CAPÍTULO VEINTIUNO
Nací en el oscuro corazón de un fiero invierno.
Eran palabras de mis padres y de mi abuela, no mías. A ella y a papá les encantaba contar la
historia de aquel viaje, desafiando la muerte, desde el hospital a casa, cuando yo no conseguía
calmarme por las noches o me aburría y me ponía nerviosa durante las cenas familiares. La ventisca
me envolvía constantemente. Yo me dejaba envolver por ella del mismo modo que las palabras de
ellos dos parecían destilar peligro, la forma en que usaban sus manos para mostrar la altura de la nieve
acumulada. Apenas podía seguirlos; intentaba absorber las palabras cada vez, interiorizarlas tan
profundamente que soñaba con ellas cuando por fin me dormía. Ahora solo tenía esa agobiante
sensación de vergüenza. Detestaba lo estúpida que había sido al pensar que haber sobrevivido
significaba que de algún modo yo era especial. Haber pensado que esa era una prueba innegable de que
yo debía vivir para hacer algo más adelante.
—El cielo tenía el color de la ceniza —decía papá—, y en el instante en que dejé el aparcamiento
las nubes parecieron caérsenos encima. Debí haber regresado de inmediato, pero tu madre deseaba
llegar a casa, con la abuela. Había preparado una fiesta de bienvenida para nosotros.
Habían llegado tan lejos como les era posible. Papá en el asiento del conductor, intentando abrirse
paso a través de la asfixiante cortina blanca, mamá conmigo en el asiento trasero, gritándole que se
detuviera antes de que cayéramos por un acantilado inexistente. A él le gustaba especialmente contar
esa parte: papá era el único capaz de captar el matiz alto y velado de la voz de mamá cuando ella
estaba a punto de sufrir un colapso.
Los faros de los coches no podían con la nevada, pero aún había gente que intentaba salir de ese
tramo de carretera. Papá se detuvo, pero alguien que venía de la dirección opuesta salió de su carril y
se estrelló contra el frente de nuestro coche. No sé adónde iban o por qué iban tan rápido y casi sin ver
por el viento y la falta visibilidad, pero destrozaron nuestro coche, arrojándolo fuera del arcén, hacia
el banco de nieve cada vez más alto. Dejaron inservibles el motor y la batería.
No había cobertura telefónica, ni siquiera podían usar la radio. Mamá siempre contaba esa parte de
la historia con voz tensa, con la imaginación fija en todo lo que nos podría haber pasado si la tormenta
hubiera durado bastante más de lo que duró. Los tres nos apiñamos en el asiento trasero, intentando no
dejarnos llevar por el pánico, manteniéndonos muy juntos para conservar el calor. Yo dormí todo el
rato.
Creo que a mi abuela le gustaba la historia porque a ella le tocó hacer de héroe. Había movilizado
a los vecinos para montar una partida de búsqueda y después usó su automóvil para tirar el coche de
mis padres hasta dejarlo otra vez en la carretera.
—Así es la vida, Abejita —me dijo años después—. A veces es una la que se apresura, presa del
pánico, y hace demasiadas cosas sin prestar atención, arruinando cosas sin intención. Y a veces la vida
simplemente te ocurre y no puedes evitarlo. Te lleva por delante para saber de qué estás hecha.
A pesar de lo terrorífica que me resultaba la historia cuando era niña, de mayor todavía me
encantaba el invierno; el frío no me molestaba, porque sabía que en cuestión de meses, semanas, días, la estación volvería a cambiar. Es fácil pasar los días más fríos sin otra cosa que la promesa de calor
de la gente que se tiene alrededor.
Pero este frío, el que sentía ahora, me calaba hasta los huesos; era una insensibilidad que nada me
quitaría, de la cual no había escapatoria.
El suelo comenzó a deslizarse bajo mi espalda; zonas de barro a las que sucedían zonas de hielo y
a estas las sucedían rocas que se clavaban en mi cóccix y me desgarraban la espalda. Oí el crujido de
las hojas escarchadas al pasar junto a mis oídos, sentí el doloroso tirón cuando mi pelo se enganchó en
algo. Una de mis manos intentó cerrarse sobre una raíz que pasaba, anclarme en la corriente de ese río
de tierra, pero se movía demasiado rápido. El sol relumbró, rojo detrás de mis párpados, clavándose en
el dolor pulsante que me inundaba el cráneo. No podía sentir la pierna derecha; en realidad, no podía
sentir el lado derecho. Y hasta que la luz no disminuyó y yo pude abrir los ojos, mi mente no
consiguió comprender que la que se movía era yo, no el suelo.
El cielo, allá en lo alto, era azul detrás de los parches de grandes nubes blancas. Lo distinguí a
través de los brazos desnudos y grises de los árboles. Fruncí el ceño y aspiré el penetrante hedor de un
cuerpo. Oí un gruñido de esfuerzo cuando bajo mi espalda se deslizó una superficie grande y áspera.
Después vino una tierra lisa y rápidamente apareció una cuesta, sin aviso, como la zambullida inicial
de un avión al descender. Mi estómago y mis ojos se movieron hacia abajo.
El hombre vestía una chaqueta acolchada rojo oscura, una prenda desgastada y raída por los años.
El dobladillo de la cintura estaba desgarrado y el relleno blanco asomaba por el agujero. Los vaqueros
le iban demasiado ajustados: protestaban cada vez que se giraba para coger mejor mi pierna.
—No…
No tenía voz. Intenté levantar mi otra pierna para soltarme de un puntapié, pero ninguno de mis
miembros me respondía.
El hombre debió de sentir mis movimientos, porque echó un vistazo por encima del hombro.
—¿Estás despierta?
Yo veía dos hombres, después tres, después cuatro. «Concéntrate», me ordené a mí misma. El
hombre se veía tan amenazador como un Santa Claus de centro comercial: llevaba la barba larga e
irregular, pero tenía la misma barriga. Papá solía leerme libros que hablaban del destello en los ojos
de Santa y de sus mejillas sonrosadas. Bueno, los ojos de este también resplandecían. Con el signo del
dinero.
—Si intentas algo raro te parto el cuello. ¿Me has oído?
«Muévete». Intenté levantar las caderas. El instructor Johnson me había enseñado cómo
deshacerme de un agarre como este, varias veces seguidas. Tenté el suelo en busca de una piedra que
pudiera arrojarle al punto blando de la base de la nuca; busqué la navaja suiza que ya no estaba oculta
en mi bota. Mi cuerpo no respondía. Me había golpeado la cabeza, pero no tan fuerte, ¿no era así? La
noche ante mí era oscura. Recordé la larga caminata, Jude reconfigurando el sistema de seguridad,
todas esas cajas y cajones con banderas e idiomas extraños. Y Knox. Knox había estado ahí, ¿no era
así?
El dolor de cabeza estalló tras mis ojos y los apreté otra vez. El sol brillaba; ¿por qué hacía tanto
frío?
—Hay alguien que estará superinteresado en conocerte —siguió el hombre—. Vino esta mañana
husmeando, preguntando si habíamos visto a unos chavales. Dijo que había habido una gran pelea en el aeroparque, que unos cuantos podrían haberse escapado. Y yo me dije, Joe Hiddle, este hombre
puede estar loco o puede tener razón. Así que salí a cazar, como siempre, ¡y mira lo que he
encontrado!
Bajé las caderas en un intento de crear tanta fricción como me fuera posible mientras bajábamos la
siguiente colina. Puede que no pudiera pelear, pero no se lo iba a poner fácil.
—Pero —comenzó a decir, torciéndome el tobillo en un ángulo poco natural— ¿no acabo de
decírtelo?
Utilicé la escasa movilidad que tenía en el cuello para estirarlo hacia delante cuando bajábamos la
última colina. Tiendas, más de las que había visto en el almacén. La mayoría eran blancas o tenían
impresas las palabras «PROPIEDAD DEL EJÉRCITO DE ESTADOS UNIDOS». Una sacudida de terror me
atravesó el cuerpo e impulsó una única patada en la rótula del hombre. La explosión de dolor en el
costado no fue nada en comparación con el puntapié que me dio el hombre en todas las costillas.
Me quedé quieta porque no tenía otra alternativa. Sentía que me habían drenado hasta la última
gota de energía y casi podía imaginar el hilillo que quedaba a nuestras espaldas como un rastro de
sangre.
—¡Sandra! —gritó el hombre—. Sandy, ¿ese tío está todavía aquí?
Hubo pies y rostros a nuestro alrededor desde el instante en que entramos en la fila de tiendas.
Aquí los olores aparecían en ráfagas: carne ahumada, ropa sucia, agua estancada. Alrededor de las
entradas de las tiendas todo era fango, pero dentro había alfombras y velas y montones de colchones
viejos y sábanas.
—Joe, ¿esa es…? —comenzó a preguntar alguien.
—Aparta, Ava —le advirtió Joe—. La he encontrado yo. ¡Sandra!
—Acaba de marcharse —llegó la voz de otra mujer, con un acento casi indescifrable—. Iré a ver si
su coche aún está en la carretera. Tú… tú mantenla aquí.
El jersey se me había levantado en la espalda y el fango se sentía tan baboso como helado. Algo —
alguien— me tocó la mano izquierda con el costado del pie.
—Esta es… Es esa chica…
El rostro rubicundo de una mujer madura se inclinó sobre el mío, acercándose. Se quitó uno de los
guantes que no hacían juego entre sí e hizo ademán de ponerme el dorso de la mano en la frente. Joe le
gruñó, obligándola a retroceder. Se me cerraron los ojos otra vez, y cuando conseguí abrirlos había
otras caras en lugar de la de ella. Era una galería de emociones no contenidas.
Retratos de temor agotador, paisajes de tristeza, miniaturas de curiosidad. Intenté moverme de
nuevo, pero no pude disminuir el dolor que me atenazaba la cabeza.
—Está temblando —dijo uno de los hombres. Vi sus Nike amarillentas, no su rostro—. Déjame
traerle una manta.
—¿Está enferma? ¡Está tan pálida! —Esta vez fue una mujer—. Dios, no puede tener más de
dieciséis; mírala, Joe. ¿Se la vas a entregar a ese hombre?
Esto es lo que sucede con las armas: son como el bastón para hablar que mi maestra de primer
grado solía utilizar para pasar de mano en mano durante las clases. Quien tenía el bastón era el único
que podía hablar.
—Volved a vuestras jodidas tiendas.
El arma de Joe era un brillante revólver plateado y nadie estaba dispuesto a comprobar cuántas
balas quedaban en el tambor.
Una mujer, Sandra, soltó un chillido.
—¡Aquí está! ¡Aquí está! —Y el viento lo trajo hasta nosotros. Al chillido le siguió el
inconfundible sonido del motor de un coche, el rugido se oía cada vez más fuerte a medida que el
vehículo rodeaba el hundido perímetro de la ciudad de tiendas.
Me lamí los labios agrietados, intentando respirar una bocanada de aire que nunca llegó. El
hombre, quienquiera que fuese, fue como una piedra arrojada a un lago de aguas tranquilas. Hasta la
gente que había cuestionado a Joe se dispersó. Dejaron caer mi pierna al suelo. Sentí que la sangre que
se apresuró a regresar a ella estaba repleta de vidrio.
—¿Y mi dinero? —decía Joe—. Quiero saber cómo me lo reembolsará Gray. ¡Estoy jodidamente
seguro de que no hizo nada cuando el río se llevó todo lo que yo tenía!
—Tu nombre ingresará en el sistema de rastreadores. Ellos te encontrarán. Yo solo soy el
transporte. Sostenla, ¿quieres?
La niebla que cubría mi cerebro se desgarró. Alguien me pisó la muñeca, clavándome al suelo.
—¡No! —solté, mientras mis ojos recorrían la parte delantera de la tienda en busca de un rostro
compasivo, de cualquiera que no fuera Rob Meadows.
Observaban. Todos ellos, cada persona de esa ciudad de tiendas. Su ansiedad movió el aire como
una garra y se agitó en mi mente. Pero su silencio… era ensordecedor.
Abrir mis ojos otra vez lo haría real, pero así lo quería él. Su mano se cerró sobre lo que quedaba
de mi coleta, estirando y torciendo mi cabeza hacia atrás para verme mejor. Sonrió.
—Hola, Joyita —gruñó Rob—. Ha pasado algún tiempo.
Ahogué un no.
—Toma. —Con un gesto ausente, Rob le pasó una tableta al hombre—. Escribe tu nombre y tu
número de la Seguridad Social; la recompensa se divide en sesenta-cuarenta.
—¡Sesenta-cuarenta! —escupió Joe—. Es… Dios santo… ¿Esa cifra es correcta?
—¿Cuánto? —gritó alguien desde fuera—. No olvides que yo te he prestado el revólver; ¡me debes
las raciones del mes pasado!
—¡Sujétala! —vociferó Rob—. ¡Necesita sujeciones adecuadas!
Me juntaron las manos y así se quedaron; lo que las sostenía no era de plástico, sino de metal. Oí
tintinear la cadena; sentí que me levantaba la cabeza y aspiré el olor del cuero.
Grité. Fue un sonido desgarrado y feo que me lastimó la garganta. «No», supliqué, sacudiendo la
cabeza, retorciendo el cuello para escapar. Las rodillas de Rob me cayeron sobre el pecho y mi
siguiente exhalación fue un sollozo.
—Ah, sí, lo recuerdas, ¿verdad?
—¡No! —gemí—. Por favor…
Al final, todo aquel entrenamiento había quedado en nada. Podía moverme y llorar e intentar
gritar, pero sentía como si mis costillas se estuvieran derrumbando. El mundo entero se estaba
derrumbando y aplastaba, desintegraba las caras de todos los que estaban de pie, observando la escena.
Rob se colocó un par de gruesos guantes de goma antes de colocarme el bozal sobre la boca y ajustar
la correa detrás de mi cabeza, y fui una niña pequeña una vez más. Yo era el monstruo del cuento.
Mi respiración era caliente, vapor. Joe le devolvió la tableta a Rob y retrocedió varios pasos. Miró
a la mujer de cabellos canosos que tenía a su derecha y dijo:
—Dios, si lo hubiera sabido… ni siquiera la habría tocado.
Rob se inclinó e intentó arrastrarme fuera del fango tirando de la cadena que unía las esposas al
bozal. No me incorporé más allá de las rodillas; el resto de mi cuerpo aún no se había solidificado
debajo de mí. Rob me levantó con una enérgica maldición y un gruñido de desagrado y me transportó
bajo un brazo arrastrando mis pies por el camino. Volví a sacudirme, intentando golpear con mi
cabeza los nódulos de los músculos del brazo, pero él se limitó a soltar una risita.
—El mundo no siempre me sonríe —dijo—. Pero a veces me trata bien. Esa mirada tuya, cuando
me viste… La verdad, eso ha sido magnífico.
Seguí retorciéndome mientras él me arrastraba hasta la parte trasera de su viejo jeep rojo.
—Sabía que si vigilaba la red de dispositivos de seguimiento, al final la cagarías. Me tocaría
preguntarte sobre el motivo real por el que te evadiste de la Operación; qué tienen que ver Cate y Cole
en esto. Quería ser yo el que te atrapara, llevarte directamente a ese pequeño campamento tuyo y ver
cómo te arrastraban dentro.
Grité dentro del cuero, pateando el respaldo del asiento.
—¿Tú y yo? —dijo, extrayendo una larga tira de plástico de la mochila que llevaba para atar mis
pies. Intenté patear otra vez y solo conseguí otra carcajada—. Nos lo vamos a pasar muy bien en este
viaje a West Virginia. Ni siquiera pediré la recompensa.
La puerta se cerró en mi cara, ocultándome al grupo de adultos que se apiñaba en una sola hilera
antes sus hogares, observando. El coche se balanceó cuando Rob abrió la puerta del conductor y se
sentó.
—¿Quieres saber por qué maté a todos esos niños, zorra? —dijo—. No eran luchadores. Ninguno
de vosotros lo sois, pero ahora sois los que tenéis poder en la Liga. Podéis pasar por encima de
nosotros, decidir las operaciones, convertir a Alban en un montón de arrullos de mierda. Pero no lo
comprendes; ninguno de vosotros lo comprendéis. No entendéis cómo debe ser el mundo si hemos de
sobrevivir a esto. Ni siquiera los dispositivos de seguimiento; no entienden que tú eres más valiosa
para este país muerta que viva.
Rob aceleraba, pese a las estremecidas protestas del jeep, con los condenados ZZ Top en la radio a
todo volumen. Me gritó que estaba cansado de oírme gimotear y sollozar. Qué coincidencia. Yo estaba
jodidamente cansada de «La Grange» y del olor a gases de tubos de escape.
Intenté todo lo que se me ocurrió para quitarme el bozal. La correa que envolvía mi cabeza no
cedía. Rob la había ajustado hasta el punto de dolerme y, por el ruido que hacía, había utilizado un
cable de plástico más pequeño para reforzarla. Gruñí y me doblé intentando alcanzar mi bota.
Sentí un tirón en la cintura y algo parecido a un desgarrón. Me mordí los labios, ignorando el flujo
de líquido cálido que empapaba mis vaqueros.
Michael. Había olvidado su ataque. No era extraño que me sintiera como si hubiera sido arrollada
por un camión. Había visto la hoja; era pequeña, de tamaño semejante al de mi navaja suiza.
Necesitaba abrirme paso a través del dolor, mantenerme sobre la ola de adrenalina para evitar
desmayarme otra vez.
El espacio era estrecho y casi insuficiente para moverme, pero yo podía hacerme pequeña cuando
quería serlo. Deslicé los dedos entre los nudos del cuero que me apretaba la cabeza. Flexioné las
rodillas para llegar mejor a mis botas antes de recordar que ahí no había nada; nunca había recuperado
mi navaja suiza. No había logrado encontrarla entre los suministros. Tragué con dificultad. «Vale.
Vale. Vale. No te dejes llevar por el pánico», pero yo ya me había dejado llevar por el pánico. Podía
sentir el terror burbujeando en mi pecho, y supe que si permitía que se me escapara de las manos me
ahogaría. «Estás bien».
La canción por fin —por fin— se terminó.
—«Los preparativos para la Cumbre de la Unidad están en marcha —dijo la voz siniestramente
calmada del presidente Gray—. Ansío sentarme con estos hombres, por muchos de los cuales siento
un gran respeto, y…».
Rob cambió de emisora de un manotazo.
—Es divertido, ¿verdad? —dijo—. Que súbitamente el presidente sea mucho más revolucionario
que Alban. Que quiera algo nuevo.
«Sí —quería decir—, graciosísimo». El tío había tenido la mala fortuna de dirigir una
organización a la cual le había crecido otra cabeza, una cabeza con dientes más afilados.
—Le tomó demasiado tiempo a Alban darse cuenta del error que era traerte, y encima os envía a
unos gilipollas a hacer trabajos que cualquiera de nosotros podría haber hecho. Puede que él tenga su
pasado, pero no va a cambiar mi futuro.
Miré alrededor, en busca de algo potencialmente afilado para cortar las esposas de plástico que me
sujetaban las muñecas.
—Y Connor… Lo único que le interesaba era cuidarte, pero no hay tiempo para eso. No hay sitio
para ti, ni aquí ni en ninguna parte. El único sitio para ti está en esos campamentos o enterrada como
los demás. ¿Me oyes? —Ahora gritaba—. ¡No necesito una excusa para lo que hice! Me uní para sacar
a Gray de ahí, no para jugar a las casitas con un tío que está demasiado asustado hasta para salir a la
superficie. ¿Cree que nos unimos a causa de vosotros? ¿Quiere saber por qué no os respetamos? ¿Pero
no nos permite utilizaros para lo único que valéis?
«Morir por gente como él —pensé—, eso es lo que está diciendo».
—Hice lo que tenía que hacer, y lo haría de nuevo. Se lo haré a cada jodido niño de la Liga hasta
que entiendan, y voy a empezar con tu grupo.
La rabia palpitaba a través de mi cuerpo, compitiendo con el asco.
«Mantén el control —me ordené—. Él no lo sabe». No necesitaba tocarlo. Rob podía callarme,
pero no tenía poder sobre mi mente.
—¿Qué pensará Jude de la valla eléctrica de tu antiguo hogar, Ruby? —se preguntó en voz alta—.
¿Qué le harán los guardias a Vida cuando vean lo bonita que es, el cuerpazo que tiene para una chica
de su edad? Y Nico… es un blanco bastante fácil, ¿no es así?
Cerré los ojos. Me obligué a relajarme, a recordar que aquí, ahora, siempre, yo era el depredador.
Esto es lo que había querido decir Clancy al asegurar que yo nunca había conseguido controlar mis
habilidades porque tenía demasiado miedo a aquello en lo que me transformarían.
No había conseguido hacerlo antes, no por falta de deseo o de intentos, sino porque no podía
deshacerme de la necesidad de controlar hacia dónde me llevaría.
No había necesitado tocar a Mason ni a Knox para deslizarme dentro de sus mentes. No había
intentado contener mis habilidades por temor, y, a cambio, me habían dado lo que yo deseaba.
Todo lo que deseaba ahora era salir de este condenado coche. Deseaba enseñarle a Rob lo pésimo
de su decisión de venir tras de mí, de amenazar a las personas que me importaban.
Estaba comprendiendo que, en cuanto había estado dentro de la mente de alguien, el camino para
volver era más despejado, cada vez más fácil que la anterior. Todo lo que necesitaba era canalizar el
deseo y sentir que abría un ardiente hueco en medio de mi pecho, e imaginar la cara de Rob y las
manos invisibles desplegarse con calma, reptar como hilillos de humo por debajo de los asientos que
nos separaban. Era mío; me había hundido en su mente con la gracia y la firmeza de un ancla en el
agua.
Antes, sus recuerdos y pensamientos se habían abierto con lentitud y suavidad, como el terciopelo,
y se expandían en cada recodo. Ahora estallaban como burbujas de alquitrán, un amasijo de rostros,
números, manos y armas.
Recordé cómo eran esos chicos; no tuve que imaginar los detalles. Solo tuve que deslizar la
imagen de los chicos sentados en el coche, a su lado. La chica sentada junto a él, en el asiento del
acompañante, y el chico detrás.
—¿Qué… qué co…?
Forcé la imagen de la chica mirándolo, exactamente como lo había hecho un instante antes de que
presionara el gatillo. El coche se desvió hacia la izquierda, hacia la derecha, mientras Rob maldecía.
Me concentré en el muchacho, trayéndolo delante de nuestras mentes.
«Más».
Esto no era suficiente. No para él. Homicida, asesino, animal; alguien que obtenía un placer
enfermizo de la caza, pero más todavía del hecho de destripar a la víctima. Había visto su cara esa
noche, cuando asesinó a esos niños. Una sonrisa de satisfacción, con un matiz de avidez que no había
comprendido hasta ahora. «Más».
¿Qué le habría hecho a Jude si yo se lo hubiera permitido? ¿Le habría disparado como a los
demás? ¿Le habría cortado el cuello? ¿Lo habría estrangulado hasta haber ahogado su última chispa de
vida?
Hice que la chica extendiera su mano hacia él y él vio la escena una y otra vez, tal como la había
visto yo. Cómo se había partido la órbita ocular cuando la bala penetró en ella. Un chorro de sangre le
salpicó la cara y el parabrisas y la alucinación era tan intensa, tan deliciosamente poderosa, que el
coche se desvió y oí que se encendía el limpiaparabrisas.
—¡Para! —gritó—. ¡Joder, para!
Evoqué a la chica extendiendo la mano, recorriendo el brazo de Rob con su mano, y, dado que su
mente así se lo indicaba, él la sentía. «Más».
Él había matado a esos chicos, pero no solo era eso. Primero les había hecho escapar de su
campamento. Les había dado la esperanza de la libertad, de volver a ver a sus familias alguna vez. Les
había quitado los sueños y los había aplastado.
—¡Sé lo que estás haciendo! —bramó—. ¡Sé que eres tú!
Con su primer jadeo desgarrado, un estremecimiento de satisfacción recorrió mi cuerpo. Envié al
chico reptando hacia delante, sobre el apoyabrazos, a rodear el cuello de Rob con sus brazos. Manchó con sangre la parte delantera de la camisa de Rob y apoyó el rostro en ella. Era necesario que Rob
sintiera su pulso cálido, un fluido pegajoso y ardiente que jamás se quitaría de la tela, mucho menos
de su piel. El chico y la chica comenzaron a sollozar, a gemir, a revolcarse; vertí hasta el último
gramo de mi furia y mi miedo y mi devastación en ello.
Un disparo hecho desde el asiento del conductor hizo estallar la ventanilla del acompañante; Rob
intentó descargar todas las balas del tambor sobre la muchacha sentada ahí, pero con cada disparo yo
la acercaba un poco más a él, hasta que su mano estuvo sobre el arma, sobre su mano y las giró a
ambas hacia el pecho de Rob.
«Puedo acabarlo así —pensé—, por su propia mano». Estaría bien. Ahora yo tenía el poder de
castigar. No el hombre del arma, no el asesino entrenado ni los soldados ni los guardias que recorren
las vallas eléctricas en Thurmond. Yo. Este pensamiento fue suficiente para bombear sangre
electrificada por mis venas; ya no sentía dolor en la espalda ni en la cabeza. Me sentía ligera, en la
cima, flotando en libertad. Podía acabar con su vida por su propia mano, con un único disparo al
corazón. La misma mano, el mismo corazón que habían destrozado tantas vidas y me habían llevado a
mí a esto, a este lugar de dolor y miedo atroz. La misma mano que me había atado como a un animal.
Él era el animal. Una bestia estúpida, igual que lo había sido Knox. Necesitaban un entrenador,
alguien que tomara las decisiones por ellos, para estar seguros de que jamás volverían a lastimar a
nadie.
—Para…, para —sollozó, y su voz sonaba como la de un niño—. Por favor, Dios, por favor…
Su terror se filtraba a través de sus poros, el olor de su sudor acre, sus jadeos que se oían aún bajo
el cuero. La nariz me ardía al aumentar mi control sobre él para acercar a la muchacha cada vez más
hasta que su pálida mano espectral flotó hacia arriba y le acarició un lado de la cara, haciendo dibujos
infantiles en la sangre y la porquería imaginarias.
«Debemos usarlos para mantener a los demás en su sitio».
—Eres… eres un monstruo —boqueó Rob—. ¡Nos destruiréis; lo destruiréis todo, malditos,
malditos, malditos!
Un estallido de ruido y movimiento estremeció la parte trasera del coche, arrojándome contra el
asiento. Hubo una pequeña explosión y empezamos a girar, giramos, hasta que dejamos de hacerlo.
La intensidad del choque hizo volar los cristales y lanzó una lluvia de vidrio sobre mí. Oí un
último grito de Rob antes del impacto y nada más, salvo un chirriante ruido de metal aplastado al
hundirse la parte delantera del vehículo en un bosquecillo que había junto al camino.
Embestí el respaldo del asiento; mis dientes repiquetearon. El golpe de la frente hizo desaparecer
todos mis pensamientos en un blanco cegador. Las imágenes del chico y la chica me fueron arrancadas
de detrás de los párpados. Se desvanecieron, el rostro de Rob desapareció y solo quedé yo; solo yo y lo
que había hecho.
«Oh, Dios mío». Intenté aspirar el aire a través del bozal, pero en los últimos minutos se había
ajustado cada vez más; un alarido chillaba dentro de mi cabeza. Me golpeé la cara contra la
alfombrilla, y el primer sollozo se abrió paso hacia fuera como si alguien me lo hubiera arrancado de
la garganta. «Oh, Dios mío; oh, Dios mío; oh, Dios mío».
Clancy habría estado tan orgulloso de mí. La manera en que había usado a esos chicos,
retorciéndolos, manipulándolos, desgarrando la mente de Rob hasta despedazarla. Clancy me habría
mirado a la cara y habría visto su propio reflejo en ella.
«Debemos usarlos para mantener a los demás en su sitio».
Se me revolvió el estómago, y la bilis se abrió camino ardiendo hasta mi boca hasta que me
ahogué con ella. Quería vomitar, quería quitarme la negrura de dentro, necesitaba aire, alejarme de
Rob, de esto, de lo que él me había hecho y de lo que había hecho yo.
«Monstruo, monstruo, monstruo, monstruo, monstruo». Estampé un pie contra la puerta del
maletero una y otra vez hasta que el plástico comenzó a agrietarse. ¿Dónde estaba Rob? ¿Por qué no
decía nada?
Hubo un rechinar de frenos y ruido de puertas que se cerraban. Yo solo pateé más fuerte, un
continuo «pum, pum, pum» como el ritmo de un viejo tema de rock and roll, como armas que disparan
en la noche.
Todavía sollozaba cuando por fin la puerta se abrió de un golpe. Rodé fuera del coche y fui a dar a
la tierra, boca abajo, con un gemido de dolor. Incluso al aire libre, el bozal era sofocante y no podía
quitármelo; nunca iba a poder quitármelo…
—¿Un día ajetreado, amiga mía?
Vida se alzaba a mi lado y su sombra se alargaba en el suelo, junto a mi rostro.
Yo intentaba quitarme el maldito bozal, mientras sentía el sabor del cuero y de mis lágrimas
saladas. Sabía que estaba hiperventilando, pero no conseguía reprimir el creciente pánico que
finalmente había estallado en mí al chocar el jeep. No quería que Vida me viera así. No quería que
nadie me viera así. «Por favor, marchaos, por favor, dejadme sola; no puedo estar cerca de vosotros,
por favor, por favor, marchaos y dejadme aquí…».
—Ruby —dijo, girándome—. Vale, vale, Ruby, deja que te quite esto…
Su cuchillo cortó la abrazadera plástica que me sujetaba las muñecas, pero sentí que sus dedos
forcejeaban inútilmente con las correas del bozal. Yo le gritaba, suplicándole: «¡Déjame! ¡Déjame!»,
y no me salía nada más que un débil gemido.
—¡Mierda!
Vida tuvo que recurrir al cuchillo para cortar el cuero, que cedió bajo sus cuidadosos dedos.
Primero una correa, luego la otra y el aire estaba en mi boca, frío y con sabor a escape de coche.
—No —grité—, no puedo… Tenéis que… Tenéis que…
—¡Vida! —La voz de Jude sonaba muy lejana—. ¿Ruby está bien?
Mi vista subía y bajaba en un mar de espuma gris. El frío era una serpiente que reptaba por mis
miembros, enroscándose con fuerza alrededor de mi pecho mientras yo intentaba recuperar el aliento.
Hubo un bullicio de zapatos contra el asfalto suelto del arcén. Un nuevo par de manos, una cara nueva
sobre mí.
—¡Echadle un vistazo a él! —vociferó Chubs.
—Oh, con mucho gusto —gruñó Vida, rodeando la parte trasera del jeep.
—¿Puedes levantarte? —El rostro de Chubs apareció justo sobre el mío y sus manos se apoyaron
en mis mejillas—. ¿Te duele? ¿Puedes hablar?
Intenté arrastrarme lejos de él, tosiendo el sabor amargo y ardiente que bajaba del fondo de mi
garganta.
—Ruby, cielos. —Chubs me cogió por los hombros, manteniéndome en el sitio. Su tono de voz se
quebró—. Estás bien. De verdad, te lo prometo. Estamos bien, ¿vale? Respira hondo. Mírame.
Mírame; estás bien.
Apoyé la frente en el asfalto, e intenté sacar de mí las palabras, la advertencia. Mi visión
parpadeaba y se oscurecía en los bordes de mis ojos, pero sentía la cabeza como si alguien me la
hubiera abierto de un golpe. Mis uñas se hundieron en el camino, como si pudiera cavar lo suficiente
para enterrarme. Oía voces que gritaban, cerca y lejos, pero también oía a Clancy, su voz sedosa
susurrando en mi oído: «Ahora eres mía».
—¿Bien? —preguntó Chubs.
Mi mirada se posó en el rostro de Vida, que había adquirido un tono gris enfermizo. Se pasó el
dorso de la mano por la boca.
Me levantaron del suelo entre los dos. Vida casi me llevaba sobre sus hombros.
—¿Puedes quitarle las esposas? —le preguntó a Chubs.
La cadena todavía estaba unida al bozal y ambos se arrastraban por el suelo, señalando nuestro
camino.
—Eso no es primordial; ¿sabes conducir?
—Soy un crack —le espetó con modestia—, ¿por qué?
—¡No…! —berreé. Agarré el cuello de mi camisa en un intento de evitar que el tejido me ahogara
—. No, tenéis que dejarme… Debéis dejarme…
—¡Ru! —gritaba Jude—. ¿Qué le pasa?
—¡Abre la puerta! —ordenó Chubs—. ¡No, tú no, imbécil; tú quédate en el coche!
—¿Está bien? ¿Chubs?
Liam… Ese era Liam, ¿verdad? Sonaba como Liam, el antiguo Liam, al otro lado del túnel. ¿Cómo
era posible? ¿El medicamento?
La puerta trasera se abrió y Chubs entró primero, arrastrándome detrás de él hasta tenderme en el
asiento. Apreté los dientes por el dolor, mi visión se volvía borrosa mientras veía a Jude saltar dentro
del coche y deslizarse bajo mis piernas estiradas. Intenté levantar una mano para apartarme el pelo de
la cara, pero no podía sentir nada de los hombros para abajo.
Hubo otro destello blanco. El dolor era atroz, gritaba, ahogaba la culpa, la devastación, hasta el
miedo. Y supe que me iba, me iba porque parecía que Liam también estaba gritando.
—¡Chubs! —Giré la cabeza y vi una mano blanca que golpeaba la rejilla de metal. La voz
suplicante de Liam era tan agonizante como la áspera tos que le siguió—. ¡Para, Chubs, le estás
haciendo daño!
—¡Oh, joder, no vas a abrir esa puerta! —gritó Vida—. ¡Pon tu culo en el asiento, rubito, o te
meteré un tranquilizante!
—¿Dónde? —preguntaba Chubs mientras sus manos apartaban el cabello de mi espalda y mi nuca.
No comprendí a qué se refería hasta que Jude dijo:
—En la espalda; no sé cuán grave es, pero está herida.
El coche salió pitando, saltando, hasta que llegó a la superficie lisa de la carretera y entonces
volábamos a toda velocidad entre las perplejas protestas de Chubs.
—¿Está bien? ¿Está herida? Cielos, Chubs, ¡dímelo!
Chubs me levantó el jersey y la camisa, exponiendo mi espalda al aire cálido de las toberas. Hubo
una expresión de asombro, pero no estaba segura de si había sido él o yo. Sentí sus dedos de hielo
cuando presionaron el centro pulsante del dolor.
—¡Oh, Dios mío! —gritó Jude. Sostenía mis piernas sobre su regazo, abrazándolas contra su pecho
—. Ru, lo siento, no sabía…
—¿Qué? —rogó Liam—. ¿Está bien?
Chubs no mentía o, por lo menos, cuando lo hacía, eran mentiras importantes, habitualmente para
proteger a uno de nosotros o a todos. Pero nosotros dos formábamos el Equipo Realidad, y en general
no edulcorábamos las cosas. Debió de haber sido grave, porque Chubs decidió no responder.
—¿Qué hay del tío ese? —preguntó.
Fuera lo que fuera lo que había colocado en mi espalda, estaba helado, y después, sin advertencia,
comenzó a pincharme.
Está limpiando la herida, pensé, mientras mi visión flotaba.
—Ya no causará problemas —dijo Vida con firmeza—. Nunca más.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Chubs.
—Jackson Pollock es un principiante al lado de ese parabrisas —respondió, con sencillez.
—No lo… —comenzó a decir Jude.
—No —respondió Vida, y pude sentir el arrepentimiento en su tono de voz—, los árboles y el
volante son los responsables de esa obra maestra.
—¿Conoces a Jackson Pollock?
Las manos de Chubs se detuvieron, solo por un instante.
—Sorpresa, idiota —dijo ella—, sé leer, coño.
—¡Chubs! —La palabra sonó como si alguien la hubiera arrancado de la garganta de Liam. Estaba
desnuda por el miedo y mi corazón se encogió al oírla—. ¡Dime que Ruby está bien!
—Está… bien —dijo con voz ronca.
Me sentí derivar, planear sobre una ola de hielo que me insensibilizaba y robaba las sensaciones de
mis manos, mis piernas, mi columna. Solo hizo falta que Chubs presionara la punta de la aguja contra
mi piel para que el dolor se extendiera y me arrastrara hacia abajo, hacia la oscuridad.