Capitulo 15

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CAPÍTULO QUINCE
El chico que vigilaba la puerta de acceso al almacén no era mayor que yo, pero sí era mucho más alto
y robusto. Unos pocos meses atrás, habría sido un auténtico obstáculo.
—Quédate donde estás —dijo en voz alta, viendo cómo yo avanzaba hacia él—. Ya no tienes
autorización para entrar, no hasta que lo diga Knox.
Le habían dado un arma, pero por la manera en como la sostenía supe que no sabía cómo usarla, o
bien no estaba dispuesto a hacerlo. Extendí una mano y rocé la suya con mis dedos. Detuve sus
recuerdos antes de que subieran burbujeando; la ira hacía que mis habilidades fueran más precisas,
más eficientes, en cierta forma.
—Siéntate y quédate ahí —le espeté, y abrí la puerta.
Nuestro instructor de combate nos dijo que, cuando intentabas resolver una disputa sin violencia,
la emoción menos «productiva» a la que podías ceder era la ira. Nadie puede razonar con una persona
que está tan furiosa que no puede pensar. Vale.
Pensé que era muy productivo hacerlo a mi manera. Dejé que el viento cerrara la puerta con un
golpe a mis espaldas.
Estaba en la oscuridad, parpadeando para adaptar mis ojos a la luz. Sentí que algo se movía junto a
mí, un hombro ancho y firme apareció directamente ante mí, bloqueándome el paso y la visión. Seguí
la línea del abrigo verde hasta el rostro adusto de Brett.
—No puedes estar aquí —susurró. Sentí que intentaba colocar algo en mis manos y bajé la vista.
Se había quitado el sombrero, que estaba repleto de pequeños paquetes de galletas saladas—. Cógelas
y regresa allá antes de que él vea que…
Acababa de poner mis dedos sobre su muñeca cuando los ojos que estaban sobre la plataforma
finalmente me distinguieron entre la multitud sombría.
—Bueno, bueno, bueno… —dijo Knox—. Mira lo que nos ha traído el viento.
Miré a mi alrededor, sorprendida al descubrir casi el doble de chicos dispersos por el lugar. La
mayoría estaban cerca de la plataforma, sentados en el suelo, con bolsas de patatas fritas y cajas de
cereales ante ellos. Sus ropas tenían diferentes tonos de grises y blancos; ¿cazadores que regresaban
de su cacería? Los chicos y las chicas situados en el extremo del almacén estaban tumbados sobre el
hormigón y se movían lo justo para que yo pudiera ver que respiraban. No vi ni comida ni fuego cerca
de ellos.
Me obligué a respirar hondo y relajé mi rostro en una sonrisa fingida. Debía resolver esto
lentamente, hacer que bajara su guardia para poder acercarme a él. Cada nervio de mi cuerpo gritaba
que avanzara, que corriera, que lo agarrara. Mi corazón pulsaba con el estribillo: «Ahora, ahora,
ahora». Pero había demasiados cuerpos entre nosotros. Demasiadas manos con demasiadas armas.
Knox se inclinó hacia delante en su silla.
—¿Quieres decir algo?
Entonces advertí la presencia de Vida, con su mechón de cabello azul sobre el hombro. Se movía
con cuidado, sorteando los cuerpos que había sobre el escenario con sus extremidades largas y gráciles.
La expresión de su rostro me dijo todo lo que necesitaba saber. Si en ese momento Knox cometía
el error de reclinarse hacia atrás en su silla, ella estaría encantada de encontrar la forma de romperle el
cuello.
«¿Bien?». Le dije moviendo los labios. Vida asintió; sus ojos se desviaron hacia Knox y volvieron
a mí. Sabía lo que me estaba indicando que hiciera.
Michael se levantó de donde estaba manoseando el pecho tembloroso de una pobre muchacha y
bloqueó otra vez mi visión de Vida.
—Me preguntaba qué sería necesario para convencerte de que me permitieras salir de cacería —
dije. Mientras subía a la plataforma, me metí las manos heladas en los bolsillos traseros de mi
pantalón—. Que me permitieras salir a buscar provisiones para todos.
Knox echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada. Varias chicas y chicos más jóvenes que
estaban sentados en la plataforma alrededor de sus pies soltaron sus propias carcajadas, jadeantes y
forzadas. Me hormigueaba la piel: sonaban como si una jauría de perros con las cuerdas vocales
cortadas intentara ladrar.
Sentí que a mis espaldas se movía un cuerpo, que venía hacia mí, pero no me giré para ver quién
era. Estos chicos no iban a intimidarme. Michael podía golpearme, Brett podía arrastrarme afuera,
pero lo que yo podía hacerles iba más allá de lo físico.
—¿Tú? —se mofó Michael—. ¿Una Verde?
—¿Cuál es el problema? —pregunté—. No me digas que tienes miedo de que yo demuestre que, al
fin y al cabo, los Azules no sois nada especiales. Siempre he oído que sois todo músculo; sin cerebro.
Tal como había creído, sin duda no estaba acostumbrado a que le hablaran así. El matón que
albergaba en su interior estaba a la vez fascinado y muy… muy enfadado. Muy probablemente porque
todos los que nos rodeaban estaban comenzando a preguntarse por qué yo no podría salir y conseguir
las provisiones que, obviamente, necesitaban.
Knox se levantó con lentitud, echando con un golpecito la ceniza de su cigarrillo al suelo.
«Ven aquí —pensé—. Ven aquí y déjame acabar con esto».
El goteo comenzó en el fondo de mi mente y se convirtió en un bramido. Yo podía hacerlo. Un
paso más cerca y le enseñaría por qué a los de mi clase los habían puesto en la categoría Naranja y a
los de la suya solo en la Azul.
Lo destrozaría.
El cabello de Knox cayó hacia delante, sobre sus orejas. Cuando se lo echó hacia atrás, vi que en
cada dedo llevaba un anillo hecho con papel brillante. Casi parecía… Casi parecía el proyecto que
haría un niño aburrido con un papel de caramelo. No sabía qué diablos eran ni por qué los llevaba,
pero me dieron una idea.
—¿Qué te parece si hacemos un trato? —le pregunté—. Sin trabajo no hay comida, ¿verdad? ¿Me
dejas unirme a uno de estos equipos de caza para que yo pueda comer y traer alimentos suficientes
para el invierno, para todos?
Knox se burló y puso los ojos en blanco.
—No estoy mintiendo —dije—. Ya has visto lo que llevábamos en nuestras bolsas. Eso es solo lo
que pudimos meter ahí. Debimos de dejar toneladas de cosas.
Los labios gruesos y rosados como pétalos de Vida se abrieron y de ellos brotó una muda pregunta.
Por supuesto que estaba mintiendo. Ella lo sabía. «Venga», pensé. Tenía que aceptar. Sentí que el
ánimo de los chicos que nos rodeaban se agitaba ansioso. Me miraban de una forma nueva.
—Había comida enlatada, estantes repletos… y litros de agua potable. Hasta papel higiénico —
añadí, porque, seamos francos, hay algunas cosas que deseas aunque no las necesites realmente—.
Vestimenta, mantas, lo que quieras. Podrías surtir este lugar por completo.
Para cuando acabé de hablar, había tanto silencio que podía oír el retintín del agua que goteaba de
un techo cercano.
—¿Ah, sí? Y ¿dónde está ese país de las maravillas? ¿Detrás del arcoíris, todo recto hacia tu
imaginación? —Knox se paseaba por la plataforma otra vez, siempre detrás de la barricada que
formaban los chicos sentados en el borde. Si no mordía el anzuelo con rapidez, iba a tener que subir de
un salto yo misma.
—¿Por qué iba a decírtelo… —pregunté— si no me das lo que yo quiero?
Así funcionaban las relaciones en esta época. Nadie hacía nada por otro a menos que obtuviera
algún beneficio a cambio. Era obvio que Knox había visto lo suficiente del mundo en que vivíamos
como para haberlo averiguado.
Pero no le gustaba.
«Venga —pensé, echando chispas—. ¡Venga!».
Dio un salto y bajó de la plataforma, a la vez que yo era arrojada contra el hormigón por un
conjunto invisible de manos. Me castañetearon los dientes y me mordí la lengua. La carcajada de
Michael tronó a mi alrededor, como si hiciera de eco a las figuras tímidas y silentes que nos rodeaban.
—¿Crees que necesito darte algo a cambio? —soltó Knox—. ¿Crees que no tengo otras formas de
hacer que tú y tus amigos habléis?
Tenía las manos contra el suelo y las muñecas me latían por el impacto. El chico tenía más orgullo
que codicia, algo que yo no había previsto. Ni siquiera se percataba de que el hecho de disponer de
más comida y provisiones suponía más poder para él. Todo lo que veía era a una niñita que decía saber
más que él, que le ofrecía una solución para el problema que él había creado y hacía surgir preguntas
indeseadas en los chicos que lo rodeaban. Aun si los chicos no me creían, querían creerme.
—No tengo duda —dijo Vida—. Pero ¿estás dispuesto a arriesgarte a esperar cuando la Guardia
Nacional regrese a despejar el lugar?
Vida se había acomodado en el asiento de Knox, para horror de todos los chicos cercanos.
Michael se volvió como un huracán, y de sus hombros salía la furia como si fuera vapor.
—¡Knox! ¿Vas a dejar que te hable así?
—No me digas que te asustan unos cuantos soldados —continuó Vida, examinándose las uñas
rotas—. ¿Por eso intentas demostrar que está equivocada? ¿Porque te asusta lo que ocurrirá si tiene
razón?
—Vamos —me llegó la voz de Brett, de algún lugar a mi derecha—. Debes admitir que suena
demasiado bonito para ser cierto. Hemos recorrido el río arriba y abajo un millón de veces en busca de
comida y jamás hemos encontrado siquiera una bolsa de patatas frías vacía.
—¿Así que desperdiciarías una oportunidad como esta? —pregunté—. Después de haber visto las
pruebas.
Teniendo en cuenta su apariencia ruda, Brett era sorprendentemente razonable a la hora de debatir.
—Yo podría ir con ella y asegurarme de que no intente sorprendernos. Me encantaría hacer otro
viaje con un equipo y conseguir los suministros…
—Ah, ¿podrías? —gruñó Michael—. ¿Te encantaría? ¿De qué equipo estás hablando, del mío?
¿Crees que no sé lo que intentas hacer, imbécil? ¿Que no he estado observando tus intentos de
robarme el juego…?
Knox levantó una mano, deteniéndolos antes de que comenzaran a caminar en círculos como un
par de gatos salvajes hambrientos.
—La respuesta es no. Ni ahora ni nunca.
—Debí haberme dado cuenta —dije, poniéndome de pie—. Dejaste a esos chicos en el frío gélido
para que murieran. ¿Por qué te importaría darles a todos la comida y los suministros que necesitan?
Se puede presionar el botón de alguien una y otra vez para conseguir lo que se desea, pero a veces
se llega a un punto en el que el dedo resbala y presiona el botón equivocado.
—Michael —murmuró, repentinamente muy silencioso. Vida había hechizado la estancia lo
suficiente como para que fuera necesario llamarlo dos veces para sacarlo del encantamiento—.
Llévate a estas dos… perlas fuera.
—Knox —empezó a decir Brett—, ¿qué hay de las provisiones…?
El puño de Knox salió disparado, golpeando a Brett debajo del mentón.
—Llévalas fuera. Si están tan ansiosas de ser cazadoras, pueden demostrarlo esta noche en la
iniciación, como ha debido hacer todo el mundo.
Vida se levantó de la silla y se dejó caer en el suelo, cerca de Knox. Ya fuera que lo quisiera así o
no, los ojos de Knox recorrieron su rostro y su cuerpo, cada centímetro expuesto de su oscura piel.
—Si lo conseguís, estáis a bordo. Pero, si veo vuestras caras una vez más antes de que yo envíe a
alguien a por vosotras, os las quemaré yo mismo.
—Cerremos el trato con un apretón de manos —ofrecí, esforzándome para no sonreír con
suficiencia.
Extendí la mano, mientras la cabeza me vibraba de expectación por cómo se sentiría, de qué haría
exactamente para rebajarlo tanto como había rebajado él a quienes lo rodeaban.
Knox avanzó hacia mí, con su rostro de piedra y la mandíbula apretada. Levantó una mano hacia la
mía y, justo cuando sus dedos estaban a mi alcance, la desvió para coger el extremo de mi trenza.
Todo se redujo a que él fue un segundo más rápido que mis instintos. Apretó el extremo ardiente de su
cigarrillo contra la palma de mi mano y lo apagó en mi piel antes de arrojarme al suelo.
El dolor fue tremendo y cegador; no grité, ni siquiera emití un resuello. Pero supe, desde el
momento en que se giró para mirarme con esa sonrisa de superioridad, que tampoco había clavado mis
ganchos en él.
Nos condujeron a un lugar situado al otro lado del almacén, fuera de la vista de las tiendas y la puerta,
a una gran jaula en la que estaban encerrados los generadores eléctricos muertos y las unidades de
corriente alterna.
Cuando Vida vio nuestro futuro hábitat, empezó a patear y gruñir, forcejeando con los dos chicos
que la sostenían. Ellos la levantaron por el aire y la arrojaron dentro, mientras ella lanzaba un alarido
que hería los oídos. Yo estaba en tal estado de dolor ciego que bastó un empujoncito del chico que me cogía del brazo para meterme en la jaula de alambre.
Esperé hasta que hubieran cerrado los candados y se marcharan de regreso al edificio antes de caer
de rodillas. Metí la palma llena de ampollas de mi mano en un charco de gélida agua estancada. La
quemadura se había abierto paso entre todas las ideas de mi mente.
A mi lado, Vida se levantó, tras flexionar las piernas para poder apoyarse en la valla. Respiró
hondo, con los ojos cerrados.
—Déjame adivinar —dijo, cuando se sintió más fuerte—. ¿Has encontrado a tu Príncipe Azul en la
Tienda Blanca?
—A él y a otros veinte —dije yo, y detesté la forma en que me temblaba la voz.
Sentía que toda la mano me ardía. Intenté evitar el dolor sacudiéndola, pero sentía que la
quemadura se abría camino por las diversas capas de mi piel.
—Déjame ver —dijo Vida.
Como yo no giraba la palma hacia arriba, ella lo hizo por mí. Me sorprendió sentir que ella vibraba
con su propia cólera.
—Maldición. Lo mataré.
Con cuidado, Vida colocó la palma de mi mano otra vez en el agua.
—Lo he arruinado todo —dije—. Yo estaba justo ahí. Él estaba justo ahí. Solo debí… haber usado
la otra mano o…
—Por favor, zorra —dijo ella—. Si hubieras sido capaz de recuperarte lo bastante rápido como
para hacer algo, entonces no serías realmente humana.
—Y ¿qué sería?
Vida se encogió de hombros.
—¿Un maniquí? ¿Una zorra desalmada e insensible que se nutre de las aflicciones de los demás y
es físicamente incapaz de llorar, a menos que sean lágrimas de sangre?
Coloqué mi mano sana sobre mi regazo.
—¿Esa es mi reputación en el Cuartel General?
—Te llaman Medusa —dijo Vida—. Una mirada equivocada y tu cerebro se transforma en piedra.
Creativo. Adecuado, también.
—¿Dónde están los demás? —preguntó.
—En la Tienda Blanca, fuera —dije. Me senté contra el acero de la unidad de corriente alterna
para poder mirar a Vida—. Están muy pero que muy enfermos. La mitad de ellos parecen estar ya
muertos.
—¿Están tan mal? —preguntó—. ¿Stewart también?
—Sí.
—Maldición —masculló entre dientes—. Me preguntaba por qué parecías tan enfadada.
—Sí —dije, sintiendo que la cólera comenzaba a pincharme otra vez. Lo tenía; estaba justo ahí, y
yo había sido demasiado tonta y lenta para acabarlo—. Lo estoy.
—Oye, Bu —dijo ella—. Ahora yo también estoy en esto y tengo mucha experiencia manejando a
los gilipollas como si fueran jodidas arpas. Necesitas ayuda, lo entiendo. Deja de intentar convencerte
de que estás sola.
Levanté la vista, sorprendida.
—Pero, para que lo sepas —dijo, y sonaba otra vez como Vida—, si resulta que debemos luchar entre nosotras en esta mierda de iniciación, igual te doy una paliza.

Mentes Poderosas 2: Nunca Olvidan Donde viven las historias. Descúbrelo ahora