos inactivos. Después de que limpien el
desorden todo lo que puedes hacer es jugar a las cartas, o al ping-pong, o simplemente ver la
televisión —dijo Jude con la boca llena de lechuga—. A veces un agente nos trae alguna película
nueva, pero casi siempre estoy en la planta baja, en el laboratorio de los ordenadores.
Sentía una extraña especie de vértigo en aquella sala de forma circular, y la sensación se
intensificaba por los diez televisores conectados en todo momento y a la altura de los ojos. Cada uno
sintonizado en el único canal de noticias nacionales superviviente (eso solo cambiaría si estuvieras
dispuesto a atracar el bolsillo del presidente, porque allí dentro encontrarías algo de dinero) o
proporcionando una fascinante visión de la estática en silencio. Yo no tenía estómago para los
horrores que los presentadores mostraban a diario. Era un juego mucho más interesante ver a qué mesa
separada se sentaba cada nueva tongada. Los chicos, después de haber recogido sus alimentos de las
mesas del buffet, se reunían con los demás. Los más robustos, que probablemente eran exmilitares, se
sentaban con aquellos que tenían su mismo aspecto, y solo había unas cuantas agentes diseminadas
por allí para darle un poco de variedad al ambiente.
Estaba tan concentrada en contar las mujeres que no me di cuenta de que entraba Cate, hasta que se
detuvo detrás de Jude.
—A Alban le gustaría verte —dijo mientras cogía mi bandeja.
—¿Qué? ¿Por qué?
Jude debió de confundir mi mirada de sublevación por miedo, porque se acercó y me dio unas
palmaditas en el hombro.
—¡Oh, no, no te pongas nerviosa! Es muy majo. Estoy seguro de que… Estoy seguro de que lo
único que quiere es conversar, como es tu primer día aquí. Seguro que es solo eso. Una especie de
saludo.
—Sí —dije entre dientes, haciendo caso omiso de la nota de celos que detecté en su tono de voz.
Al parecer, ser convocado por Alban no era algo habitual—. Por supuesto.
Cate me llevó fuera del atrio, me dejó allí en el pasillo, y metió mi bandeja en una cesta junto a la
puerta. En lugar de ir a la derecha o a la izquierda, me guio hacia una puerta en la pared de enfrente
que no había visto antes, medio arrastrándome por las escaleras que había al otro lado. Pasamos el
segundo nivel, serpenteando hacia abajo y alrededor del tercero. A partir de la segunda planta me sentí
más a gusto. Se estaba más caliente, más seca, sin la humedad que se aferraba a las paredes de los
pisos superiores. Ni siquiera me molestó el olor a plástico caliente, cuando pasamos junto a la gran
sala de ordenadores instalada en el atrio de ese nivel.
—Siento todo esto —dijo Cate—. Sé que debes de estar agotada, pero él tiene muchas ganas de
conocerte.
Junté las manos a la espalda para esconder los temblores. Durante el vuelo Cate había tratado de
pintarme un retrato de Alban que lo mostraba como un hombre noble y amable, muy inteligente, un
patriota americano de buena fe. Cosa que evidentemente no concordaba con todo lo que había oído
hablar de él: que era un terrorista que había coordinado más de doscientos ataques contra el presidente
Gray por todo el país y que había matado a un buen número de civiles en el proceso. Las evidencias
estaban por todas partes: los agentes habían clavado en las paredes docenas de artículos periodísticos
y capturas de pantalla de los informativos de la televisión, como si la muerte y la destrucción fueran
algo que celebrar.
Esto era lo que yo sabía de John Alban por experiencia propia: había formado una organización
llamada la Liga de los Niños, pero solo estaba dispuesto a sacar de los campamentos a los niños que
tuvieran poderes. A los útiles. Y que, si el tipo era rencoroso, existía la posibilidad de que yo fuera
castigada por hacer que el plan resultara lo más difícil posible.
Caminamos hasta el otro lado del círculo. Cate puso su tarjeta de identificación en el panel negro,
a la espera del pitido. Una parte de mí ya sabía que lo que esperaba no era una luz verde intermitente.
Cuando avanzamos por las escaleras de cemento ya no quedaba rastro del calor que habíamos
dejado atrás. La puerta se cerró automáticamente detrás de nosotras, sellando el espacio con un ruido
de succión. Me volví, sorprendida, pero Cate me dio un codazo suave y seguimos adelante.
Había otro pasillo, pero diferente a los que había visto en el primer nivel. Las luces de aquí no eran
tan fuertes y parecían estar sometidas a una especie de parpadeo continuo. Una mirada fue todo lo que
necesité para que el corazón se me subiera a la garganta. Era Thurmond, era un trozo de lo que había
sido para mí. Puertas metálicas oxidadas, paredes de sólidos bloques de hormigón solo interrumpidas
por pequeñas ventanas de observación. Pero esta era una prisión con doce puertas en lugar de docenas
de ellas, con doce personas en lugar de miles. Los olores rancios disimulados con un toque de lejía, las
paredes y los suelos desnudos… La única diferencia era que las FEP nos habrían castigado si
hubiéramos intentado golpear contra las puertas de la forma en que los presos lo hacían aquí y ahora.
Voces apagadas suplicaban que los dejaran salir, y me pregunté, por primera vez, si alguno de los
soldados se sentiría como me había sentido yo, enferma, como si la piel y la carne me apretaran el
cráneo. Y lo supe exactamente cuando pegaron sus rostros a las ventanillas, con los ojos inyectados en
sangre, siguiéndonos hasta el final del pasillo.
Cate presionó su tarjeta de identificación contra el panel negro de la última puerta a la izquierda,
inclinando la cara hacia abajo entre las sombras. La puerta se abrió, ella la empujó hacia dentro y
luego señaló la mesa vacía y un conjunto de sillas. La bombilla que colgaba del techo se balanceaba.
Me separé de ella y clavé los talones en las baldosas.
—¿Qué demonios es esto? —le exigí.
—No pasa nada —contestó ella, con un tono de voz bajo y tranquilizador—. Usamos esta ala para
los activos o los agentes deshonestos que traemos aquí para hacerles preguntas.
—¿Quieres decir para interrogarlos? —le dije.
«No —pensé, la idea floreció como puntos negros en mi campo de visión—. Martin era quien los
interrogaba. Y ahora voy a ser yo quien los interrogue».
—Yo no… —empecé a decir.
«No confío en mí misma. No quiero hacer esto. No quiero nada de esto», pensé.
—Estaré aquí con vosotros todo el tiempo —dijo Cate—. No te pasará nada. Alban solo quiere ver
qué nivel de poderes tienes, y esta es una de las pocas maneras que podemos usar para saberlo.
Casi me reí. Alban quería asegurarse de que había hecho un buen negocio.
Cate cerró la puerta y me llevó hasta una silla frente a la mesa de metal. Oí pasos e hice ademán de
levantarme, pero me indicó que volviera a sentarme.
—Solo serán un par de minutos, Ruby, te lo prometo.
«¿Por qué estás tan sorprendida?», me pregunté. Yo sabía lo que era la Liga, sabía de qué iban.
Cate me dijo una vez que había sido fundada para exponer la verdad acerca de los niños en los campamentos; era divertido, entonces, lo lejos que había llegado el mensaje. Había estado aquí menos
de medio día, y ya me había dado cuenta de que en cinco años todo lo que habían logrado hacer era
convertir a unos cuantos niños en soldados, capturar e interrogar a personas, y derribar algunos
edificios clave.
Por el tamaño y la forma de la ventanilla de la puerta, no pude ver mucho más que el rostro oscuro
de Alban cuando apareció flanqueado por media docena de hombres. Su voz se filtró a través de un
intercomunicador crepitante.
—¿Estamos listos para proceder?
Cate asintió y dio un paso atrás, murmurando:
—Haz lo que se te pida, Ruby.
«Eso es lo que he hecho siempre».
La puerta se abrió y aparecieron tres figuras. Dos agentes masculinos, vestidos muy dignos con sus
uniformes verdes, y una mujer bajita entre ellos, a la que llevaban a rastras y que ataron con bridas de
plástico a la otra silla. Una especie de capucha de arpillera le tapaba la cabeza, y, a juzgar por los
gruñidos y gemidos de protesta, le habían amordazado la boca.
Una punzada de terror me recorrió lentamente la columna vertebral en zigzag hasta la base del
cuello.
—Hola, querida. —La voz de Alban se filtró de nuevo a través de la ventanilla—. Espero que estés
bien esta noche.
John Alban había sido consejero en el gabinete del presidente Gray hasta su que su propia hija,
Alyssa, había muerto de ENIAA. Cate me explicó que no pudo soportar el sentimiento de culpa, y,
cuando trató de comunicar la verdad a los principales periódicos, y no la versión endulzada de los
campamentos, nadie estuvo dispuesto a creerse la historia. No cuando el presidente Gray ejercía un
férreo control sobre ellos. Ese fue el legado de los atentados de Washington, D. C.: no se escuchaba a
los hombres buenos, y los malos se aprovechaban de todas las ventajas.
Su piel oscura y erosionada por el tiempo lo situaban en la edad madura, y las gruesas bolsas
debajo de sus grandes ojos hacían que el rostro pareciera hundido.
—Es un placer tenerte aquí, por supuesto. A mis consejeros y a mí nos encantaría ver el alcance de
tus poderes y cómo pueden beneficiar a nuestra organización. —Asentí, con la lengua haciendo fuerza
contra el paladar—. Creemos que esta mujer ha estado pasando información a los hombres de Gray,
saboteando en su beneficio las operaciones para las que fue enviada. Me gustaría que explorases sus
recuerdos recientes y me dijeras si eso es cierto.
Él pensaba que era así de fácil, ¿verdad? Un vistazo al interior, y ahí tienes las respuestas. Cuadré
los hombros y lo miré a través del cristal. Quería que él supiera que yo era muy consciente del hecho
de que él estaba detrás de la puerta no para protegerse de aquella mujer, sino de mí.
Todo lo que tenía que hacer era ganarme su confianza, obtener un poco de libertad. Y, cuando
llegara el momento, se arrepentiría por haberme obligado a practicar mis poderes sobre nadie, y se
despertaría una mañana y descubriría que me he ido, borrando todo rastro de mí en este agujero en el
suelo. Este sería mi juego. Una vez confirmara que los demás estaban a salvo, me largaría. Rompería
el trato.
—Tendrás que darme una operación específica que buscar —le dije, preguntándome si aún podía oírme—. De lo contrario podríamos estar aquí toda la noche.
—Entiendo. —Su voz crujió al otro lado—. No hace falta decir que lo que oigas y veas en esta sala
es una información privilegiada a la que tus compañeros nunca tendrán acceso. Porque, si algo de este
asunto se comparte, habrá… repercusiones.
Asentí con la cabeza.
—Excelente. Hace poco esta agente se encontró con un contacto para recibir un paquete de
información.
—¿Dónde?
—En las afueras de San Francisco. Y eso es todo lo preciso que puedo ser.
—¿El contacto tiene un nombre?
Hubo una larga pausa. No necesité levantar la vista de la cabeza encapuchada de la mujer para
saber que los consejeros estaban consultando entre sí. Finalmente, su voz se filtró de nuevo.
—Ambrose.
Los dos soldados que habían traído a la mujer salieron de la habitación. Ella oyó la cerradura de la
puerta, pero no fue hasta que me acerqué y le toqué la muñeca cuando reaccionó y trató de librarse de
mí.
—Ambrose —le dije—. San Francisco. Ambrose. San Francisco…
Repetí esas palabras, una y otra vez, mientras me hundía en su mente. La presión que había estado
acumulando de manera constante desde el momento de abordar el avión en Maryland se liberó con un
suave suspiro. Sentí que me adentraba más en ella, y un torrente de pensamientos fluyó en su mente.
Eran deslumbrantes, tenían un fulgor dolorosamente intenso, como si cada recuerdo se hubiera
sumergido en pura luz del sol.
—Ambrose, San Francisco, Inteligencia, Ambrose, San Francisco…
Era un truco me había enseñado Clancy: a menudo la simple repetición de una palabra o una frase
o un nombre específico a alguien era suficiente para dibujarlo directamente en el pensamiento de esa
persona.
La mujer se relajó bajo mis dedos. Ya era mía.
—Ambrose —repetí en voz baja.
Era alrededor del mediodía; yo era el agente y ella era yo, y lanzamos una rápida mirada hacia el
sol directamente sobre nosotros. La escena brilló mientras discurría a través de un parque desierto,
unas zapatillas de tenis negras se deslizaban a través de la maleza. Había una construcción un poco
más adelante, un baño público.
No me sorprendió, entonces, que un arma de fuego apareciera de repente en mi mano derecha.
Cuanto más me adentraba en el recuerdo, más sentidos me despertaban las imágenes: un olor aquí, un
sonido allí, un roce. Había notado el frío metal metido en la cintura de mis pantalones desde el
momento en que entré en el recuerdo.
El hombre que esperaba en la parte trasera del edificio ni siquiera tuvo tiempo de volverse antes de
acabar en el suelo, con un agujero del tamaño de una moneda de un dólar en la parte posterior del
cráneo. Retrocedí, dejando caer la muñeca de la mujer. La última visión que tuve antes de que se
cortara la conexión era una carpeta azul y su contenido esparcido al viento, revoloteando a la deriva
hacia un estanque cercano.
Abrí los ojos, y la luz de la bombilla que colgaba del techo iluminó la parte posterior de mis ojos dolorosamente. Por lo menos no era una migraña; y, aunque el dolor disminuiría poco después, la
desorientación seguía siendo horrible. Tardé dos segundos en recordar dónde estaba, y otros dos para
encontrar mi voz.
—Ella conoció a un hombre en un parque, detrás de los baños públicos. Ella le disparó en la parte
posterior de la cabeza después de acercarse por detrás. Los informes de Inteligencia que llevaba
estaban en una carpeta azul.
—¿Viste lo que le pasó a la carpeta? —preguntó Alban, con un tono de voz teñido de emoción.
—Está en el fondo de la laguna —le dije—. ¿Por qué le disparó? Si él era su contacto…
—Ya es suficiente, Ruby —me interrumpió Cate—. Que pasen, por favor.
La mujer estaba débil, aún medio aturdida por mi influencia sobre ella. No se resistió cuando la
liberaron de sus ataduras, la agarraron y la levantaron de la silla. Pero me pareció oír que lloraba.
—¿Qué va a pasar con ella? —presioné, volviéndome hacia Cate.
—Ya es suficiente —repitió. Me estremecí ante su tono—. ¿Podríamos tener su permiso para
excusarnos? ¿Está satisfecho con sus resultados?
Esta vez Alban nos recibió en la puerta, aunque no dio un paso para acortar el espacio entre
nosotros. Ni siquiera me miró a los ojos.
—Oh, sí —dijo en voz baja—. Estamos más que satisfechos. Esto que puedes hacer es algo
realmente especial, querida, y no tienes ni idea de la diferencia que puede significar para nosotros.
Pero la tenía.
Liam no me había explicado demasiado sobre el tiempo que había pasado en la Liga, solo que
había sido breve y brutal, y tan perjudicial que había aprovechado para escaparse a la primera
oportunidad que se le había presentado. Pero, sin que ninguno de nosotros se diera cuenta, me había
preparado para la nueva realidad de mi vida. Advirtiéndome una, dos, tres veces de que la Liga
controlaría cada movimiento que hiciera, que esperarían de mí que tomara la vida de otra persona,
solo porque eso se adaptaba a sus necesidades y era lo que querían. Me había hablado de su hermano,
Cole, y en lo que se había convertido bajo la persuasión de las manos ejecutoras de la Liga.
Cole. Yo sabía por los chismes que se contaban en la Liga que era un agente encubierto de eficacia
aterradora. Sabía por Liam que había prosperado en el pulso por el poder que te brinda disparar un
arma de fuego.
Pero lo que nadie, ni siquiera Liam, había pensado en decirme era en lo muy… muy parecidos que
eran.

Mentes Poderosas 2: Nunca Olvidan Donde viven las historias. Descúbrelo ahora