CAPÍTULO DIECINUEVE
Solo esperamos lo suficiente para que el sol se ocultara, antes de salir. El breve atardecer era una de
las pocas bendiciones de un invierno que se acercaba rápidamente. Intenté calcular de forma más o
menos distraída cuánto tiempo había pasado desde mi partida en busca de Liam. ¿Dos semanas, a lo
sumo? Era diciembre; recordaba el visualizador digital de la estación de Rhode Island. Conté hacia
atrás.
—Nos perdimos tu cumpleaños.
Íbamos al final del grupo, avanzando de forma casi natural, mientras que Olivia y Brett se habían
hecho cargo del frente.
Jude interrumpió en medio de una nota la canción de Springsteen, fuera cual fuera, que iba
tarareando para sí.
—¿Qué?
—Fue la semana pasada —dije, acercándome a él para estabilizarlo cuando saltaba sobre un árbol
caído—. Hoy es 18 de diciembre.
—¿En serio? —Jude se envolvió el torso en sus brazos y comenzó a frotarse—. Eso parece,
supongo.
—Quince —dije con un silbido bajo—. Estás acumulando años, viejo.
Empecé a desenrollar la bufanda de lana que llevaba en el cuello, pero él me rechazó con un
ademán y siguió adelante; la chaqueta de paramédico se arrugaba con sus movimientos. Teniendo en
cuenta lo nutrido de nuestro grupo, avanzábamos silenciosamente por el sotobosque, rompiendo
alguna rama aquí y allá, abriéndonos camino a través de áreas de hielo. De todos modos, aún
estábamos demasiado lejos, dentro de lo que Brett había llamado Área de Gestión de la Vida Silvestre
de Cheatham, como para llamar la atención.
—Ah, ¿la has encontrado? —pregunté cuando advertí el brillo plateado en la mano de Jude.
Jude la sostuvo de modo tal que yo pudiera verlo. Era un disco circular, casi plano. El
recubrimiento plateado resplandecía bajo el único rayo de luz lunar que atravesaba las ramas de los
árboles. La cogí de su mano y coloqué el metal tibio dentro de mi palma. El cristal de la brújula se
había roto en dos sitios.
—Sí —dijo él, cogiéndola a su vez—. Por un instante… no importa.
—¿No importa? —repetí, incrédula—. ¿Qué sucede?
—Es que por un instante me alegré, realmente, de haberla encontrado, ¿sabes? Y luego empecé a
pensar que tal vez no debería habérmela llevado.
—¿Por…?
—Porque me la dio Alban —respondió—. Pocos días antes de que yo llegara al Cuartel General.
Me decía todo el tiempo lo orgulloso que estaba de que yo formara parte de la Liga, pero es como…
Ahora no creo estar muy orgulloso de ser parte de ella.
Solté un largo suspiro, buscando las palabras adecuadas. Jude solo se encogió de hombros otra vez
y pasó el cordel sobre su cabeza. La brújula desapareció bajo su chaqueta y yo pensé: «Esa es la diferencia». Esa era la diferencia fundamental entre nosotros. En cuanto hube despertado a la realidad,
no pude volver al sueño; pero Jude todavía podía abrigar en su corazón la esperanza de que estuviera
ahí, esperando por él, cuando estuviera preparado para regresar. Después de todo lo que había pasado,
él aún creía que la Liga podía ser de otro modo, mejor, más sana.
Yo no estaba en mal estado físico, pero subir y bajar colina tras colina, luchando contra el espeso
mantillo de hojas muertas recién caídas, con el estómago vacío, y todo eso mientras intentaba impedir
que mi cerebro regresara a Liam, estaba empezando a desgastarme. La barriga de Jude había gruñido
al menos cuatro veces en la última media hora, y, si bien él parecía inmune al malhumor que se iba
apoderando del resto, empecé a sentir que también él se hundía conmigo.
—Ya casi hemos llegado —le aseguré, echando una mirada iracunda a la nuca de Brett.
No era culpa suya; no disponíamos de coches para transportarlos a todos. Habíamos hablado de
descender por el río Cumberland navegando, pero aun meses después de la inundación la corriente era
demasiado inestable para las barcazas. Por tanto, partimos caminando y llevamos tela cortada de las
tiendas como improvisadas bolsas para las provisiones.
Anduvimos quince kilómetros, dieciséis, diecisiete. Mis dedos estaban rígidos; ni siquiera
conseguía que la sangre volviera a fluir por ellos poniéndomelos debajo de las axilas.
Jude frunció los labios en un mohín y levantó una mano para ajustarse la gorra. Al enfundársela,
quedó en un ángulo tan extraño sobre su cabello rizado que empujó sus orejas hacia delante,
haciéndolas parecer de mayor tamaño del que tenían. Por un extraño segundo, al verlo mi corazón se
ensanchó un poco.
—Bueeeeeeno —dijo Jude, maestro en transiciones extrañas—. Esto será magnífico. Tan
magnífico. ¡Llegamos en esto —hizo chasquear los dedos—, robamos las medicinas y algo de comida,
y desaparecemos en un pispás!
Cerró ambos puños y los abrió de repente.
—No se enterarán de que hemos estado ahí hasta que nos hayamos ido. ¡Seremos unas condenadas
leyendas!
Jude siguió diciendo «ellos» esto y «ellos» lo otro, pero ese era el problema: no sabíamos quién
estaba a cargo del aeropuerto ni por qué almacenaban provisiones ahí. Había intentado enviar otro
mensaje a Cate y Nico para preguntárselo, pero hasta el momento de salir no habían respondido.
Todavía nos dirigíamos hacia el este, hacia el centro de Nashville, pero el río no seguía una
trayectoria recta. Serpenteaba una y otra vez delante de nosotros.
Avancé a empujones hasta la delantera del grupo. Mi mano extendida finalmente encontró el
hombro de Olivia y me transportó hasta la orilla del río Cumberland.
—¡Hala! —fue el único comentario de Jude.
Hasta que llegamos a la primera barrera, no comprendí realmente por qué la ciudad todavía estaba
cerrada varios meses después de que las aguas de la inundación hubieran bajado. Pero era como en
todas las catástrofes: la limpieza era casi siempre peor que el estrés del desastre mientras este tenía
lugar. No era extraño que el terreno bajo mis botas se hubiera convertido en poco menos que una
ciénaga, no era extraño que el río todavía estuviera retrocediendo. Las primeras tormentas habían sido
lo bastante intensas como para arrastrar partes íntegras de casas hacia el río y llevarse enormes
barcazas para dejarlas encalladas, oxidándose bajo el sol. Eran un obstáculo tremendo para el drenaje.
El agua no podía fluir naturalmente hacia la ciudad, lo que significaba que todavía estaba drenando de los campos y los bosques cercanos.
—Es ahí —dijo Brett señalando las distantes formas blancas. Como si hubiera estado esperando
una señal, una luz roja comenzó a parpadear sobre una de aquellas formas, lenta y constantemente—.
Es bueno ver que Gray y sus muchachos se han movido para limpiar este desastre tal como prometió.
—¿Vamos a… nadar? —pregunté conteniendo una mueca.
Olivia se volvió hacia mí sosteniendo nuestra única linterna. La mitad cubierta de cicatrices de su
rostro se amplió en una sonrisa genuina.
—No. Vamos a saltar al burro.
Resultó que «saltar al burro» con un montón de Azules significaba, básicamente, permitir que te
lanzaran desde un objeto flotante a otro como si fueras un muñeco de trapo. El sistema que montaron
era impresionante. El río era demasiado ancho para que los Azules pudieran levantar un chico con sus
habilidades y enviarlo al otro lado. Sin embargo, Brett aprovechó los restos de los escombros de la
inundación levantando a Olivia y colocándola, con asombrosa precisión y cuidado, sobre la esquina
levantada de una barcaza semihundida. Ella, a su vez, envió al siguiente Azul un poco más lejos y lo
colocó sobre el techo de una caravana. Cuando los tres estuvieron en sus posiciones, pudieron
transportarnos a cada uno de nosotros sin ninguna dificultad. Yo aterricé de rodillas, por fin en la otra
ribera.
Nos abrimos paso a través de un bosquecillo, del cual surgimos cubiertos de fango y empapados
por la lluvia que caía sobre nuestras cabezas. La pista de aterrizaje era más corta que las que había
visto en otros aeropuertos más grandes y estaba abarrotada de aviones de todos los tamaños y formas.
Mezclados entre los helicópteros y los monoplazas había vehículos militares de color verde bronce.
Después de todo, en ese momento el aeropuerto no estaba en uso, y, si los aviones y los camiones
estaban ahí fuera, quería decir que había buenas posibilidades de que la información militar de Cate y
Nico fuera buena y en esos hangares hubiera almacenado algo más.
Alguien —la Guardia Nacional, por el aspecto de los vehículos— había colocado una tímida valla
de alambre alrededor del perímetro de las pistas y los hangares, así como señales que ponían cosas
como «prohibido entrar» y «alta tensión». Olivia arrojó una piedra, que rebotó y acabó en el fango casi
sin hacer ruido. Jude se deshizo de la mano con que yo le aferraba la camisa, para ir a deslizarse por la
hierba sobre la barriga.
—¡Eh! —susurré—. ¡Jude!
Dio un golpecito en la valla con un dedo, y otra vez para asegurarse antes de apresurarse a regresar
donde estábamos nosotros.
—Eso tiene tanta electricidad como mi zapato —susurró.
«Esto no está bien», pensé. Si hubiera algo que mereciera la pena tener ahí, habría gente para
protegerlo…, ¿no?
Recorrí una vez más con la mirada el campo que teníamos ante nosotros, mientras la voz del
instructor March sonaba en mis oídos: «Si parece demasiado bueno, demasiado fácil, nunca lo es». Y
la simulación que habíamos llevado a cabo después —en la que Vida y yo irrumpimos en la casa— lo
había confirmado. Sin duda, fuera todo estaba despejado. Los agentes que hacían de guardias
nacionales nos estaban esperando dentro.
—Ru —gruñó Jude—. Venga.
Entre los árboles y los hangares no había ninguna protección real, pero eso no impidió que Brett y
algunos más nos adelantaran y continuaran avanzando. Incluso Olivia me echó una mirada exasperada
antes de ponerse de pie y salir trotando para alcanzarlos.
—Vale —le dije a Jude—, quédate cerca…
Pero Jude ya se había puesto de pie y corría, también, entre los vehículos y los aviones de la pista.
Finalmente los alcancé cuando se detuvieron en el borde de asfalto, en cuclillas detrás de la última fila
de vehículos.
—Me llevaré a Brett y a Jude conmigo —dije, cogiendo la linterna de las manos de Olivia—. Dos
destellos para indicar que no hay moros en la costa, uno para que regreséis. ¿Entendido?
—Aquí no hay nadie, Ruby.
—¿Y eso no os parece raro? —mascullé—. Había huellas de neumáticos por todas partes a nuestro
alrededor; si hubieran sido antiguas se habrían borrado tras tantos días de lluvia.
Los aparcamientos cercanos estaban casi vacíos o repletos de grandes camiones de reparto. De
cuando en cuando brillaba una luz sobre ellos, pero con excepción de eso el aeropuerto estaba oscuro.
Para cuando me reuní con Brett otra vez, después de haber alcanzado los edificios, tenía una
sensación de hormigueo en cada nervio de mi cuerpo. Señalé con la barbilla hacia donde habíamos
dejado esperando a Jude.
—Esto es demasiado fácil —admitió por fin Brett, colocándose el viejo rifle en el hombro—.
¿Dónde demonios está todo el mundo?
«Por favor, en los hangares no —pensé—. Por favor». Esta había sido mi idea; los había metido en
esto y sería mi responsabilidad sacarnos de aquí si todo salía mal.
Cate no nos habría enviado aquí si creyera que era demasiado peligroso, me dije, no si había
alguna posibilidad de que nos capturaran.
—Diles a los demás que vengan —le pedí a Jude, haciendo callar la vocecita, antes de que me
arrastrara como un torbellino hacia el auténtico miedo.
Los conté otra vez mientras corrían hacia nosotros. Uno, dos, tres y así hasta veintiuno.
El grupo de caza se apiñó bajo la sombra del Hangar 1, las espaldas contra la pared, las miradas
recorriendo el campo oscuro. La puerta del hangar estaba cerrada con una serie de imponentes cadenas
que no teníamos ninguna forma de cortar, pero había una puerta lateral que, como yo había predicho,
disponía de una cerradura electrónica de algún tipo que parecía haber sido teletransportada de un
futuro lejano.
—Hazte a un lado —dijo Jude, ahuyentándome con las manos—. Aquí está el maestro.
—Cuidado —advertí—. Si la fríes del todo, es probable que también acciones la alarma.
—Francamente —dijo, entrecerrando los ojos ante la pantalla de la cerradura. Cuando Jude se
situó delante de ella, la pantalla se iluminó instintivamente y apareció un teclado numérico digital—.
¡Actúas como si nunca lo hubiera hecho antes!
—Nunca lo has hecho —le recordé—. Nico suele inutilizar los sistemas de alarma de forma
remota.
—Detalles, detalles. —Jude me ahuyentó con una mano y puso la otra sobre la pantalla—. Calla
para que el maestro pueda hacer su trabajo.
—¿El maestro puede darse prisa? —dijo Brett entre dientes, mientras saltaba de un pie al otro con los brazos cruzados.
Yo también estaba empezando a sentir las dentelladas del invierno. Sentía como si el sudor que
resbalaba por mi cara estuviera a dos grados de congelarse en forma de cristales sólidos.
—A la de tres —exhaló Jude— empuja la manija de la puerta. ¿Lista?
Lo rodeé y cogí con decisión la manilla de metal.
—Venga.
A la de tres, la pantalla del sistema se puso negra y esperé lo suficiente para oír el ruido de la
cerradura al abrirse antes de empujar la puerta con el hombro. Cuando el teclado digital apareció de
nuevo emitió un inquietante halo rojo sobre los copos de nieve que pasaban flotando.
Esperé a que llegara el estridente aullido de la alarma, los cegadores destellos de los reflectores
enfocados sobre nuestro pequeño grupo. Esperé a que Jude se encogiera contra la pared, detrás de mí,
aterrorizado. Esperé, esperé y esperé. Pero no había nada que esperar.
—¡Vale! —dijo Jude en voz alta—. Le he hecho creer al sistema que, en realidad, la puerta está
cerrada; lo único que debemos hacer es mantenerla abierta y no nos meteremos en problemas.
—¡Bien hecho! —susurré.
Los demás pasaron rápidamente junto a nosotros, dejando un rastro de lodo y nieve derretida sobre
la rampa de hormigón. Olíamos a perro mojado que se hubiera revolcado en un cenicero.
Jude sonrió mientras se apresuraba tras ellos. Alguien encendió las luces e inundó la estancia de un
blanco inmaculado. Me cubrí los ojos con una mano mientras intentaba adaptarme al resplandor.
Ahora el aire parecía extrañamente cargado; sentí que el humor de Jude pasaba de su entusiasmo
chispeante a la clase de conmoción que sigue tras recibir un ladrillazo en la cara. El cambio fue tan
rápido, tan repentino que casi temía ver el hangar por mí misma.
—Hostia…
Había hileras de repisas de metal alineadas en la resonante estancia, casi como los anaqueles de
una biblioteca, pero debían de tener al menos dos o tres veces el tamaño normal. Los soldados las
habían arrastrado para disponerlas en hileras apretadas y ordenadas. La gruesa capa de pintura de color
melocotón suave que cubría el hormigón todavía mostraba las marcas de los golpes y los arañazos que
así lo confirmaban. Apilados sobre los anaqueles había palés y pirámides de cajas. Muchas de ellas
carecían de etiquetas y muchas más estaban envueltas apretadamente en un plástico claro.
—¿Qué idioma es ese? —preguntó Olivia.
Le dio un puntapié a la caja más cercana, haciendo caer el polvo y los montones de tierra que había
sobre ella con la punta de su bota. Una hebilla la cerraba por un costado y la madera estaba agrietada,
como si hubiera caído de gran altura y aterrizado sobre la tapa.
—¿Chino? —conjeturó Jude—. ¿Japonés? ¿Coreano?
Yo no reconocía las palabras impresas en ellas, pero sí reconocía la sencilla cruz roja que habían
estampado encima.
Si creíamos en las noticias, las filiales de la Cruz Roja Americana se habían quedado sin fondos ni
suministros al detenerse todos los transportes hacia y desde Estados Unidos. La gente temía que la
ENIAA fuera contagiosa y pudiera abandonar la nave y viajar en un paquete o una persona para ir a
fastidiar otro país más sano. Tras la pérdida de su economía, la organización apenas disponía de
fondos suficientes para mantenerse a flote un par de años más.
Por tanto, ¿qué demonios era todo esto? —¡Liv, échale un vistazo! —dijo uno de los muchachos.
Él y unos cuantos más habían cortado el plástico y habían bajado las cajas, levitando, desde los
anaqueles superiores hasta el suelo. Una de ellas ya estaba destripada y sus interiores rojos se
esparcían por el pavimento. Recogí uno de los paquetes rojos que habían caído y me sorprendieron su
peso y su forma rectangular. Tenía un esquema de un hombre llevándose comida a la boca y una
bandera, ambos impresos bajo las palabras: «RACIÓN DIARIA HUMANITARIA».
—«Esta ración contiene los requisitos alimentarios completos para una persona» —leyó Olivia.
Había más líneas debajo… quizás en francés e inglés.
—Donación de alimentos del pueblo de China —terminé de leer yo, devolviéndole el paquete.
Hubo varias exclamaciones de sorpresa, pero la mayoría de los chicos habían sido atraídos hacia la
siguiente repisa y habían bajado unas cajas de cartón en las que se leía: «DIEZ RACIONES PG DE 24 HORAS
APROBADAS POR LA NATO/OTAN».
—Estos vienen del Reino Unido, creo. —Jude había abierto una de las cajas y estaba examinando
un panfleto que había dentro—. Hay… hay tantas cosas. Cerillas, sopa, chocolate… ¡Dios mío, hasta
té!
—Coge lo que necesitemos —dije—, pero busca las medicinas. ¿Ves algún medicamento?
—¡Esto es de Rusia! —oí que decía Brett alzando la voz desde el pasillo siguiente.
—Aquí hay de Alemania, Canadá y creo que de Japón —respondió Olivia.
—Y de Francia e Italia también —dijo otra voz—. ¡Todas ponen que son raciones diarias!
Extraje la delgada hoja de papel en la que Chubs había garabateado su lista y la sostuve a la luz. Su
letra manuscrita era tan oscura y emborronada como siempre; el boli que había conseguido encontrar
en el montón de suministros había comenzado a perder tinta mientras escribía «penicilina». Especificó
todos los tipos debajo de la palabra: amoxicilina (Amoxil), ampicilina (Rimacillin), bencilpenicilina
(Crystapen)…
Recorrí los pasillos al trote, inspeccionando las cajas y los cajones con recelo. Más comida, bolsas
de residuos llenas de lo que parecían ser mantas de lana, todo en cajas, todo impreso con banderas que
yo no reconocía. Había cruces rojas por todas partes, impresas en cada objeto. El polvo y la hierba
seca se aferraban a los bordes de las cajas. Me percaté de que todo había estado fuera alguna vez.
Quizás había sido lanzado desde un avión. Cate había mencionado los rumores de que había llegado
ayuda extranjera a ciertas partes del país, pero esos mismos rumores se habían desvanecido cuando no
apareció nadie con las pruebas para demostrar su verdad.
—¡Un momento!
Mi corazón dio un salto; el aire que escapaba entre mis dientes sonaba fuerte en mis oídos. Aquí,
bajo las altas cubas plásticas amontonadas contra la pared del hangar, estaba más silencioso. Me
incliné, quitándole el polvo del costado. Más de esos extraños paquetes. Pasé al siguiente contenedor,
oyendo a medias los susurros ansiosos que llegaban desde el otro lado del hangar.
No dejé de buscar hasta que mis ojos vieron el familiar cuello curvo del cisne dorado de Leda
Corporation. La lista de Chubs revoloteó hasta el suelo mientras yo me ponía de puntillas e intentaba
ver qué había dentro. Leda Corporation suponía medicinas; mi experiencia volando en la cola de los
aviones de carga me había enseñado eso. Me cogí lo mejor que pude de la tapa de plástico y comencé
a tirar de ella. Jude me llamaba y su voz se oía por encima de las demás.
—Vamos, vamos —mascullé, mientras mis brazos temblaban por el esfuerzo.
El tambor se abrió con un estallido al chocar contra el suelo; hurgué entre los paquetes claros de
tubos de ensayo y agujas estériles hasta que reconocí uno de los nombres de la penicilina que Chubs
había escrito en su lista. Cogí tantos como pude y los metí en mi bolsa. Otro tambor tenía una etiqueta
que ponía «VACUNAS», pero el que estaba debajo tenía rollos de gasa, compresas de algodón y alcohol.
—¡Necesito un poco de ayuda! —grité.
Una de mis bolsas ya estaba repleta y la segunda se estaba llenando rápidamente. Necesitábamos
más. Liam necesitaba más.
Los pasos caían rápidos y pesados sobre el cemento. Sentí que alguien pasaba con rapidez a mis
espaldas, murmurando algo entre dientes que no conseguí entender; una mirada por encima del
hombro me indicó que la mitad del grupo hacía el último recorrido por los pasillos esforzándose bajo
el nuevo peso de sus bolsas.
—¡Ruby!
No fue la voz quebrada de Jude lo que hizo que me girara con rapidez; fue el olor repentino y
abrumador a humo de cigarrillo rancio.
Pero no lo hice lo bastante rápido. Me moví con la intención de levantar un brazo para interceptar
el lance, pero el cuchillo me alcanzó un instante antes de que lo hiciera el golpe en la nuca.
No sé si grité. Abrí la boca cuando sentí el estallido de dolor. Intenté recuperarme mientras me
lanzaba hacia los contenedores, pero una mano me agarraba del pelo y me arrastraba hacia atrás. No
tuve ninguna oportunidad para recuperar el equilibrio. Me quitaron la pistola de la cintura antes de que
pudiera pensar con bastante claridad como para sacarla.
Michael respiraba de forma irregular, más por la furia que por el esfuerzo producido por el ataque.
El cuchillo, o lo que fuera que hubiera usado, giró en mi espalda y esa vez sé que grité. El brazo que
me cruzaba el pecho se deslizó hacia arriba para apretarme la garganta; en la mano llevaba mi pistola
firmemente aferrada. Apreté el brazo con la barbilla, con tanta fuerza como me permitían los huesos
del cuello. No podía respirar, no podía tragar, no podía moverme.
—¿Me has echado de menos? —masculló.
Intenté echar la cabeza hacia atrás, girarme, liberarme. «Estás bien —me dije—. Ni tu columna ni
tu riñón, solo…».
—Gracias por encontrar este lugar —continuó Michael, golpeándome contra los bidones que tenía
delante. Se inclinó sobre mí, acercando sus labios a mi oído—. Tú y los otros pueden llenarse las
bolsas hasta que lleguen las FEP, ¿vale?
La fuerza de Jude al golpearnos con el hombro no fue suficiente para alejar a Michael de mí
completamente, pero sí fue lo bastante fuerte como para que yo pudiera volverme y clavarle una
rodilla en el abdomen. Oí que el cuchillo se aflojaba en mi piel con un ruido de succión y chocaba
contra el suelo. La fregona rizada de Jude se abalanzó sobre el arma al mismo tiempo en que lo hacía
Michael. Todo mi costado derecho dio aullidos de dolor cuando lancé un puntapié hacia su cara.
—¡Zorra! —gritó, y un instante después yo volaba hacia atrás hasta chocar contra las repisas
colocadas frente a nosotros.
Jude salió volando, también, en otra dirección, hacia Brett y Olivia, que venían por el pasillo a ver
qué estaba ocurriendo. Se oyó un disparo, otro; las luces pasaron del blanco a los destellos rojos y después un chillido rítmico se lo tragó todo.