CAPÍTULO VEINTISÉIS
Las señales habían sido dolorosamente francas al llamarle a esa parte del país «TIERRA DE NADIE».
Nos sentiríamos más aliviados cuando finalmente saliéramos de la prolongación de Oklahoma hacia
Kansas y entráramos en este último, si realmente pudiéramos distinguir ambos estados. Durante horas
no vimos otra cosa que pastos altos, otrora verdes, aplastados por el hielo y la nieve. Pequeños
pueblos, cuyas vidas y gentes habían sido ahogadas poco a poco. Había bicis y coches oxidados
abandonados a lo largo de la carretera. Cielo abierto, vacío.
Había visto el desierto en el sur de California, pero esto… Esta zona parecía inacabable y
dolorosamente expuesta; hasta el cielo parecía curvarse para encontrarse con la carretera. Nos
detuvimos dos veces, ambas para buscar gasolina en los coches abandonados que se alineaban junto a
la carretera. Había gasolineras en funcionamiento a lo largo de todo el camino, pero a cinco dólares el
litro, y no nos parecía tan apremiante rellenar el depósito de forma legal.
En su mayoría, el tráfico aparecía como una lenta llovizna. La solitaria patrulla de caminos pasó
volando, con una prisa horrible, hacia dondequiera que se dirigiera. Con todo, Chubs condujo las
primeras cinco horas con las manos aferradas al volante. En nuestra siguiente parada para ir al baño,
Vida le robó el asiento del conductor y trabó la puerta, obligándolo a sentarse en el lugar del
acompañante y a Liam a pasar al asiento trasero, junto a mí.
Abandonamos las llanuras y nos dirigimos hacia las montañas bajo un manto de oscuridad. Esa fue
la única advertencia de que estábamos llegando a Colorado. Pasarían horas hasta que llegáramos a
Pueblo, pero al nudo que sentía en el estómago no parecía importarle. Delante, unas líneas de luces les
daban formas a ciudades distantes que solo se hicieron más grandes y brillantes cuando descendimos
hasta el valle. Yo estaba demasiado ansiosa como para dormir, como hacían Jude y Vida. Aferraba el
intercomunicador y la memoria flash, en el bolsillo de mi abrigo, e intentaba concentrar mis
pensamientos en lo que había delante, visualizando las diferentes posibilidades que nos esperaban y
cómo actuaríamos en cada caso.
Vida y yo echaríamos un vistazo al lugar; si era una persona, Jarvin u otro de los otros agentes,
podríamos atraparlo sin problemas. Ella lo atacaría a su modo y yo lo agobiaría al mío. Si había un
grupo de agentes armados esperándonos, escaparíamos sin ser detectados. Eso debería funcionar. «Eso
funcionará», me dije a mí misma. La única pregunta importante era qué haríamos si ya no era seguro
llevar la memoria de regreso al Cuartel General o si Cole, o Cate, ya no estaban ahí. O habían muerto.
Los ojos de Liam estaban cerrados y ahora respiraba con mayor facilidad que en los días
anteriores. De cuando en cuando, los faros de un camión solitario alumbraban la ventanilla en la cual
estaba apoyado, iluminando su cabello dorado. Y, en esos preciosos segundos, no podía ver los cortes
ni las contusiones de su cara. Ni siquiera las ojeras que tenía bajo los ojos.
La canción de los Beatles que fluía desde la radio dio paso a un rasgueo suave de Fleetwood Mac,
que fue reemplazado por los alegres fraseos iniciales de «Wouldn’t It Be Nice», de los Beach Boys.
No sé si antes de aquel momento había comprendido realmente que aquello era el fin. Que en
cuestión de kilómetros, horas, abandonaría el coche y cerraría la puerta detrás de mí por última vez.
Ya había sido muy difícil dejarlo antes, y ahora… esto. Tal vez ese era mi auténtico castigo por las
cosas que había hecho: quedar atrapada en un mundo en el que debía abandonarlos una, y otra, y otra
vez hasta que en mi corazón ya no quedara nada que romper.
En ese momento no me incomodaba ni me avergonzaba llorar. Era mejor dejarlo salir mientras los
demás dormían y Vida estaba concentrada en el negro camino. Me permití, esta única vez, hundirme
más profundamente en el dolor. Me permití preguntarme por qué esto me sucedía a mí —a todos
nosotros— hasta que estuve segura de que la forma de la memoria USB quedaría grabada en mi mano.
Ahora, por lo menos, con suerte, sabríamos quién… qué… era el responsable de todo aquello.
Tendría algo a lo que culpar, no a mí misma, por el desastre que era mi vida.
Y esa canción que no acababa nunca. Seguía tocando, ese ritmo optimista de voces y cuerdas
punteadas, la promesa de un futuro que jamás sería mío.
Al principio el roce fue tan vacilante que estaba segura de que Liam aún dormía y se movía en
sueños. Su mano se acercó a la mía, que estaba sobre el asiento y sus dedos fueron cubriendo los míos,
uno por vez, cogiéndolos de una forma que era a la vez tierna y tímida. Me mordí los labios y dejé que
su piel tibia y áspera envolviera la mía.
Él tenía los ojos cerrados y así se quedaron, aun cuando pude ver que le costaba tragar. Ahora no
había nada que decir. Él se llevó nuestras manos enlazadas hasta su pecho y ahí permanecieron, a
través de la canción, las montañas, las ciudades. Hasta el fin.
Pueblo —«¡HOGAR DE HÉROES!» o «CIUDAD DE ACERO DEL OESTE», según el cartel al cual creyéramos—
estaba casi abandonada, pero no lo bastante desierta como para tranquilizar mi mente al avanzar a lo
largo de una línea de farolas y concesionarios de automóviles vacíos. El lugar se parecía mucho a lo
que habíamos visto hasta el momento, rodeado de montañas que se elevaban en el paisaje y, por o
demás, llano y árido. Creo que siempre me había imaginado ese estado como una inmensa montaña
cubierta por un espeso manto de coníferas y pendientes para esquiar. Había nieve, sí, coronando las
lejanas Rocosas, pero aquí, a la luz del día, no había árboles que ofrecieran cubierta, ni flores que
ofrecieran algo de belleza. La vida, en un lugar así, parecía algo poco natural.
Vida aparcó el todoterreno junto a la acera opuesta de la dirección que nos había enviado «Cate» y
dejó que el coche se detuviera en un lugar decepcionante.
—¿Estás segura de que esto está bien? —preguntó Chubs, mirando una vez más la tableta.
Tenía razón. Encontrarse en un Dairy Queen abandonado parecía realmente extraño; supongo que
estaba en consonancia con lo que yo había visto del sentido del humor de Cole, pero la incertidumbre
de todo me hacía dudar.
—Aquí no veo a nadie —dijo Chubs por décima vez—. No lo sé…, quizá deberíamos dar una
vuelta más.
—Tranqui, abuelito; me estás provocando una úlcera —dijo Vida, colocando la palanca de cambio
en la posición de aparcar—. Probablemente estén esperando en uno de esos coches.
—Sí —dijo Liam—, pero ¿en cuál?
La mayoría eran turismos más pequeños, de gran diversidad de colores y formas. Lo único que
tenían en común, además de la paliza que el sol le había dado a la pintura, era que cada centímetro de
superficie parecía estar cubierta de polvo. Los techos, las ventanillas, los capós. La única excepción era un todoterreno blanco, cuyas ruedas y mitad inferior estaban cubiertas de suciedad, pero el resto
estaba limpio. No había estado aquí mucho tiempo.
—Dijo que la buscáramos dentro —dije yo, desabrochándome el cinturón de seguridad—.
Comenzaremos por ahí.
—Espera —comenzó a decir Chubs con un matiz de pánico en la voz—. ¿No podríamos… esperar
unos minutos más?
—No podemos dejarla esperando más tiempo —dijo Jude—. Probablemente esté muerta de
preocupación.
Mis ojos se cruzaron con los de Vida en el espejo retrovisor.
—Por qué nos os quedáis aquí y metéis provisiones en una bolsa —sugerí, en tono despreocupado
—. Vida y yo nos informaremos. Veremos qué planes tiene y si es seguro que vosotros viajéis con
nosotras.
—Vale —dijo Jude—, ¡te busco ahí dentro enseguida!
—Tómate tu tiempo —respondí, pasando por encima de sus largas piernas—. Piensa en lo que
necesitaremos.
—Pero Cate probablemente tendrá todo lo que necesitemos —objetó él—. Y, de todos modos,
quiero verla. Parece como si hubieran pasado años desde la última vez.
Vida siguió mi ejemplo y se desabrochó el cinturón de seguridad.
Cerré la puerta detrás de mí, cuidando de no mirar el rostro de Liam al rodear la parte trasera del
coche para encontrarme con Vida. Oí un débil clic cuando ella revisó el tambor del revólver que
llevaba en la mano.
—No entraremos hasta que confirme que no nos dirigimos a un paredón de fusilamiento, capisce?
Entramos y salimos, solo el tiempo suficiente para que practiques tu vudú cerebral y veas si los demás
están bien —dijo ella—. ¿Cuánto tardarán Judith y los demás en ponerse quejicas e impacientes y
venir detrás de nosotras?
—Diez minutos, como mucho. —Quizá doce si Liam distraía a Jude.
Avanzamos por las sombras de la calle, zigzagueando entre los coches. No me había sentido
nerviosa hasta el momento en que me pareció ver un destello de luz y un movimiento en una de las
ventanas del restaurante. Pero Vida me aferraba el brazo y me arrastraba alrededor de los inmensos
contenedores de basura Dampster y sus entrañas, olvidadas y podridas. La puerta trasera de la tienda
estaba abierta, sostenida por una pequeña piedra. Vida solo perdió un segundo en mirarme y luego se
agazapó en la oscura cocina del Dairy Queen. La puerta se cerró a nuestras espaldas y yo le eché la
llave lo más silenciosamente que pude.
El reflejo de Vida apareció fugazmente sobre el refrigerador de metal situado al otro lado de la
habitación, y volví a verla agazapada, desplazándose a lo largo de los freidores plateados y las repisas
vacías. La encontré junto a la puerta que conducía al mostrador y al comedor.
Quité el seguro a la pistola y avancé, agazapada, a lo largo del mostrador y los espacios vacíos en
los que deberían haber estado las neveras con helados. No, a pesar de las luces, del olor dulce que
todavía flotaba en el aire, este no era un restaurante en funcionamiento.
Y la única alma que había en el comedor, además de nosotras, no era la de Cate.
Estaba sentado en la única área de mesas que no se veía desde las grandes ventanas de cristal,
hojeando con pereza una edición en rústica, vieja y raída, de un libro cuyo título rezaba Obras escogidas de Friedrich Nietzsche. Vestía pantalones caqui y un jersey gris sobre una camisa blanca
remangada con esmero. El cabello oscuro era algo más largo de lo que yo recordaba; le caía sobre los
ojos cada vez que se inclinaba para pasar la página. Y, con todo, lo más extraño de esta imagen de
Clancy Gray no era el hecho de que estuviera ahí, en el desierto, en un Dairy Queen, bajo un cartel
despintado que ofrecía alguna clase nueva de gofre; lo más extraño era que estuviera tan relajado que
había colocado los pies sobre uno de los muretes que separaban los reservados.
Él sabía que yo estaba ahí —debía de saberlo—, pero Clancy no se movió cuando aparecí detrás de
él y apoyé el cañón de la pistola en su nuca.
—¿Al menos puedes esperar a que acabe este capítulo? —preguntó con el mismo tono de voz
simpático de siempre.
Sentí que se me revolvía un poco el estómago. También sentí otra cosa: el consabido goteo en mi
nuca.
—Deja la pistola, Ruby —dijo Clancy, cerrando el libro.
Una parte de mí quería echarse a reír. ¿De verdad lo estaba intentando? Dejé que los dedos
invisibles de su mente rozaran los míos por un único y solitario segundo antes de hacer bajar la pared,
afilada como una navaja, entre ellos. Esta vez Clancy sí se movió, se dobló hacia delante, siseando de
dolor al volverse hacia mí.
—Buen intento —dije, manteniendo firmes mi voz y mi mano—. Tienes treinta segundos para
decirme qué diablos estás haciendo aquí y cómo te colaste en nuestro intercomunicador, antes de que
haga lo que debí haber hecho hace meses.
—Es obvio que no sabes negociar —me reprendió—. Yo no gano nada. Si te lo digo muero y si no
te lo digo también. ¿Por qué debería resultar motivador?
Clancy me dirigió la mejor de sus sonrisas de hijo de político, y yo sentí que la ira que hacía tanto
tiempo se cocinaba a fuego lento en mi interior llegaba a su punto de ebullición. Deseaba verlo
asustado antes de acabar con su vida. Deseaba que tuviera tanto miedo y se sintiera tan indefenso
como el resto de nosotros aquella noche.
«Detente —pensé—. Cálmate. No puedes hacerlo otra vez. Contrólate».
—Porque hay otra opción, peor —dije.
—¿Cuál? ¿Entregarme a las FEP?
—No —contesté—. Hacerte olvidar quién eres. Lo que puedes hacer. Arrancar cada recuerdo de tu
cabeza.
La comisura de los labios de Clancy se crispó.
—He echado de menos tus vanas amenazas. Te he echado de menos a ti, la verdad. No es que no
haya estado al tanto de tus actividades. Ha sido algo fascinante de observar estos últimos meses.
—Oh, no me cabe la menor duda —repuse, apretando la pistola con más fuerza.
Clancy se repantigó en la silla.
—Me mantengo informado de todos mis buenos amigos. Olivia, Stewart, Charles, Mike, Hayes.
Tú, especialmente.
—Vaya. Tú sí que sabes cómo halagar a una chica.
—Sin embargo, tienes que contarme por qué os separasteis Stewart y tú. Leí el informe en los
servidores de la Liga. Os ingresaron a ambos, pero no decía nada sobre la razón por la cual dejaron marchar a Stewart.
No dije una palabra. Clancy entrelazó los dedos sobre la mesa mientras una sonrisa se extendía por
su atractivo rostro.
—Mírate, tomando la decisión imposible —dijo él—. Eso es lo que aquella Cuidadora tuya decía
sobre ti en tu expediente, ¿sabes? Así justificó tu nombramiento como Líder de tu triste equipito.
«Ruby es ferozmente protectora y posee la firme voluntad y resiliencia necesarias para tomar
decisiones imposibles». Eso me gustó. Muy poético.
Salió del reservado con las manos en alto, en la clásica pose de quien se rinde. Era igual de
genuina que su sonrisa.
—Ruby. —Su tono de voz era suave y sus manos bajaron hasta colocarse en un ángulo que parecía
que fuera a acercarse para abrazarme—. Por favor. Estoy tan contento de verte otra vez…
—Quédate donde estás —le advertí, apuntándole otra vez con la pistola.
—No me dispararás —continuó Clancy, y su tono de voz adquirió esa cualidad sedosa que adquiría
siempre que intentaba manipular a alguien.
Hizo que se me erizara el vello y se me humedecieran las manos. Lo odiaba; lo odiaba por todo lo
que había hecho, pero lo odiaba aún más por tener razón.
Mi expresión debió de delatarme porque se abalanzó sobre mí, con los dedos extendidos hacia el
arma.
El disparo llenó la habitación de luz y pólvora; la bala surcó el aire y lo alcanzó en el brazo; la
explosión la siguió un segundo después. Clancy aulló de dolor y cayó de rodillas. Se llevó la mano
izquierda al lugar donde la bala le había herido el antebrazo derecho.
Oí que Jude golpeaba la puerta trasera de la cocina, sus gritos ahogados, pero quien apareció fue
Vida. Se alzó detrás del mostrador con el revólver apuntando directamente a la cabeza de Clancy.
—Te ha dicho que te quedaras donde estabas —dijo Vida fríamente mientras se situaba detrás de
mí—. La próxima será en los huevos.
Advertí el peligro dos segundos tarde, cuando Clancy levantó la cabeza.
—¡Para…!
Vida hizo un ruido parecido a un breve jadeo mientras su rostro se retorcía por la intensidad de la
intrusión de Clancy. Se estremeció, combatiéndolo; yo podía verlo en sus ojos antes de que se
pusieran vidriosos con el roce de la mente de Clancy. El brazo de Vida se sacudió cuando levantó el
arma de nuevo, esta vez apuntándola hacia mí.
—Deja el arma y escúchame —ordenó Clancy.
Se había incorporado y estaba sentado en el borde del murete, mirando la línea de sangre que
oscurecía su camisa, antes prístina. No me moví; combatí cada impulso de mi cuerpo de dejarlo
muerto de un disparo en ese lugar y acabar de una vez con todo aquello. Detrás de mí, Vida temblaba;
sentí que el cañón del revólver vibraba cuando se apoyó en mi cráneo. Las mejillas de Vida estaban
húmedas, pero no miré lo suficiente como para saber si era sudor o lágrimas.
Me sorprendió percatarme del poco temor que sentía en aquel momento, más allá de lo que le
sucedía a Vida. Si Clancy se había tomado el trabajo de hacer todo esto: venir aquí, hackear el enlace
entre nuestros intercomunicadores, degradarse a esperar en un Dairy Queen, ni más ni menos, lo había
hecho porque tenía un motivo. No podía hablar conmigo si yo estaba muerta.
—Ah —dijo suavemente, como si yo hubiera dicho mis pensamientos en voz alta.
Clancy volvió la mirada hacia Vida. El revólver se alejó y fue a apoyarse contra la sien de Vida.
—No vas a hacer nada de eso —musité.
—¿De verdad me pondrás a prueba?
Levantó las cejas y movió una mano para indicarme el otro lado del murete, invitándome a
sentarme. Permanecí de pie, pero coloqué el seguro de la pistola y la introduje entre mi cintura y mis
pantalones.
«Puedo cortar la conexión», pensé, y dejé que mi mente se extendiera hacia la de ella. Pero era
como una lámina de acero soldada alrededor de los pensamientos de Vida; no importaba con cuánta
fuerza me arrojara contra ella, la lámina me rechazaba. Apagar.
—Has mejorado mucho —dijo Clancy—. Pero ¿crees francamente que podrías quebrar mi
dominio antes de que yo disparara?
«No», pensé, esperando que la expresión de mis ojos bastara para transmitirle a Vida cuánto lo
sentía, que aún no me había rendido.
—¿Cuánto llevas vigilando el enlace de nuestro intercomunicador? —pregunté volviéndome hacia
él otra vez.
—Haz una conjetura, y luego otra, sobre cuándo comencé a responder en lugar de Catherine
Conner.
Empezó a tamborilear en la mesa con los dedos, y la mano de Vida aferró el arma con mayor
firmeza; el dedo se tensó sobre el gatillo. Cerré los puños, pero me senté frente a él, sin molestarme en
ocultar la expresión de repugnancia de mi rostro.
—Está muy preocupada por todos vosotros. Y, hay que reconocerle el mérito, supo que yo no era
tú antes de que tú advirtieras que yo no era ella. Y, mejor aún, te envió a Nashville. Supongo que fue
ahí donde encontraste a ese pequeño impostor. ¿Te encargaste de él?
Me tomó un momento darme cuenta de que estaba hablando de Knox.
—Te debe de haber matado —dije— saber que un vil Azul se pavoneaba con la identidad que tú
inventaste. ¿Sabías que tenía uno de tus Rojos?
—Oí algunos rumores al respecto. —Clancy hizo un gesto con la mano—. Sabía que el Rojo estaba
destrozado, de otro modo habría ido a buscarlo y me lo hubiera quedado. Me habría resultado
increíblemente útil, pero no tengo tiempo para quedarme de brazos cruzados y reciclar a ese chico,
para eliminar todo su condicionamiento y reconstruirlo.
—Ellos lo destrozaron, tú lo destrozaste —dije—, al proponerle el programa a tu padre. Ese
chico… era como un animal.
—Y ¿qué otra opción había para ellos? —preguntó—. ¿Habría sido mejor permitir que la gente de
mi padre los matara a todos como hicieron con los Naranjas? ¿Qué es mejor, ser más monstruoso que
el monstruo o dejarse devorar por él sin oponer resistencia? —Clancy recorrió el borde de su viejo
libro—. Una buena pregunta de Nietzsche. Yo ya tengo mi respuesta. ¿La tienes tú?
Yo no sabía quién era Nietzsche ni me importaba, pero no iba a dejar que desbaratara la
conversación.
—Dime por qué has venido —dije—. ¿Otra vez los Rojos? ¿O por fin te has aburrido de fastidiar a
la gente? Apuesto a que uno se siente bastante solo cuando la única compañía que tiene es su ego.
Clancy lanzó una sincera carcajada.
—Seré el primero en admitir que mi plan de East River era infantil. Carecía por completo de la
sofisticación necesaria para tener éxito. Me precipité y tanteé el terreno antes de que estuviera
preparado. No, estoy aquí porque quería verte.
Cada articulación de mi cuerpo pareció separarse al sentir las garras del frío pavor.
Su ataque llegó como un cuchillo en la oscuridad; la sensación extraña y desconcertante en mi
nuca fue la única advertencia. Pero yo también era rápida. Fue exactamente como había dicho el
instructor Johnson: a veces el único instante en que el oponente tiene la guardia baja es en mitad de su
ataque; así que lo intenté. Ahora sabía lo que hacía. Bloqueé su ataque con el mío y me lancé hacia las
profundidades de su mente.
Las imágenes y las sensaciones pasaron revoloteando, estallando con destellos blancos y calientes,
cambiando cada vez que parecía que iba a aferrar una de ellas. Me concentré en una que subía —el
rostro de una mujer enmarcado por cabellos rubios— y la capturé, colocándola delante de todos sus
pensamientos.
La escena se extendió a mi alrededor, temblorosa y descolorida al principio, pero se iba haciendo
más intensa cuanto más la sostenía. Con cada respiración aparecía un nuevo detalle. La habitación a
oscuras tembló en mi mente antes de que apareciera un círculo de mesas de acero inoxidable. Con la
misma rapidez, las mesas se poblaron de máquinas resplandecientes y complicados microscopios.
La mujer ya no era una cara, sino toda una persona, y estaba de pie en medio de todo aquello.
Aunque su rostro era sereno, tenía las manos extendidas hacia delante, en un gesto de apaciguamiento
que me hizo pensar que intentaba calmar a alguien o defenderse de algo.
Al retroceder, la mujer tropezó con algo que había a sus espaldas y cayó al suelo. El vidrio
diseminado por las baldosas brillaba con la luz de un fuego cercano. Me incliné sobre ella y advertí el
pequeño rocío de sangre sobre su guardapolvo blanco, así como las palabras «Clancy, no, por favor,
Clancy» que se formaban en sus labios…
No estoy segura de cómo acabamos en el suelo, alejándonos el uno del otro, arrastrándonos con las
piernas débiles y temblorosas. Oí que Jude gritaba mi nombre otra vez desde fuera golpeando la puerta
trasera con los puños. Me coloqué una mano en el pecho como si eso fuera a ser suficiente para calmar
el ritmo galopante de mi corazón. Clancy no podía dejar de sacudir la cabeza; incrédulo, tal vez, o
para despejarla. Durante un momento largo y terrible no hicimos nada más que mirarnos fijamente.
—Supongo que ese que está ahí fuera, golpeando la puerta como un perro, es Stewart —dijo
finalmente.
—No —respondí, apretando las mandíbulas—. Él se ha ido. Nos dejaron aquí.
La mirada de Clancy se dirigió hacia Vida otra vez y oí un gimoteo.
—¡Te estoy diciendo la verdad! —dije yo—. ¿Crees que estaría dispuesta a permitir que se
involucrara en este embrollo? Se ha marchado. Se ha ido.
Clancy me clavó la mirada mientras sus ojos recorrían las líneas de mi cara un poco divertido y
más que un poco molesto.
Los cristales laterales del restaurante se hicieron añicos, destrozados por una fuerza que no vi.
Toda la atención de Clancy pasó de mí a Vida; la rabia le brillaba en los ojos oscuros. Ni siquiera se
me ocurrió preguntarme quién irrumpía en el lugar; mi cuerpo fue muy por delante de mi cerebro. Me
lancé hacia las piernas de Vida y la arrojé al suelo, quitándole el revólver antes de que Clancy pudiera reaccionar.
Giré sobre mi espalda y, desde el suelo, apunté las dos armas hacia él. Vida maldecía, furiosa y
confundida al regresar de la niebla en la que la había sumido Clancy, pero mis ojos estaban fijos en él;
y los de él estaban fijos en los chicos que llegaban en tropel, con tal fuerza que resbalaron en los
montones de vidrios rotos. «¡No! —pensé—. ¡No, aquí no!».
—Se ha marchado —murmuró Clancy imitando mi voz—. Se ha ido.
La mirada de Liam trazó un arco desde donde yo estaba, en el suelo, hasta donde estaba Clancy,
aún sentado en el murete, poniendo los ojos en blanco con un gesto de exasperación. Un momento
después, Liam avanzaba, acercándose a él, con una máscara de furia pura e impávida extendida sobre
sus rasgos. Vi su decisión, la leí en la forma de su puño sediento de sangre. Y Clancy también.
—¡No…! —grité.
Liam se retorció deteniéndose, cada músculo de su cuerpo congelado, mientras Clancy se hundía
en lo profundo de su mente. Lo vi desplomarse sobre el suelo sin ninguna forma de evitarlo.
Me puse de pie de un salto mientras el hijo del presidente miraba a Liam con los brazos cruzados
sobre el pecho. La sangre de su herida goteaba sobre el abrigo de piel de Liam. El rostro de Liam pasó
de un gesto de dolor a una mueca y de ahí a una masa roja de agonía, y supe que era diferente que
antes; la fría sonrisa de Clancy mientras miraba a Liam era mucho más aterradora de lo que había sido
en East River.
—¡Para! —dije, interponiéndome entre ellos. Empujé a Clancy hacia atrás, con una de las armas
clavada bajo su mentón—. ¡Déjalo, Clancy!
No estoy segura de por qué retrocedió, retirando su dominio. Dejé que mis ojos le dijeran todo lo
que estaba dispuesta a hacerle. Y Clancy acababa de comprender, tal como lo había hecho yo, que yo
no mataría para protegerme, pero sí lo haría para proteger a las personas que quería. Y, si ya no podía
invadir mi mente, y sin esas personas, él ya no tenía ninguna forma de controlarme. La ira oscureció
sus ojos cuando retrocedió con las mandíbulas apretadas.
Lo obligué a meterse en el reservado, asegurándome de que oyera el ruido de la pistola al quitarle
el seguro. Me temblaban las manos; no de temor, sino por la repentina aceleración de mi pulso. El
poder que había sentido al verlo encogerse sin siquiera una palabra entre nosotros era tóxico. Lo haría
si intentaba manipular a alguno de mis amigos otra vez; lo mataría, y la última cosa que vería sería la
sonrisa de mi rostro. Necesitábamos salir de ahí. Mientras todavía tuviéramos la memoria flash y la
ventaja.
Vi la idea brillar detrás de los ojos de Clancy, la forma en que todo su cuerpo pareció relajarse al
averiguar qué era exactamente lo que debía decir para seguir con vida.
—Si me matas ahora, jamás sabrás lo que les sucederá a tus amigos de California. No antes de que
ellos también mueran.