CAPÍTULO TRECE
No pensé que Chubs no pudiera seguir mi ritmo de carrera. El grupo había despejado una senda a
través del fango y la nieve, apisonándola con los pies hasta hacerla transitable. Aspiré una gran
bocanada de aire seco e intenté ignorar la nieve que resbalaba de las ramas bajas de los árboles y los
arbustos. Cuando finalmente me detuve, mis pantalones y mi abrigo estaban empapados. El rastro de
huellas, tan ancho y obvio antes, desapareció a la orilla de un río congelado.
Cuando llegó donde yo estaba, Chubs jadeaba, agitado por el esfuerzo, apretándose el hombro con
una mano. Me giré para coger la bolsa de provisiones que había reunido, pero me lo pensé dos veces.
La que me había dado era tan pesada como aquella y no podría avanzar por la nieve con las dos; no al
menos con rapidez.
—¿Y ahora qué? —dijo entre resuellos—. ¿Han cruzado aquí?
—No, no es posible —respondí, poniéndome de rodillas para comprobar la firmeza del hielo—.
No hay manera de que hayan cruzado sin romper el hielo.
Sus ojos se entrecerraron.
—¿Puedes saber todo eso a partir de unas cuantas huellas?
—No —respondí—. No sé el número exacto. Diez o más. Vida no se habría dejado capturar por un
grupo menos numeroso.
Chubs tenía una expresión de duda, pero no negó la posibilidad.
Avancé por la ribera del río, en busca de algún rastro, humano o de otro tipo. No podían haberse
desvanecido.
«Mierda», pensé, enredando mis dedos en el caótico rodete en el que había atado mi cabello.
«¡Mierda!».
—¿Es posible…? —Chubs tragó saliva, cambiando de sitio sobre sus hombros el incómodo peso
de la bolsa—. ¿Crees que los han capturado los soldados? ¿Unos enviados a perseguirnos desde la
barricada?
Negué con la cabeza.
—Habrían usado la carretera. Los habríamos visto. —O, por lo menos, eso es lo que me estaba
diciendo a mí misma—. ¿Dispositivos de seguimiento, tal vez?
Esta vez fue él el que rechazó la posibilidad.
—¿Diez de ellos? ¿Por qué habrían de estar aquí, en medio de la nada?
—Entonces… —empecé a decir.
Los ojos de Chubs se agrandaron cuando captó el hilo de mis pensamientos.
—¿La tribu de Azules que estamos buscando? —preguntó—. Pero ¿por qué comenzar una pelea?
Luché contra el primer escozor causado por unas lágrimas de pánico. «Oh, Dios. Jude debe de
haber estado aterrado».
—No saben cómo funciona. No han tenido una vida fuera de la Liga; les… nos enseñaron que solo
debemos confiar en nosotros mismos.
Fue una suerte que me girara hacia el río cuando lo hice, que el viento apartara el follaje verde de los árboles. De lo contrario, no habría visto el destello plateado del arma entre las ramas.
Me arrojé sobre Chubs, que cayó de cabeza al suelo, en el instante en que se oyó el primer disparo.
Sentí que algo tiraba de mi bolsa y volví la cara hacia el otro lado cuando la bala impactó en el suelo,
junto a nosotros, causando una pequeña explosión de hojas sucias y nieve.
Las balas aullaban al hendir el aire detrás de nosotros, mientras arrastré de los dos hacia la
protección de los árboles.
—Mantén la cabeza gacha —le susurré a Chubs, casi empujándolo hacia la densa cobertura de los
arbustos.
Sentí que el arma que yo había cogido de la guantera del coche estaba tibia al extraerla de la
cintura de mi pantalón. Disparé apuntando hacia el lugar donde creía haber visto a alguien, al otro lado
del río. Los disparos se detuvieron súbitamente.
El aire de la tarde estaba claro y quieto. Tenía una cualidad cristalina; olía a nieve.
—¡Ruby!
Una mancha oscura cayó desde el árbol que estaba a mis espaldas. Me giré sin pensarlo y lancé un
codazo. Golpeé con todo mi peso algo blando que crujió con el impacto.
Se oyó un agudo alarido de dolor, seguido por un ruido sordo y pesado. El impacto levantó
torbellinos de nieve. Me volví hacia Chubs y me extendí para cogerlo a través de la nube blanca y
sentí que una mano se cerraba sobre mi antebrazo. La piel era clara y cada nudillo estaba desgarrado o
cubierto de costras.
Retrocedí un paso y levanté una rodilla para rechazar al siguiente atacante, pero la lucha acabó
antes de comenzar. Sentí la punta fría y afilada de un cuchillo en mi espalda y bajé los brazos. Me giré
un poco por encima del hombro para mirar a Chubs. Estaba cubierto de fango, con la cara pálida.
—¿Quién eres? —pregunté, volviéndome lentamente para enfrentarlo y manteniendo el cuchillo
lejos de mí.
—Hija de puta —me espetó.
El tono de su tono de voz fue suficiente para que supiera qué edad tenía el chico realmente: mi
edad. Uno o dos años más, a lo sumo.
El chico que había recibido mi golpe se levantó vacilante y se limpió la nariz con la manga de su
abrigo, sobre la cual quedó una larga línea roja. El chico del cuchillo retrocedió, pero no apartó el
arma.
Nariz Sangrienta extendió una mano como si yo fuera a entregarle mi pistola. En el último minuto
bajé el arma y en lugar de entregársela le estreché la mano y me metí en su mente. Su cuerpo se
retorció bajo mi dominio. En el interior de su mente vi una imagen fugaz del rostro asustado de Jude y
eso fue suficiente para mí.
—¿Qué les habéis hecho a esos chicos? —gruñí—. El chico y la chica que encontrasteis antes.
¿Dónde los habéis llevado?
Chubs tenía una expresión rara en el rostro mientras me miraba, pero permaneció en silencio.
—Los chicos… —dijo, con la voz alterada por el repugnante ángulo en que le había quedado la
nariz. A mí me dolía el codo—. Los chicos… Se los llevaron al Huidizo.
Por supuesto.
Esas fueron las primeras palabras que surgieron en mi cabeza, que rompieron el hielo que me
mantenía clavada en el lugar. «Por supuesto». El sistema de Clancy había funcionado tan bien la primera vez; ¿por qué no habría de intentarlo de nuevo? «Por supuesto». No importaría quiénes fueran
los chicos, solo que estuvieran dispuestos —o las habilidades de Clancy los hubieran dispuesto— a ir
a la guerra contra el presidente Gray.
Por supuesto.
Tuve que soltar la mano del chico cuando aparecieron otros cuatro personajes en el bosque a
nuestro alrededor, y se acercaron a investigar lo que había pasado. Yo podía controlar una persona,
pero no era Clancy; más de una era imposible, y todo intento por mi parte habría revelado la ventaja
que yo tenía. Di un paso adelante, les mostré que no estaba armada y le hice un gesto a Chubs para que
hiciera lo mismo.
—Quiero ver al Huidizo —dije—. No os causaremos problemas.
—¿Es cierto? —preguntó uno de ellos, echando un vistazo al chico aturdido que estaba a mis pies
—. Michael, ¿has oído o el golpe te ha aflojado un tornillo?
Nariz Sangrienta —Michael— sacudió la cabeza en un obvio intento de despejarla. Una herida en
la cabeza era una buena tapadera para lo que yo le había hecho, pero a su pequeño cerebro le estaba
llevando tanto recuperarse que comencé a preocuparme de que los demás chicos empezaran a
sospechar. No parecían estar dispuestos o ser capaces de hacer algo sin su permiso.
—Los llevaremos con nosotros —dijo Michael—. Hacedlo rápido. Dos de vosotros os quedaréis en
este puesto. Yo enviaré a alguien a buscaros.
«¿Este tío es el líder?», pensé. No era absurdo. Solo su tamaño ya inspiraba temor, aunque nada
más.
Empujaron a Chubs hacia mí y retrocedimos hacia el río. Yo le abracé la cintura para mantenerlo
cerca. Los chicos cogieron nuestras bolsas y se las pusieron sobre los hombros.
—Bueno —murmuró Chubs—, mierda.
Otra vez estábamos al descubierto, cerca del río congelado y, más importante, en la línea de tiro
del tirador que estaba entre los árboles.
Había manos sobre mí, cacheándome, palpando el interior de mis botas. Intenté no reaccionar
cuando uno de ellos me quitó la navaja suiza que llevaba en la bota. El aire gélido me escocía la cara,
pero lo que realmente me heló la sangre fue pensar en lo que encontrarían en los bolsillos de Chubs.
Chubs debió de leer la pregunta en mi rostro, porque sacudió apenas la cabeza, en un gesto de
negación. El chico que lo estaba registrando solo encontró su cuchillo y un bolsillo lleno de papeles de
caramelo. Chubs contaba con información suficiente y se había deshecho de su identificación de
rastreador de fugitivos en el bosque, durante el ataque, o la había dejado en el coche. Gracias a Dios.
Dirigí la mirada al otro lado del río, evitando por muy poco las patadas de Chubs mientras lo
elevaban por el aire.
Luchó contra el aire durante el medio segundo que le llevó al chico con la mano extendida elevarlo
y, sin otra cosa que sus habilidades de bicho raro, depositarlo en la orilla opuesta.
Yo sentí el tirón cálido en la boca del estómago y reconocí la sensación. No tuve oportunidad de
protestar antes de ser levantada, también, sobre el río, y arrojada sobre Chubs con una falta absoluta
de amabilidad.
Los otros chicos se echaron a reír, elevándose los unos a los otros por encima de la corriente
congelada con toda la suavidad de una brisa. Salvo por la risa, no hablaron; no ofrecieron ninguna explicación ni confirmación respecto del lugar donde nos conducían. Dos de ellos se quedaron en el
lugar para borrar nuestras huellas del polvo blando y blanco.
Caminamos en silencio. La nieve comenzó a caer otra vez, acumulándose en mi cabello y mis
pestañas, deslizándose, fría, a través del abrigo de Liam. Chubs se puso tenso y se frotó el hombro
lastimado de forma distraída. Nuestras miradas se cruzaron y pude ver mi ansiedad reflejada en sus
ojos oscuros.
—No me lo puedo creer —murmuró—. Otra vez.
—Yo me ocuparé de él —dije en voz baja, enlazando mi brazo con el suyo.
—¿Lo dices por lo bien que funcionó la última vez?
—¡Eh! —Michael levantó su pistola plateada—. ¡Cerrad las malditas bocas!
Anduvimos lo suficiente como para que yo empezara a preguntarme si alguna vez llegaríamos al
campamento o dondequiera que planearan llevarnos. No se me ocurrió que nos desplazábamos hacia
Nashville hasta que apareció el gran río.
Comprendí de inmediato por qué habían cerrado la ciudad originalmente; aunque el río debía de
haber rebasado sus riberas meses atrás, la mayor parte del agua aún tenía que congelarse o retroceder
completamente a su nivel normal. Las orillas estaban atascadas e impedían que el terreno circundante
drenara. El río era un monstruo que se hacía mayor cuanto más nos acercábamos. Era lo único que
había entre nosotros y un almacén blanco al otro lado del camino.
Esperándonos en la orilla había tres pequeñas balsas que no parecían más que cajones y tablas
sobrantes que se mantenían unidas mediante una cuerda de vinilo azul brillante. En cada una de ellas
había un chico vestido de blanco que sostenía una larga pértiga. En cuanto nos distribuimos en las tres
balsas, los chicos de las pértigas nos condujeron por el agua lodosa y poco profunda, con movimientos
lentos y metódicos.
Cerré los puños a los lados. Una de las dársenas del almacén estaba abierta y a la espera. Con una
firmeza inesperada, la balsa flotó el resto del camino hasta la rizada puerta plateada y el interior de la
oscura estancia.
La plataforma de carga estaba lo bastante elevada para que las balsas no fueran necesarias. Me
levantaron por la cintura y me depositaron en los brazos de oro de los chicos que esperaban allí. La
chica que me sostenía era delgada y pálida, y sus ojos verdes sobresalían de los marcados huesos de su
rostro. Dejó escapar una tos estruendosa y húmeda que procedía de lo más profundo de su pecho, pero
no dijo nada cuando me cogió del brazo y me obligó a entrar.
Las paredes y el suelo eran de hormigón y estaban cuarteados y cubiertos por tres centímetros de
grafitis viejos y descoloridos. El almacén tenía aproximadamente el tamaño de un gimnasio de
instituto, y aún conservaba algunos indicios de su vida anterior: señales que indicaban dónde podían
dejarse los cables. La pared trasera, hacia la cual caminábamos, estaba pintada de un matiz oscuro de
cian, y, aunque alguien había intentado cubrirlas con una capa de pintura blanca, debajo aún se podían
leer las letras negras que rezaban: «JOHNSON ELECTRIC».
Chubs se puso a mi lado, y me indicó con un ademán de la cabeza la línea marrón que recorría
todas las paredes a media altura. Entonces, ¿el agua del río había llegado tan alto?
Cada paso que daba, cada voz a nuestro alrededor, cada gota de agua que caía de las grietas del
techo abovedado parecía tener un eco. Los sonidos rebotaban en las paredes desnudas y las ventanas cerradas con listones de madera a nuestro alrededor. A pesar de que no estábamos expuestos a la nieve
ni al viento, el edificio no estaba tan aislado como para mantener a raya el frío persistente. Habían
utilizado viejos cubos de basura como contenedores de fogatas, pero la mayoría estaban situados en el
otro extremo del almacén, no cerca de los grupos de chicos diseminados en las cercanías de la entrada
por la que habíamos llegado nosotros.
Esto… no era nada parecido a East River.
Y el adolescente sentado en una plataforma elevada, en el fondo, y que desaparecía y reaparecía
detrás de una nube de humo de cigarrillo y fuego, no era Clancy Gray.
—Y tú, ¿quién diablos eres?
Cuando nos empujaron dentro, hubo un murmullo de interés, pero cuando hablé se hizo el silencio.
Mis ojos se habían dirigido directamente al rostro del chico, con tanta rapidez que ni siquiera me
percaté de los demás adolescentes que lo rodeaban hasta que avanzaron para mirarnos mejor. Había
chicas que temblaban, vestidas con camisetas y pantalones cortos, y se inclinaban sobre la base de la
plataforma o acurrucadas junto a los cajones apilados detrás de él, con solo unas pocas mantas entre
ellas. A su alrededor había grupos de chicos que reían y contribuían al humo gris y pútrido con sus
propios cigarrillos.
Este chico debía de estar más cerca de los veinte que los demás. Su rostro estaba enmarcado por
una barba rojiza que él se ocupaba de frotar contra la mejilla de una chica de cabellos rubios, largos y
sucios, que estaba sentada en su regazo. Cuando la chica se volvió para mirarme advertí el moratón de
sus labios, que se extendía hasta la base de la mandíbula.
El cabello rubio del chico era largo, pero estaba peinado con esmero detrás de sus orejas. Las botas
de combate y la chaqueta negra reglamentarias del uniforme de las FEP estaban salpicadas de fango,
pero por lo demás estaban impecables; un poco demasiado impecables como para haber sido usadas
alguna vez.
—¿Perdona? —Un acento sureño.
—Tú —repetí—, ¿quién diablos eres?
Los otros adolescentes que estaban en la plataforma se giraron para mirarlo en perfecta sincronía,
pero él solo me miraba a mí. Sentí el tirón tibio en el estómago otra vez, y, pese al intento de Chubs de
aferrarme, mis pies resbalaron por el suelo sucio hacia él. Apenas conseguí controlarme antes de
chocar contra el costado de la plataforma. Viejos cajones apilados, cubiertos por un contrachapado de
madera combado por el agua, asegurado con clavos; esa era toda la plataforma. Su silla era poco más
que metal plegado con una manta doblada encima, probablemente como detalle de efecto.
El adolescente se puso de pie, deshaciéndose de la chica que tenía encima. Cuando ella gritó por la
sorpresa, él le arrojó el cazo con el que estaba comiendo para hacerla callar. Me esforcé por controlar
el impulso de buscar a Vida y a Jude entre las sombras que se movían a nuestro alrededor.
—¿Dónde los has encontrado?
Se puso en cuclillas en el borde de la plataforma para observar mi rostro. Sus ojos eran verdes,
aunque una gran mancha marrón le cubría la parte superior del ojo derecho.
—Cerca del arroyo —respondió Michael.
—Tú —dijo el líder a una de las chicas que estaban sobre la plataforma—, dale esa manta antes de que se congele. Esta noche este tío es un rey. Mira el lote que nos ha traído.
La chica no pareció comprender por qué o cómo podían pedirle semejante cosa. Se quedó mirando,
atontada y muda, detrás de él, hasta que uno de los chicos la agarró por el pelo y la arrojó hacia
delante, hacia el borde de la plataforma elevada. Debajo de la tibia manta de lana marrón, llevaba una
camiseta amarilla manchada y un par de viejos pantaloncitos que habían pertenecido a alguien más.
No llevaba zapatos ni calcetines.
Michael le arrancó la manta de las manos, chasqueando la lengua ante su resistencia. Otro de los
chicos, un niño, le alcanzó una botella con agua que tenía en las manos y lo observó con los ojos
entrecerrados mientras se bebía lo que quedaba antes de lanzársela de nuevo al chico, tras aplastarla
con la mano. Después se colocó a la derecha del líder. Cómo era siquiera posible que alguien tuviera
un aspecto tan engreído y orgulloso enrollado en una manta y con la cara cubierta de sangre seca es
algo que no pude comprender.
El líder arrojó su cigarrillo, cuyo extremo aún latía con un rojo brillante, a nuestros pies. Mantuve
los ojos sobre el área de piel expuesta sobre el cuello de la chaqueta de las FEP.
Una chaqueta sin usar. Yo había trabajado con ellas lo suficiente en la Fábrica para reconocer una
así a primera vista. No tenía insignias, ni siquiera la bandera americana de rigor. A menos que hubiera
arrancado todas las costuras, lo que era improbable, dado que el material no mostraba las marcas,
probablemente la había robado de un cargamento; no se la había quitado a un soldado.
Dejó de mirarme para mirar a Michael. Una sonrisa apretada, de tiburón, se dibujó en sus labios.
—¿Él te hizo eso? —preguntó, señalando a Chubs con un gesto de la cabeza.
El otro adolescente utilizó la manta nueva para limpiarse la sangre seca del labio superior. Abrió
la boca, pero fue obvio que se lo había pensado mejor antes de admitir que una chica de la mitad de su
tamaño le había dejado la cara así.
El primero soltó una carcajada mientras se volvía hacia mí.
—¿Codo, puño o pie?
—Codo —respondí—. Me encantará hacer una demostración contigo, si es que necesitas una.
El murmullo había regresado, además de unas pocas risas lobunas a mi alrededor. Contraje la
mandíbula para no volver a decir algo igual de tonto. «Contrólate —me dije—. Descubre cómo es él».
—¿Una luchadora? —preguntó, levantando las cejas—. ¿De qué color eres, nena?
No me percaté de que Chubs se había movido hasta que estuvo junto a mí.
—Es una Verde. Yo un Azul. ¿Y tú eres?
—Me llaman Knox —dijo él—. ¿El nombre de Huidizo os suena de algo?
—Si tú eres el Huidizo —respondió Chubs—, yo soy el jodido conejo de pascuas. ¿Y se supone
que esto es East River?
Knox se puso de pie súbitamente, con la sonrisa divertida trocada en otra mucho más fría.
—¿No es como te lo habías imaginado?
—Los atrapamos en el mismo lugar en que cogimos a los otros dos, junto a la carretera —dijo
Michael—. La otra chica también era una Azul. Podríamos tener una iniciación esta noche…
Knox lo hizo callar con la mirada. Sobre nuestras cabezas, la nieve parecía haberse convertido en
lluvia. Bajaba por el techo de metal, era el único ruido que se oía además de los ávidos susurros de los
chicos apiñados a nuestro alrededor.
—¿Qué sabes de East River? —preguntó.
—Bueno, para comenzar… —dijo Chubs, cruzándose de brazos.
—Hemos oído que fue en Virginia —interrumpí—. Nos dirigíamos hacia allá cuando nos
capturaron tus amigos.
Este era el asunto: era obvio que este chico petulante, quienquiera que fuese, de dondequiera que
hubiese salido, no era el auténtico Huidizo. Eso lo sabíamos. Knox lo sabía. Pero, si él sabía que
nosotros lo sabíamos, no dudé ni por un segundo de que Knox se desharía de nosotros antes de que
pudiéramos revelar el secreto a otros. El nombre era legendario; si alguien podía reunir a tantos chicos
y montar su propio almacén, ¿por qué no iban a creer que era el Huidizo?
—Menuda Operación la que tienes —continué, forzando mi cuello para poder mirar hacia atrás.
Jude no aparecía. Ni Vida. Pero era evidente que se trataba de la tribu de Azules sobre la cual Cate
había intentado advertirnos—. Bonito lugar. ¿Estos son todos los chicos?
Knox resopló e hizo un ademán a uno de los adolescentes más jóvenes para que se acercara a él. El
chico, de doce o quizá trece años, enrojeció al convertirse en el centro de atención. Knox le susurró
algo al oído y el chico asintió, y después saltó de la plataforma y partió a la carrera. Lo último que vi
de él fue su chaqueta azul manchada con tizne que desaparecía tras una de las puertas laterales.
—Me llamo Ruby —dije, y luego señalé a Chubs con el pulgar—. Este es Charles. Como te he
dicho, solo estamos de paso; nos dirigimos al este.
Knox regresó a su asiento y, sin mediar palabra, la misma chica de antes se apresuró detrás de él y
le entregó un cazo con comida. Sopa, a juzgar por las gotas que salpicaron su chaqueta. No me pasó
inadvertido que los adolescentes que lo rodeaban parecían inclinarse hacia él, mirando cómo
desaparecía el caldo cucharada tras cucharada.
«No mires a Chubs», me ordené. Yo no habría sido capaz de contenerme. La chica vestida con
harapos estaba en los huesos.
Knox le hizo un gesto a Michael y él y otros adolescentes arrojaron nuestros bultos sobre la
plataforma. Las otras dos chicas, de menos edad que las primeras, pasaron a la acción. Desarmaron
pieza por pieza los bultos con las provisiones que con tanto esmero habíamos guardado. «Adiós
barritas nutritivas; adiós botiquines de primeros auxilios; adiós botellas de agua, mantas y cerillas…».
Cada cosa que ellas cogían era suficiente para superar el escaso control que yo tenía sobre mi
furia. Miré hacia donde estaba Knox, que observaba el proceso, y me imaginé lo agradable que sería
desarmar su mente de esa misma forma. Sería fácil, si pudiera acercarme a él.
Cuando Knox levantó los ojos para mirarnos, en su rostro había una expresión completamente
nueva. Una expresión… ávida. De excitación.
—¿De dónde habéis sacado todo esto?
—Lo hemos cogido de una vieja gasolinera —dije, mientras daba un paso adelante—. Es nuestro.
Lo encontramos nosotros.
—Lo vuestro es mío, nena —dijo él—. Aquí todo el mundo tiene que ganarse sus cosas.
Chubs masculló algo entre dientes.
—Llevad todo esto al depósito —le dijo Knox a Michael—. Después tú y tus chicos podréis
comer. Todo lo que queráis.
Michael sonrió y se arropó aún más en la manta que llevaba sobre el abrigo. Su grupo no cabía en
sí de la emoción y avanzaban empujándose hacia la misma puerta por la cual había salido el otro chico, con excepción de un niño, el que iba en la retaguardia. Era de estatura mediana y vestía un
chaleco militar verde que le iba pequeño y estaba desgarrado. Su pelo era tan largo y enmarañado
como el de los demás chicos de su grupo, pero lo mantenía lejos de la cara con un gorro de estilo
cazador forrado de piel. Justo antes de que se cerrara la puerta, algo debió de llamarle la atención,
porque se volvió y se apoyó en la pared.
—¿Estáis con los chicos que mis muchachos han capturado hoy? —preguntó Knox, haciendo que
centrara mi atención en él. Al inclinarse hacia delante, una gruesa cadena de oro asomó por debajo de
su camiseta y su chaqueta—. ¿La tía buena y el espantapájaros?
Bueno…, esa era una forma de describirlos.
—No —dije. Un paso más cerca. Uno más—. No tengo la menor idea de qué estás hablando.
—¡Ru!
Todas las cabezas que había en el almacén se giraron hacia la puerta lateral. Una oleada de alivio
me recorrió el cuerpo: Vida y Jude estaban ahí, con un aspecto ligeramente peor por el cansancio, pero
enteros. Ninguno llevaba chaqueta. Jude había renunciado a todo intento de fingir que no se estaba
congelando, pero Vida tenía las mandíbulas apretadas y los brazos firmemente colocados a los lados.
Advertí que algo se agitaba en sus ojos, pero no dijo nada. Habría deseado poder decir lo mismo de
Jude.
—¿Ves? —le decía él, dándole golpecitos en el brazo—. ¡Te dije que vendrían!
Suspiré y me volví hacia Knox, que estaba en la plataforma.
—¿Quieres intentar responder de nuevo, dulzura? —me preguntó otra vez, con frialdad.
Encogí los hombros y no dije nada. «Maldición».
—Así que una Verde, un Amarillo y dos Azules se meten en mi bosque… —comenzó a decir
Knox.
Se detuvo y bajó de un salto de la plataforma. Empujaron a Vida y a Jude hacia nosotros.
Knox se paseaba delante de nosotros, para diversión de los demás chicos.
—Ahora bien, los dos Azules: sois sumamente bienvenidos, aunque, desde luego, tendremos que
averiguar cuál de las dos es lo bastante fuerte para unirse a nuestros grupos de caza en una iniciación.
—¿Iniciación?
—¿Debo resolver esto a puñetazos con él? —preguntó Vida con petulancia—. ¿Creí que habías
dicho que habría una pelea?
Knox lanzó una carcajada; y, cuando Knox rio, todos los demás también se echaron a reír.
—Francamente —dijo Vida, echándose su melena azul sobre el hombro—, podrías dejarlo
marcharse. No vale para absolutamente nada. Lo tendré de espaldas en el suelo en tres segundos. Digo.
Jude mostraba su confusión de forma evidente, sin comprender que esta era la retorcida forma de
Vida de intentar proteger a Chubs de un combate que jamás podría ganar. Yo estaba sorprendida de
que le importara lo bastante como para intentarlo.
—No miente —dije yo—. Si quieres a la mejor luchadora, es ella, de cajón. Pero él tiene
entrenamiento en primeros auxilios. Me ha cosido más de una vez. Mira.
Me levanté el pelo para poner al descubierto la cicatriz de mi frente.
Knox no mordió el anzuelo de examinarla de cerca. Entrelazó los dedos y se llevó las manos a la
nuca, mientras parecía darle vueltas al asunto.
—La cuestión es qué vamos a hacer contigo y con el Amarillo.
No me gustó la dirección que estaba tomando la conversación. Ni a Jude. Sentí cómo empezaba a
temblar, un poco, y le cogí la muñeca.
—No aceptamos a los débiles —dijo Knox—. Este no es un desfile de caridad ni un hogar para los
sin techo. No desperdiciaré comida en una Verde ni en un Amarillo. Aquí nadie puede responder por
vosotros, así que tendréis que demostrar vuestro valor de… otra forma.
Chubs se preparó para lanzarse contra él, con los puños apretados a los costados, pero otra voz se
alzó antes de que pudiera hacerlo. Era pequeña, más tímida de lo que yo recordaba, pero la reconocí.
—Yo puedo responder por ellos.
En East River, Clancy había confiado a dos chicos diferentes la seguridad del campamento: Hayes,
la bestia del tamaño de un ogro que dirigía las incursiones para conseguir provisiones, y Olivia, quien
coordinaba la vigilancia del perímetro del campamento. Decir que me sentí aliviada al ver una cabeza
con cabello largo y rubio como la miel abrirse paso a través de la multitud no haría justicia a mi
sensación, pero su rostro… Reconocía sus partes, pero era como si se los hubieran arrancado para
montarlos de forma descuidada. Al acercarse advertí que cojeaba mucho.
Sí. Era Olivia. Pero a la vez no lo era.
Sus mejillas llenas, siempre rojas por las prisas o las órdenes que acababa de vociferar, se le
habían hundido tanto que sus ojos parecían los de un búho. El bronceado que había besado su piel se
había desvanecido para convertirse en un tono ceniza opaco, y, cuando se giró para mirarme, una
oleada de horror me heló el corazón, el pecho, el estómago. Casi todo el lado derecho de su rostro
estaba arrugado con tejido cicatrizal rosado; se extendía desde el rabillo de ese ojo hasta la mandíbula.
Era como si hubiera sido atacada por un animal salvaje o como si la hubiera alcanzado algún fuego.
—Olivia —dije, con un grito ahogado—. ¡Oh, Dios mío!
¿Cómo…? No, yo sabía cómo había escapado. Liam nos lo había contado. Cuando los fuegos y las
FEP llegaron a East River, unos cuantos chicos de la Guardia habían tenido la fortuna de escapar a
tiempo, entre ellos Olivia. Liam fue el único que volvió a buscarnos
—Cielos —dijo Chubs, adelantándose un paso hacia ella de forma automática—. Te…
—Los cuatro estaban conmigo cuando huimos de la furgoneta de las FEP que nos había capturado
—dijo Olivia, ignorando la mano que Chubs levantaba en su dirección. Con el rabillo del ojo vi al
chico del abrigo verde dejar la pared junto a la puerta y avanzar entre la multitud hasta situarse junto a
Knox—. Nos separamos cuando escapamos por el bosque.
La Olivia que yo conocía tenía tanta energía que podría haber reducido el almacén a un montón de
estúpidas cenizas. Ahora se limitaba a mover la cabeza con una docilidad que no le era propia.
—Ruby fue quien planeó la huida, señor.
—Ah, sí —dijo el chico del abrigo verde. Se metió las manos en los bolsillos, balanceándose sobre
los talones—. Me parecían conocidos. Ese día se nos escapó un par de chicos.
La mirada de Olivia se desvió hacia la de él y levantó las cejas en lo que era un gesto de sorpresa o
de confusión. Sin duda no era gratitud.
—En serio —la voz de Knox seguía siendo inexpresiva, pero sentí que sus ojos volvían hacia mí
—. ¿Y habéis pasado los últimos meses vagando por mi hermosa propiedad?
—Pasando desapercibidos, juntando provisiones y buscando a Olivia —dije yo rápidamente,
arriesgándome a mirar al chico.
¿Cuál era su intención?
—¿Por qué no se lo mencionaste a Michael, Brett? —preguntó Knox—. ¿Por qué no lo dijiste
antes?
El chico, Brett, se encogió de hombros.
—Supongo que no había visto la relación hasta ahora. Su cabello —me señaló con la cabeza— era
más corto y él vestía ropas diferentes.
—Ellos pueden ayudarme —continuó Olivia con los ojos aún fijos en el suelo—. Por lo menos
hasta que te demuestren su valor.
Knox soltó un suspiro de exasperación. Comenzó a pasearse otra vez, y cada uno de sus pasos
resonaba como un trueno en el silencio del almacén. Parecía saltar a cada paso que daba.
—Vale —dijo, mirando hacia arriba—. Llévate al Amarillo y a la Verde. A Charles también.
Y en un segundo estuvo fuera de mi alcance. Ahora yo ya no era útil para sacarnos de aquí.
—La buenorra se quedará y nos mantendrá entretenidos —dijo Knox, alisándose el pelo detrás de
las orejas con una gran sonrisa. Dirigió un ademán con la cabeza a los chicos situados a su izquierda
—. Quitadles las chaquetas, coged todo lo que aún puedan llevar de valor y dejadlos fuera, que es
donde debe estar la basura.