CAPÍTULO DIECISIETE
Hay pesadillas y pesadillas.
El Rojo bajó la cara y una espesa cortina de cabellos oscuros le cayó sobre la frente. Sin embargo
no ocultó sus ojos. Estos nos miraban a través de las separaciones de sus rizos enredados. El cuerpo
del Rojo experimentó una repentina crispación, como si se le hubieran agarrotado los músculos, y
parpadeó para alejar el espasmo. Cuando sus ojos se volvieron a abrir eran más grandes y vidriosos,
pero otra sacudida le atenazó el cuerpo y todo rastro de humanidad en él se desvaneció.
—Señoritas, permítanme presentarles a Crispado. —Knox parecía disfrutar con nuestras
expresiones de pasmo—. Lo recogí en Nashville, después de que escapara de las FEP, que lo llevaban
con una correa. Iba de un lado a otro a trompicones, como un drogadicto. Ha recorrido un largo
camino desde que comencé a entrenarlo.
Knox le hizo una señal con la mano a un chico que, con expresión de innegable terror en el rostro
se acercó al Rojo y comenzó a cortar sus cuerdas con un cuchillo.
—Creo que os vais a llevar condenadamente bien —gritó Knox—. Que os lo paséis bien.
No creo haber visto a dos adolescentes correr a mayor velocidad que aquellos cuando la última
cadena cayó en un charco alrededor de los pies de Crispado. Él avanzó un paso, atravesando el muro
de llamas que formaban los contenedores de basura. Una onda recorrió el círculo resplandeciente,
oscureciéndolo por un instante, estallando luego en un blanco cegador.
—Ese cabrón gilipollas —masculló Vida. Se volvió hacia mí—. Nos ha echado encima un
incendiario.
Crispado hizo honor a su nombre. Su cabeza se ladeó hacia la derecha y después se movió en un
espasmo hacia la izquierda, de una forma que parecía dolorosa. En los instantes —esos preciosos
segundos— que hubo entre ambos movimientos, el único cambio visible fue el vislumbre de algo
parecido a la confusión en sus ojos. Knox se llevó los dedos a la boca y silbó. Entonces ya no hubo
más pensamientos.
Vida y yo nos zambullimos, alejándonos la una de la otra cuando el primer estallido de fuego brotó
de los contenedores en llamas hacia el suelo que ahora nos separaba. Caí con un golpe y giré
intentando sofocar los bordes en llamas de la pierna derecha de mi pantalón. Sentía como si la
quemadura de mi palma estuviese a punto de abrirse en un estallido de llamas.
El aire sobre mi cabeza se volvió caliente —más caliente—, letal, consumió el oxígeno y me
obligó a rodar una vez más. El fuego del contenedor contra el cual había chocado brotó por encima del
borde de metal y se dirigió hacia mí. Corría por el hormigón hacia nosotras.
El Rojo levantó una mano y chasqueó los dedos. Entre sus dedos curvos apareció súbitamente una
llama y él la lanzó hacia mí como si fuera una pelota. «Levántate, levántate, levántate», gritaba mi
mente. El sudor de mis manos resbaló en los escombros sueltos. Me puse de pie y busqué a Vida. Ella
corría moviendo sus brazos como pistones; estaba cargando contra el centro del Rojo.
—¡No! —grité.
Las llamas de los contenedores de basura se alzaron otra vez, cruzando el círculo y conectándose en una sucesión de puentes. Vida siseó de dolor al ser azotada por un latigazo de fuego que la alcanzó
entre los omóplatos.
Durante un momento pensé que Vida realmente iba a cargar contra las hileras de fuego que tenía
delante; solo había dos entre ella y el Rojo, pero ahí estaban, ardiendo con un rojo dorado, iluminando
su piel con una luz marrón terrosa.
—¡Vi…!
Aterrizó sobre su cadera y se deslizó los últimos metros directamente hacia las piernas del Rojo,
que cayó con un inhumano bramido de protesta del que solo hicieron eco los niños de blanco que
miraban desde lo alto. Arriesgué una mirada hacia arriba.
La mayoría de los contenedores aún ardían, al igual que algunas partes del hormigón, ahí donde el
fuego había colapsado. Derribé uno de ellos al correr hacia Vida.
Crispado se alzó bruscamente del suelo, deshaciéndose de Vida con un odio fiero y pulsante que
llenó el espacio que había entre nosotras. Conseguí llegar a ella antes de que su espalda quemada
golpeara el suelo. Su cabeza me golpeó la mandíbula y se me nubló la vista, pero no permití que
cayéramos. La levanté hasta dejarla sobre sus pies.
Solo había entrenado lucha contra el instructor Johnson una vez, y el «combate» había durado
quince segundos. Había sido justo al comienzo de mi entrenamiento, cuando él necesitaba «evaluar»
mi nivel de habilidades. Después de eso cojeé durante dos semanas y tuve dos morados con forma de
mano en los brazos durante el doble de ese tiempo.
El instructor Johnson se habría marchitado como una margarita bajo este Rojo.
Crispado ya no se crispaba. Ahora sus movimientos eran cuidadosos y precisos, entrenados; algo
se había conectado dentro de él. Vida y yo bailábamos, alejándonos de él una y otra vez, girando y
agachándonos para evitar los puñetazos que lanzaba hacia nuestras caras.
¡Y a mí me había parecido escuálido!
—¡Venga, señoritas! —dijo Knox a voz en cuello, apremiándonos—. ¡Esto está muy aburrido!
Cogí a Vida del brazo antes de que pudiera lanzarse contra el Rojo nuevamente y la arrastré unos
pasos hacia atrás. Crispado no nos siguió de inmediato; en lugar de ello, permaneció en la otra mitad
del círculo, avanzando y retrocediendo como una pantera, mientras sus botas militares rechinaban bajo
sus pies.
Era la primera vez que podía pensar sobre este combate. Mi cuerpo se estremeció de agotamiento
y dolor. «Piensa».
Crispado no había estado en un campamento de rehabilitación, por lo menos no en tiempos
recientes. Puede que nunca, pero entonces ¿de dónde venía su equipo? No daba la impresión de ser lo
bastante independiente como para asaltar una estación de la Guardia Nacional. En realidad, salvo por
los breves brotes de confusión que aparecían en su rostro, no parecía que tuviera ningún pensamiento
independiente en absoluto. Lo que significaba que…
«De ninguna manera —pensé—. No es posible».
Sin embargo, llegados a este punto, ¿qué no era posible?
—Jamboree —dije, jadeando, a Vida.
Ella parpadeó.
—¿No es coña?
Vida conocía la Operación Jamboree al igual que algunos niños conocen los cuentos de fantasmas, por susurros y por los sueños más oscuros de su propia imaginación. En la Liga, el ejército secreto de
Rojos entrenados del presidente Gray era algo sabido; habían intentado sin éxito filtrar información
sobre ello durante meses. En apariencia todo el asunto era demasiado «disparatado» para que la
Coalición Federal creyera en ello, y los perros guardianes de Internet identificaron y bloquearon toda
referencia al proyecto antes de que una sola palabra pudiera filtrarse a la prensa internacional.
Lo que Vida no sabía era que la idea original había surgido desde el rincón más retorcido de la
mente de Clancy. Fue él quien implantó la idea en las mentes del presidente y todos sus asesores.
Hasta el momento en que el padre finalmente se dio cuenta de lo que estaba haciendo su hijo, Clancy
había desempeñado un papel clave en el programa de entrenamiento de los Rojos.
Me dolía la mandíbula, allí donde Vida me había dado con la cabeza, y de mi labio goteaba sangre.
Escupí en el suelo y me pasé el brazo por la cara para quitarme el sudor que me escocía los ojos.
¿Cómo había planeado Clancy controlarlos? En un instante, el Rojo actuaba como si su cerebro
estuviera destrozado por la ira, pero al siguiente era un soldado cuidadosamente entrenado. Era obvio
que estaba desorientado y solo seguía sus instintos, todo lo cual sugería que estos habían sido
reprogramados con único objetivo: matar.
«Dios», pensé, y la furia se abrió paso rápidamente a través de mi miedo mientras yo miraba a
Crispado. «Dios, lo que les han hecho a esos chicos…».
Durante años había estado tan segura de que los controladores de los campamentos y las FEP
cogían a los chicos peligrosos y los eliminaban. El hecho de saberlo había anidado en mi cuello como
un demonio, atenazándome hasta el punto de no poder respirar cuando pensaba en ello. Me había
sentido tan aliviada cuando Clancy me contó que no era así. Pero ahora… Ahora me preguntaba si,
después de todo, la muerte no hubiera sido mejor. Al menos no serían animales. La mente del chico ya
ni siquiera le pertenecía.
—Oye, cariño —dijo Vida apretando los dientes—. Debemos atacarlo las dos a la vez.
—Y ¿eso de qué servirá?
—Él puede crear fuego y controlarlo, pero fíjate cuánta concentración necesita para hacerlo —dijo
—. Se detiene en cuanto lo atacamos, como si su cerebro no pudiera manejar las dos cosas a la vez.
Vida tenía razón. Pese a todo el daño que podía causar, Crispado era igual que el resto de nosotros:
el uso de sus habilidades le demandaba esfuerzo y práctica. Pero este chico estaba muy maltratado, y
su sentido de la realidad había sido distorsionado; ya fuera que lo hubiera conseguido Clancy
mediante su influencia o quienquiera que dirigiera la Operación Jamboree mediante un
condicionamiento, era evidente que Crispado había sido entrenado de forma tal que cuando viera a
alguien supiera atacar.
—¡Callaos y pelead! —aulló Knox.
—Distráelo —dijo Vida—. Yo acabaré con esto.
Knox solo había dicho que debíamos permanecer dentro del círculo; nunca dijo nada acerca del
tamaño exacto del círculo dentro del cual debíamos permanecer.
El público situado sobre nuestras cabezas dio un grito de alarma cuando pateé el primer
contenedor. Los llameantes restos de madera se diseminaron por el suelo, pero el fuego que corría por
el frío hormigón se apagó en pocos segundos. Crispado se detuvo con un pie en el aire, mirando
perplejo las llamas que se extinguían. Para entonces yo ya me ocupaba del segundo contenedor. Oí el gemido sordo de Vida al lanzarse a por el Rojo nuevamente.
—¡Para! —aulló Knox—. ¡Zorra! Tu amiga tendrá a Crispado para ella sola…
Otro aullido hizo que dirigiera mi atención hacia Vida. Se estaba dando golpecitos en la punta del
pelo, intentando apagar las llamas que lamían sus cabellos. Cayó de rodillas, jadeando, maldiciendo
con saña entre sollozos. Me abalancé hacia ellos, pero el fuego de los contenedores cercanos se alzó
formando una resplandeciente red de luz y calor intensos.
—¡No, Ruby! —gritó Vida.
Crispado había cogido a Vida por la nuca y levantaba la otra sobre su cabeza. Una llamarada se
alzó del contenedor más cercano, enroscándose entre sus dedos y su muñeca, como una serpiente. Los
chicos que estaban sobre las vigas gritaban, pero el único sonido que necesitábamos oír nunca llegó.
Knox no iba a detenerlo.
«Nadie iba a detenerlo». Me llevé los dedos a la boca e intenté imitar el sonido que había hecho
Knox, pero no conseguí soplar con suficiente fuerza. El humo me escocía los ojos y me quemaba la
garganta…
«Va a matarla, va a matarla, va a…». Esta vez no había opción.
—¡Rojo! —grité con voz ronca.
El chico levantó la vista y ya era mío.
Fue algo casi inconsciente, como dejarme llevar. Fue algo total e inmediato, como exhalar
profundamente el aire que había estado conteniendo sin darme cuenta de ello. Sentí cómo la maraña
de dedos de mi mente comenzaba a desplegarse: la ira, el terror y la desesperación descascarando cada
hebra de poder hasta que sentí un brote de hormigueante calor en la base del cráneo. El muro de fuego
que había delante de mí pulsó al ritmo de las frenéticas crispaciones del Rojo. Oí que Knox
comenzaba a gritar allá arriba, pero ahora el muchacho estaba en mi poder. Había entrado en su mente
sin siquiera haberlo tocado.
En una mente típica, se tiene la sensación de hundirse en sus pensamientos. Es una sensación lenta
y resbaladiza que de mi lado normalmente va acompañada por una tremenda jaqueca. Unas veces he
caído lentamente, de inmediato otras veces. Por el matiz de la memoria de una persona, el tono de sus
sueños, podía saber mucho sobre ella.
Pero Crispado estaba destrozado. Muy destrozado.
En lugar de avanzar deslizándome, fue como una puñalada, como un cuchillo abriéndose paso en
un montón de vidrios rotos. Sus recuerdos eran precisos, pequeños, aquí, y desaparecían en un
instante. Vi a una muchacha morena en un columpio, una mujer inclinada sobre un horno, una hilera
de lagartijas embalsamadas, un nombre compuesto con letras de imprenta sobre una repisa. Entonces
todo se aceleró: botas negras, vallas de alambre, el escay verde del asiento de un autobús escolar.
Barro, barro, barro, excavar, el tintineo de cadenas, la presión de un bozal, una hoguera en la
oscuridad, cada vez más caliente. Tuve que recordarme que debía respirar. El aire ardiente incendió
mis pulmones.
Encontré el refinado rostro de Clancy entre las imágenes fracturadas, de pie solo detrás de un muro
de cristal, con la mano sobre el vidrio. Aparecía en la oscuridad, como una pesadilla. Clancy dijo algo
y todos los pensamientos se fundieron a blanco.
No podía oírme por encima de los chillidos de los espectadores. No entendía lo que gritaban; todo
era tumulto y ruido. Pero tenía al Rojo en mi poder; tenía su poder a mi disposición y lo sentía tan profundamente como si el fuego corriera por mis venas. Me volví hacia Knox y los demás
permanecieron perplejos, con los ojos clavados en nosotros desde su lugar seguro, encima del
cuadrilátero.
«Ya no es tan seguro», pensé, volviéndome al Rojo. ¿Qué haría Knox cuando volviera su pequeña
mascota contra él? ¿Qué haría cuando sintiera arder su piel?
Crispado me observaba. Sus pupilas se contrajeron, se expandieron en todo su tamaño y volvieron
a contraerse. Su boca comenzó a moverse en silencio; dejó escapar gemidos de dolor apenas audibles
y, finalmente, se echó a llorar. Esperaba una orden.
«Mason».
Ese era el nombre escrito en su puerta, el que su madre le susurraba amorosamente cuando lo
metía en la cama.
Su nombre es Mason. Mis pensamientos se desbordaban intentando comprender lo que acababa de
suceder. Mason vivía en una casa con una cerca azul. Su madre le preparaba el almuerzo todos los
días. Tenía amigos y un perro, y todos desaparecieron cuando esos hombres vinieron y se lo llevaron
en la furgoneta. Tenía pósteres de los White Sox en la pared de su dormitorio. Montaba en bicicleta en
el terreno abandonado que había junto a su casa. Su nombre era Mason y tenía una vida.
Caí de rodillas con una mano en mi frente. La conexión se rompió con el siguiente recuerdo de
bordes dentados que se filtró de su cabeza. Cayó a poca distancia de mí, cerca de una pila de
escombros. Durante un instante no oí nada con excepción de mi propia respiración dificultosa y mis
latidos. Después sonó un crujido audible en mis oídos, un repugnante chasquido.
—¡Para! —oí que gritaba Vida—. ¡Para!
A pesar de ver cómo Mason cogía el dentado trozo de hormigón y lo estampaba contra su cráneo,
era como si mi mente no comprendiera el movimiento. Vida le arrancó la piedra de la mano con un
grito de protesta. El Rojo levantó la cabeza y la golpeó contra el suelo una y otra vez. No se detuvo, no
hasta que deslicé mis manos entre el sólido hueso y el despiadado hormigón.
En ese instante el hedor de la sangre se abrió paso a través de la intoxicadora nube de humo. La
sentí resbaladiza y caliente sobre su fino cabello.
—¡Para!
Vida presionó sus manos contra los hombros de Mason en un intento de clavarlo en su sitio. Yo le
abrí los dedos para quitarle otro trozo de hormigón de la mano. Cuando el muchacho se desmoronó y
golpeó el suelo, aferraba con fuerza mi mano.
—… ayúdame —sollozaba—. Por favor, por favor, ayúdame, por favor, no puedo; no más, oh,
Dios, Dios, ya vienen otra vez, vienen en la oscuridad…
—Está bien.
Me incliné acercándome a su oreja.
—Ayúdame —suplicaba—, por favor.
—Todo está bien, Mason. Está bien; estás a salvo.
Podía zambullirme en sus pensamientos otra vez; mi mente era un remolino de posibilidades.
Podía borrar sus recuerdos, por lo que había pasado, todo lo que había visto. Podía dejar las rodillas
raspadas, los días de sol en el patio, la dulce sonrisa de su madre. Solo lo bueno. Lo merecía. Mason
necesitaba librarse de esto.
—Tengo miedo —susurró. Sus mejillas estaban cubiertas de lágrimas y sangre—. Quiero irme a
casa…
La bala pasó tan cerca de mi oreja que me dejó una muesca. Sentí la punzada de dolor y el tibio
hilo de sangre, y me incliné sobre Mason para protegerlo. El disparo había venido de arriba. Oí que
Vida gritaba algo, pero no comprendí del todo lo que había pasado hasta que me cogió por los
hombros y me arrastró lejos del Rojo lanzándome al suelo. Knox o quienquiera que me hubiera
disparado no dispondría de otra oportunidad, no si Vida podía hacer algo para impedirlo.
Yo tenía toda la parte delantera empapada con un líquido tibio. La camisa se me pegaba a la piel
de forma incómoda; intenté alisarla, pero tenía las manos heladas. Algo mareada, me pregunté cómo
era posible que mi oreja hubiera sangrado tanto en tan poco tiempo.
—¡No, maldición! —La voz de Vida se elevó por encima del pitido que sentía en los oídos—. ¡No,
maldito!
Me incorporé con esfuerzo y me giré hacia su aterrorizada voz. El débil pitido en mi oído se
agudizó, tomando forma hasta que pude distinguir el nítido gritar y susurrar de los niños allá arriba.
Todos observaban al muchacho Rojo, mirando cómo burbujeaba la sangre del sitio en que se había
alojado la bala, en su garganta, viéndolo ahogarse y escupir mientras arañaba el suelo con las manos.
El espacio entre sus respiraciones se alargó cada vez más, hasta que llegó la última exhalación como
un suspiro estrangulado.
Yo no podía hablar, no podía oír, no podía ver nada salvo a Mason. Mis manos se alzaron frente a
mí con vida propia, mis ojos estaban fijos en el charco de sangre que se extendía por el hormigón
hasta que el borde tocó mis rodillas.
—Fallé —dijo Knox. Estiré el cuello, observando, mientras él bajaba la pistola plateada apenas un
poco—. Bueno, mi madre decía que era importante deshacerse de los juguetes rotos.
La furia me inundó como una fiebre, incinerando las últimas trazas de resistencia. Y ni siquiera
tuve que pensarlo; no había nada que decidir. Me incorporé, volviéndome otra vez hacia él.
Solo necesitó mirarme, volver rápidamente su mirada hacia mí con esa arrogante sonrisa de
suficiencia. Sentí las oleadas cada vez más intensas de cólera condensarse en un ataque punzante,
perfecto.
La mente de Knox apareció en la mía como una ampolla caliente, hinchándose cada vez que la
rozaba, hasta que finalmente estalló y de ella surgió, desbordándose, una ráfaga de recuerdos líquidos.
No tuve la paciencia ni el interés para examinarlos. Ignoré los recuerdos espesos y congelados de
puños y cinturones, de palabras airadas que estallaban como bombas en su oscuro mundo; me abrí
paso a través de academias militares, de cabellos rapados, de golpes; me abrí paso hasta que Knox
cayó de rodillas.
Era como si hubieran extraído el aire a la estancia, junto con las voces de todos. Las hogueras
crujían al devorar el resto de madera que había en los contenedores. Oí a Vida arrastrarse hacia mí,
tragándose un grito ahogado, agudo y dolorido. Era como si sus caras orbitaran a nuestro alrededor; no
había nadie más en el mundo, salvo él y yo.
—¿Knox…?
El chico situado junto a él aún tenía su arma apuntada hacia nosotras, pero se arriesgó a bajar la
vista para mirar a Knox. Miraba del mismo modo en que lo hacíamos todos los demás, mientras Knox clavaba los dedos entre sus cabellos y comenzaba a balancearse hacia delante y hacia atrás.
—Baja —dije con frialdad—. Ahora mismo.
Unos pocos niños hicieron débiles intentos de cogerlo y mantenerlo en su lugar, pero él se abrió
paso por la fuerza. Me estremecí de poder al pensar que mi dominio sobre él era tan fuerte que hubiera
luchado contra ellos para llegar hasta mí. Arrojó una escala de cuerda por el borde de la pasarela y
comenzó a descender.
—¿Qué está pasando? —gritó alguien—. ¡Knox! ¿Qué diablos…?
Knox pasó tambaleándose por delante de Vida, quien lo miraba todo con los ojos abiertos de par en
par, desde el suelo. No sé bien si lo supo en ese momento o solo quería aprovechar el instante, pero
levantó su rostro, manchado de tizne y sudor. Su pierna giró violentamente, haciéndole una zancadilla
que lo hizo caer y despatarrarse a mis pies.
—¿Estáis satisfechos? —les gritó Vida, a él y a los chicos que nos rodeaban—. ¿Os habéis
calentado mirando eso? ¿Hemos superado vuestra estúpida prueba?
En apariencia, solo había una persona que decidía si alguien superaba las pruebas o no, y esa
persona era la que ahora estaba de rodillas ante mí.
—Quiero que pidas perdón —dije yo—. Ahora. A Mason. A todos estos niños, por lo que les has
hecho, por no darles nunca lo que necesitaban o merecían. Por hacerlos luchar contra otros niños y
fingir que esa es la única manera de sobrevivir en este mundo. —Me puse de rodillas frente a él—.
Quiero que pidas perdón por los niños que dejaste fuera para que murieran, por los que dijiste que no
valían para nada y por los que trataste como si fueran invisibles. Porque, lamentablemente para ti, no
eran invisibles para mí.
—Perdón.
Era un frágil susurro, la sombra de una palabra. Varios chicos ahogaron un grito, pero la mayoría
de ellos estaban tan perplejos que se habían quedado sin habla. Y, con todo, yo comprendí por los
rostros a mi alrededor que una sola palabra no bastaba. Jamás bastaría.
—Diles tu verdadero nombre —le ordené.
Sus pupilas relampaguearon, como si estuviera luchando para evadirse de mi dominio. Intensifiqué
mi control sobre él y mis labios se elevaron en una breve sonrisa cuando se sacudió.
—Wes Truman.
—Y tú, Wes, ¿eres el Huidizo?
Negó con la cabeza manteniendo la mirada hacia el suelo.
—Diles cómo has estado obteniendo las provisiones —dije, dejando que la escarcha enfriara las
palabras—. ¿Qué les pasa a los chicos de la Tienda Blanca cuando necesitas otro paquete de
cigarrillos?
Podía oír pasos moviéndose sobre los escombros sueltos de la pared caída, pero mantuve mis ojos
enfocados en el lamentable chico que se encogía de miedo en el suelo.
—Los… intercambio.
—¿Con las FEP? —insistí.
Se mordió el labio y asintió.
El silenció se derrumbó a nuestro alrededor. Gritos de asombro, alaridos desarticulados, débiles
protestas y una palabra que se repetía una y otra vez: «Naranja».
—¡Que alguien acabe con ella! —gritó un chico—. ¡Disparad! Nos hará lo mismo…
—Ahora sabéis lo que soy —les dije a voz en cuello—. Pero eso significa que también sabéis que
cada palabra salida de su boca es verdadera. Os han estado mintiendo todo este tiempo; os han tratado
como si no valierais para nada y fuerais incapaces de tomar vuestras propias decisiones, pero eso se
acaba esta noche. Ahora mismo. —Me giré para mirar a Knox, quien se observaba aturdido las palmas
de las manos—. Quiero que os marchéis esta noche y no volváis nunca más… a menos que —empecé
a mirar sus rostros allá en lo alto— alguien tenga algún problema con lo que digo.
Una parte de mí debió de entender que muchos de ellos callaban por temor. Los chicos que habían
protestado antes enmudecieron en cuanto mi mirada pasó sobre ellos; apretaban las armas en sus
manos. «Todos estáis de acuerdo —pensé—. Estáis de acuerdo y siempre lo estaréis».
Fue tan sencillo. Todo. Los mismos chicos asintieron y se retiraron hacia las sombras; solo tuve
que colocar las imágenes correctas en sus mentes, moviéndome rápidamente entre los cuatro o cinco
que sabían lo que yo había hecho. Miré a Knox, que aún estaba en el suelo. Mis labios se contrajeron
en una mueca de desagrado cuando inundé su mente con mis propias visiones: él, moviéndose con
dificultad en la nieve helada, él tosiendo, débil, incapaz de defenderse mientras avanzaba hacia el
oeste y desaparecía para siempre. Quería que experimentara cada segundo de desorientación y
sufrimiento y fiebre que había padecido Liam. Quería que se lo tragara el mundo que lo había creado.
Lo observé ponerse de pie lastimándose las manos contra el suelo áspero. Avanzó con lentitud,
vacilante, entre los chicos apiñados alrededor de la pared derrumbada. Por un breve instante pensé que
lo harían regresar y que luego se volverían contra mí, pero la primera muchacha, Olivia, dio un
enorme paso al costado. Se cruzó de brazos y lo observó alejarse con ojos fríos e impávidos. Un ruido
surgió de los demás mientras la imitaban, abriéndole un camino, un ruido de siseos, escupitajos y
gruñidos que decía lo que la mayoría de las palabras no podía decir. En ese momento, los chicos que
estaban situados a resguardo, sobre nosotros, comenzaron a imitarlos, dejando escapar con ellos
meses, años de ira y miedo y desesperanza reprimidos. Su intensidad era sofocante; me llevé la mano
a la garganta. Bajo las yemas de mis dedos, mi pulso iba a toda velocidad.
Estaba ahí y luego ya no lo estuvo. Sentí que la rabia que me había impulsado lo seguía hasta la
puerta y se desvanecía como un viejo recuerdo, desapareciendo en la negra noche. Lo pensé; me
refiero a hacerlo regresar. De repente no me parecía suficiente. Merecía algo mucho peor. ¿Por qué le
había dado una oportunidad que él no había encontrado en su negro corazón para dársela a los otros
chicos?
Vida vino cojeando hacia mí, mirándome con ojos recelosos. Mantuvo la distancia entre nosotras,
sus manos cerradas sobre los pantalones desgarrados. Me miraba de un modo en que jamás me había
mirado antes. Iba a preguntarle qué le pasaba cuando sentí que alguien me cogía del brazo y me hacía
girar.
Chubs tenía los labios apretados y sus ojos ocultos por el reflejo del fuego en sus gafas. Me resultó
asombroso que después de todo lo que había sucedido esa noche todavía tuviera la fortaleza para
deshacerme de su brazo y alejarme de él. Intentó cogerme otra vez, sacarme de ahí, llevarme lejos de
esos ojos en llamas que se clavaban en mi espalda.
Pero yo no temía a esos chicos ni a lo que pudieran hacerme ahora que sabían lo que yo era. Si
hubiera logrado encontrar las palabras se lo hubiera dicho. Hubiera dicho que antes no había sido lo
bastante fuerte como para mantener unido a nuestro grupo. No había tenido suficiente control, suficiente poder para mantenerlos a él y a los demás a salvo del mundo que intentaba despedazarnos.
Ahora sí.
El ánimo del lugar había cambiado, estaba cambiando; en ese momento me sentía tan conectada
con todos en ese almacén ruinoso que prácticamente podía sentir el sabor de su alivio como una lluvia
fría y dulce sobre mi lengua. Pasó algún tiempo antes de que me percatara de que esperaban a que yo
hiciera el primer movimiento.
Con el rabillo del ojo vi a Jude abrirse paso entre la muchedumbre; su pecho subía y bajaba por la
carrera. El intercomunicador estaba encendido en su mano y vibraba con intensidad suficiente como
para que yo lo oyera. Vi la única confirmación que necesitaba extenderse en su cara en la forma de una
sonrisa.
Pero entonces sus ojos se movieron y fue obvio que ya no me veía. Solo veía la ruina, solo veía los
fuegos agarrados al hormigón. Solo veía a Mason, con su mirada vacía aún fija en algo que nosotros
no podíamos ver.
—Todo está bien —le dije, rompiendo el silencio—. Estamos bien.
Y no importaba si los demás lo creían realmente. De todas formas me siguieron al salir.