CAPÍTULO TREINTA Y DOS
No regresaron al cabo de una hora ni de dos.
Intenté recordar cuánto nos había llevado atravesar los túneles la primera vez; solo había sido,
¿cuánto, media hora? ¿Más? En ese momento me había parecido una eternidad.
Vida y yo nos sentamos a cada lado de la boca del túnel, con la espalda contra el muro. Ella tenía
los brazos cruzados y las piernas estiradas. Cada cinco minutos se presionaba fuertemente el brazo con
los dedos; comenzó a sacudir ansiosamente un pie.
Cole y los demás discutían acerca de dividir el grupo por tercera vez. La mayoría de los chicos se
había derrumbado, sin importar cuánto esfuerzo hubieran hecho por resistir. Estaban hechos un ovillo
a la sombra o apoyados espalda contra espalda. De cuando en cuando la brisa nos traía susurros con el
nombre de Jude, pronunciado en el mismo tono que los nombres de los chicos que habían muerto en el
primer estallido.
Ocho de ellos, desaparecidos en un instante. Casi la mitad de nuestro grupo.
Oí primero un ruido de pasos y me levanté. Vida se quedó exactamente como estaba y conservó
para sí los pensamientos que le surgían en su cabeza. Entrecerré los ojos, dirigidos hacia la oscuridad,
para averiguar el origen del movimiento. Los conté por sus formas opacas y sombrías mientras
ascendían por la escalera. «Uno…, dos…».
Dos.
«Dos».
Liam fue el primero en salir y extendió una mano hacia mí sin ofrecer ni una sola palabra de
explicación. Permití que me condujera otra vez al terraplén, al sol, lejos de los demás. Miré por
encima del hombro y vi a Chubs que se sentaba junto a Vida.
—Lo sé —la oí decir con voz grave—. No te molestes.
Liam atrajo mi atención otra vez hacia él. Era obvio que luchaba con sus propias emociones. Por
tanto, no lo habían encontrado. Ahora podría ir yo. Conocía a Jude mejor que nadie; debía de haber
kilómetros y kilómetros de túneles debajo de la ciudad y sería más fácil para mí adivinar…
Liam giró la palma de mi mano hacia arriba y colocó algo liso en ella. Sus ojos eran de un azul tan
claro, sus iris del color del cielo en una nueva mañana. Cuando descendieron, los míos los siguieron
en su recorrido. Por su camisa desagarrada, por la piel manchada de sus muñecas, hasta los restos
retorcidos de una pequeña brújula plateada.
Y fue extraño cuán rápido se instaló en mí el aturdimiento. Cómo ahogó cada palabra, cada
pensamiento, hasta que olvidé que necesitaba respirar. Sentí que mis labios se abrían en el mismo
momento en que mi pecho parecía desmoronarse sobre sí mismo.
—No. —Mis dedos se cerraron sobre la brújula ocultándola a la vista, negando que estuviera ahí.
La esfera de cristal estaba destrozada; la aguja roja había desaparecido y la fuerza de lo que la había
aplastado casi la había doblado por la mitad. «No». Fue solo esa única palabra, pero fue suficiente
para encender una llamarada de furiosa negación—. ¡No!
—Recorrimos el sendero hacia atrás —dijo Liam, sosteniendo mi mano como un ancla—. Todo el camino hasta el lugar de entrada. Tanto como pudimos por los escombros…, y…
—No —supliqué—. No me lo digas.
—No. —Se le quebró la voz—. No sé lo que ocurrió. Apenas lo vi, pero había…, vi su zapato. Lo
encontramos, pero no había nada que… Chubs no pudo hacer nada. Ya no estaba… y no pudimos
sacarlo de ahí. Estaba en la retaguardia; la explosión lo debió de coger…
Le arrojé la brújula, y cuando eso no lo conmovió, cuando eso no le hizo daño, le lancé un
puñetazo y le golpeé el hombro. Él cogió mi puño con su otra mano y lo colocó en su pecho.
«Está mintiendo». No era posible. Lo había visto fuera, mirando el cielo. Lo había oído, lo había
visto, lo había sentido.
Sentí que me balanceaba hacia delante en el instante anterior a que me cedieran las rodillas. Liam
me tenía lo bastante bien cogida como para impedir que cayera hacia delante, pero él también estaba
agotado y era asombroso que fuera capaz de sostenernos a ambos.
—Tenemos que ir a buscarlo —dije—. No podemos sencillamente… No puede quedarse ahí abajo,
no le gusta la oscuridad, no soporta el silencio, no debería estar solo…
—Ruby —dijo Liam suavemente—. No habrá nada que traer. Y yo creo que tú lo sabes.
Retrocedí con violencia, intentando rechazarlo, rechazar esa realidad. Pero el brote de energía
acabó tan rápidamente como empezó. Las lágrimas calientes bajaron por mis mejillas, mezclándose
con la suciedad; rodaron por mis labios hasta la barbilla. Liam cogió mi rostro entre las manos y me
secó las lágrimas, aunque yo sentía las suyas sobre mi cabello.
—No pu… puedo —dije—. No puedo…
Por primera vez me pregunté si acaso el motivo por el que Liam no había querido que yo los
acompañara no era que pensaba que no lo encontrarían, sino que creía que sí lo harían.
—Estaba solo —grité—. No había nadie con él… Debe de haber estado tan asustado. Le dije que
permaneceríamos juntos.
Mi mente estaba fija en el rostro de Jude, la forma de sus orejas sobresaliendo de los lados de su
cabeza como si no se correspondieran con el resto del cuerpo. ¿Qué fue lo último que le había dicho?
¿Quédate cerca? ¿Adelante? ¿Qué había respondido? Todo lo que yo podía recordar era su rostro
pálido bajo la débil luz de la barra luminosa de Cole.
«Seguir al Líder». Él me había seguido y yo lo había conducido a esto. Yo le había hecho esto.
—¡Liam! —gritó Chubs, y lo repitió más fuerte cuando nadie se movió.
Un avión en vuelo rasante sobre nuestras cabezas arrojaba una nube de algo que parecía ser un gas
rojo. Liam levantó las manos para protegernos mientras el viento empujaba hacia nosotros miles de
papeles que caían revoloteando a nuestros pies.
Los chicos y los agentes abandonaron la protección del puente para coger uno de los papeles. Yo
cogí uno en el aire, cuando pasó volando junto a nosotros. Liam se inclinó sobre mi hombro y lo
levanté para que ambos pudiéramos leerlo a la vez.
Centrados en la parte superior de la página estaban el sello presidencial, una bandera
norteamericana y la insignia del Departamento de Defensa.
Tras el intento de asesinato perpetrado por un joven Psi trastornado, el presidente Gray fue llevado a
un hospital y observado por los médicos. Como vestía un chaleco de Kevlar, solo ha sufrido contusiones abdominales y dos costillas rotas. Una vez dado de alta, ha emitido la siguiente
declaración:
Hoy hemos recibido la confirmación de dos inquietantes informaciones de inteligencia militar que yo rogaba que no
fueran más que rumores. Primero, que la Coalición Federal y sus partidarios bailan al son de la organización terrorista
llamada Liga de los Niños, y que habían montado un plan conjunto para condicionar a sus hijos —los mismos que ellos
han secuestrado de los salvíficos campamentos de rehabilitación— a ser soldados. A combatir y matar con una ferocidad
tan inhumana como las habilidades que poseen. Al ver que no había más alternativas, he ordenado un ataque aéreo contra
la sede de estas organizaciones: Los Ángeles.
Son ataques planificados, diseñados para minimizar los daños a civiles. No lamenten la pérdida de estos reprobables seres
humanos. En la historia de la humanidad ha habido épocas en las que ha sido necesario el fuego para eliminar una
infección insidiosa. Esta es una de esas épocas. Esta es la única forma que tenemos de reconstruir nuestra nación, para
que sea más fuerte que antes.
—Ha olvidado la parte de «Dios bendiga a América» —musitó Liam, arrugando el papel.
Se oyó un disparo a nuestras espaldas. Me volví aferrando el brazo de Liam para obligarlo a
seguirme. Los agentes habían formado un círculo y rodeaban algo —a alguien— en el otro terraplén.
Los hombres y mujeres armados habían desenfundado sus armas. Y las apuntaban hacia el centro.
—¿En serio? —resolló Liam, detrás de mí.
Vida casi lanzó un alarido de furia y corrió hacia el grupo de agentes antes de que ninguno pudiera
detenerla.
Algunos de ellos estaban atentos y se apartaron cuando la chica Azul irrumpió en el círculo. Solo
Cole fue lo bastante tonto como para intentar impedir que Vida destrozara la garganta de Clancy Gray.
—¿Cómo? —aullaba, mientras nosotros nos abríamos paso entre los chicos y los agentes—.
¿Cómo?
Clancy estaba muy sucio, cubierto de aguas residuales, de polvo y de sangre que se le había pegado
alrededor de la nariz hinchada y los ojos. Pero, a pesar de que lo obligaron a ponerse a gatas, se las
arreglaba para mostrarse petulante. Desafiante.
Entonces advertí la puerta abierta detrás de él. Estaba exactamente frente a la salida que habíamos
utilizado nosotros, en la ribera opuesta, oculta en un punto ciego de uno de los pilares del puente, bajo
una capa de brillantes grafitis.
Clancy lanzó una carcajada grave y sin gracia.
—Por los desagües de las duchas de los chicos. —Sus ojos se cruzaron con los míos—. Después de
salir a golpes del armario.
—¿Así pensabas salir? —pregunté—. ¿Después de conseguir lo que querías del despacho de
Alban?
Clancy se encogió de hombros sin prestar atención a las armas que le apuntaban a la cara.
—Yo no conocía esa salida, ¿y tú?
—Dios —dijo uno de los agentes—. Este es… ¿Es realmente el hijo del presidente?
«Clancy está vivo —pensé, y escondí mi rostro en el costado de Liam—, y Jude no». Liam me
rodeó el cuello con un brazo, atrayéndome hacia él. Era absurdo… Era imposible.
—Es nuestro billete de salida —dijo otro, de repente—. ¡Lo entregaremos a cambio de un salvoconducto! Venga, Stewart. Hay soldados por toda la ciudad, no tenemos transporte ni forma de
ponernos en contacto con el rancho. ¿Qué otra carta podemos jugar?
—Bueno, llevarlo con nuestros amigos tampoco será exactamente pan comido. Es un Naranja,
encontrará la manera de escaparse. —Cole miró a Clancy ignorando las expresiones de asombro de los
demás—. Por tanto puede que sea mejor acabar con él aquí y ahora, y enviarles el cuerpo. Sería un
mensaje bastante impactante para papaíto. Encontraremos otra forma de salir de la ciudad.
Se oyó el rumor de asentimiento de unos cuantos.
—Jamás saldréis de la ciudad —dijo Clancy—. Mi padre no es reactivo. Esa no es su forma de
hacer las cosas. Ya habrá tenido en cuenta todas las estrategias de escape posibles. Créeme, esto es
producto de meses, quizá de años, de trabajo. Cuando se cansó de esperar una excusa para justificar el
ataque, la creó él mismo.
Eso era casi demasiado ridículo para creerlo.
—¿Crees que tu padre organizó su propio atentado?
—Es lo que hubiera hecho yo. Me imagino que ha sobrevivido, ¿a que sí?
El abrazo de Liam se cerró más sobre mí, hasta hacerse casi intolerable. Yo temblaba de nuevo,
solo que esta vez era la furia la que encendía todo mi cuerpo. Vida y Chubs miraron en mi dirección,
como si esperaran que lo contradijera. No sé qué me aterraba más: que Clancy tuviera razón o que este
fuera el antiguo Clancy, el que siempre sabía que podía salirse con la suya.
—Me creísteis cuando os dije que todo estaba empezando, ¿no es así? —Cole se dirigía a los
chicos y agentes que todavía estaban bajo el puente, deshechos y petrificados—. Pues bien, aquí
estamos. Seguiremos nuestro propio camino. Pero él no vendrá con nosotros.
—¡Piensa en la información que podríamos sonsacarle! —gritó otro agente, levantando las manos
—. Podemos sedarlo…
—Intentadlo —los retó Clancy—. Comprueba cómo te sale el intento.
—Sí, tienes razón —dijo Cole, poniendo los ojos en blanco—. Probablemente deberíamos matarte
ahora mismo.
—Adelante, pues. —Al sonreír, Clancy mostraba los dientes manchados de sangre—. Acaba con
esto. Acaba con lo que vine a hacer aquí. Y tú y todos… —Se volvió hacia los grupos de chicos
apiñados a su alrededor y clavó sus ojos en Nico. El chico temblaba bajo la intensidad de la mirada—.
Todos vosotros podéis agradecerme porque aún podéis defenderos. Yo os he salvado. Yo os he
salvado.
—¿De qué diablos hablas?
Cole estaba perdiendo la paciencia. Me dirigió una mirada, pero yo no podía apartar los ojos de
Clancy Gray. No cuando sentía el primer hilillo de entendimiento abriéndose paso por el dolor que aún
nublaba mi mente.
Esa mañana había sido destruida toda una ciudad y con ella innumerables vidas. Esa noche habría
tantas personas que nunca regresarían a sus hogares, a sus seres queridos. Todas esas madres, esos
padres, hijas, hijos, esposas, esposos pasarían la tarde y la madrugada esperando, manteniendo la
esperanza. El humo se colaba por el hormigón que cubría cada centímetro de este lugar, dañando de
forma permanente una ciudad ya aplastada. Dentro de diez, veinte años, todavía resultaría terrible
hablar de lo ocurrido; una mañana que mil cegadoras mañanas resplandecientes no conseguirían borrar
del recuerdo. Pero, de algún modo, cuando Clancy habló, otra vez, sus palabras lo cambiaron todo.
—La cura para la ENIAA —soltó—. La que desarrolló mi madre, la que Alban os ha ocultado a la
espera de la oportunidad para intercambiarla con mi padre en su propio beneficio. —Clancy se limpió
la sangre que le goteaba de la nariz, riendo otra vez sin gracia—. La que os habría quitado las
habilidades y nos hubiera dejado indefensos. Yo la convertí en cenizas y mi padre la ha enterrado sin
darse cuenta de ello. Ahora el informe de mi madre ya no existe y nadie nos quitará lo que es nuestro.
Una «cura». Esa única palabra resonaba en mis oídos como una campanada, una y otra vez. Mi
mente no la atrapaba, no podía reconocerla. Había pasado tantos años condicionándome para aceptar
que eso era imposible, obligándome a olvidar que había un mundo más allá de la valla electrificada de
los campamentos, que la palabra ya no existía en mi vocabulario.
Sentí que comenzaba a girarme en busca de la reacción de Jude…, pero Jude no estaba ahí. Lo
había dejado atrás. Lo había dejado caer en la oscuridad. Y era como ver a Liam y a Chubs salir del
túnel otra vez. Eso me quitó el aliento.
Uno de los chicos más pequeños comenzó a llorar a mis espaldas, preguntando con voz aterrada y
confusa:
—¿Qué? ¿De qué… de qué está hablando?
«Oh —pensé—. Oh, Dios mío».
Estaba equivocada…, muy equivocada. La primera dama no estaba investigando la causa de la
enfermedad. Había invertido su vida en averiguar cómo ponerle fin.
Sentí que daba un paso adelante, alejándome de los demás. Chubs temblaba de forma visible, a
punto de derrumbarse bajo el peso de lo que podría haber sido. Mi mirada se cruzó con la de Liam,
pero su expresión era tan clara, tan pura en su dolor y su añoranza que tuve que mirar para otro lado.
Sabía lo que él veía. En mi mente también estábamos en una playa, con un cielo cristalino sobre
nuestras cabezas y nuestras hermosas familias completas a nuestro alrededor.
Una cura.
Alban había estado en lo cierto al decir que el amor por su hijo nunca había cegado a Lillian Gray.
Ella sabía que Clancy jamás renunciaría a sus habilidades de forma voluntaria y que ella nunca lo
encontraría. No. Era necesario que él fuera hacia ella, era necesario atraerlo mediante la satisfacción
de rastrearla después de haber estado encerrado y sin acceso a ella durante tanto tiempo. Él debía ser
el primero en recibir el tratamiento, porque, si él oía siquiera un rumor acerca de esa posibilidad,
desaparecería para siempre. Eso me hizo preguntarme si ese había sido el motivo de que Alban
hubiera mantenido el secreto durante tanto tiempo. Clancy primero. Después, él podría ofrecer la cura
al mundo. Sería el héroe de la nación.
Mientras me agachaba hasta ponerme a su nivel, estudié el rostro de Clancy. Su mirada se desvió
hacia mi mano cuando la introduje en el bolsillo de mi abrigo.
Detrás de todas sus palabras ponzoñosas estaba el aguijón de la traición auténtica, un dolor que lo
calaba tan hondo que todo su cuerpo parecía vibrar con él. Su madre, su propia madre le había tendido
una trampa. Y ¿cómo había reaccionado él? Había quemado su laboratorio, la había atacado, había
revuelto su mente y utilizado la situación en el Cuartel General en su propio beneficio, para acabar lo
que había comenzado en Georgia.
«Así es como supo que ella le había enviado los resultados a Alban —pensé alisando lentamente
los papeles sobre mi rodilla. Ahora toda su atención se centraba en mí—. Debió de verlo en la mente de su madre».
A Clancy le había encantado la idea de que su padre hubiera enterrado la única cosa que podía
arreglar su país y salvaguardar su legado. Pero aquí la auténtica ironía era que, si Clancy no hubiera
venido a destruir la investigación de su madre, jamás la habríamos encontrado a tiempo. En nuestra
huida, habría quedado atrás como todo lo demás.
Él había venido a cerrar una puerta, pero en lugar de ello la había dejado completamente abierta
para mí.
«Hay una cura». Lo demencial de la idea me hizo sentir como la aguja de la brújula de Jude:
girando y girando y girando en busca de su verdadero norte.
Clancy se lo merecía. Parpadeé para que mis ojos absorbieran mis lágrimas y dejé que mi ira
creciera hasta devorar mi angustia. Dejé que me impulsara. Porque Jude se merecía vivir para ver este
momento, él debería haber estado aquí, ahora, a mi lado, viendo de repente que todo estaba vivo con la
posibilidad del cambio.
Levanté los papeles arrugados y tiznados ante Clancy, a una altura suficiente para que los Psi y los
agentes que formaban un círculo a nuestro alrededor también los vieran. Y no sé qué fue más potente y
gratificante para mí, si la expresión de terror que se adueñó de su cara o la euforia de saber que
finalmente tenía otra vez el futuro en mis manos.
—¿Te refieres a esta investigación?