CAPÍTULO VEINTIDÓS
Despertar me hizo sentir algo familiar y extraño a la vez. Como si un recuerdo se hubiera enredado
en otro y ambos lucharan bajo el extraño peso del déjà vu. Sólido, llano, frío; estaba en el suelo. La
tierra dura y firme. Todo era tierra húmeda y algo específicamente humano que me llenaba la nariz, no
el olor a falso limón de la antigua vida de Black Betty como furgoneta de servicio. No era el zumbido
de un presentador de radio que informaba sobre las horrorosas noticias del día en mis oídos, sino la
respiración estable y profunda de los otros cuatro, que habían caído dormidos.
Encontrar la conciencia fue como arrastrarme desde el fondo de una ciénaga lodosa. Solo cuando
salí a la superficie me azotó el dolor. Comenzó en la cintura y se disparó hacia arriba y debajo de mi
costado derecho tensando cada músculo y cada tendón hasta el punto de hacerlos crujir. A la vez, el
suelo, las mantas, la oscuridad fueron demasiado para mí. Sentí la presión fantasma de la correa de
cuero alrededor de la cabeza y el sabor acre del metal dentro de mi boca. Comprendí que era posible
ahogarse con un recuerdo, sentirlo muy apretado alrededor del cuello. Cuero. Todo lo que podía oler
era cuero.
«La tienda de Chubs», noté. Había sido real. Me habían encontrado.
«Jude, Vida…». Me incorporé con esfuerzo, ignorando las protestas de mis músculos rígidos y el
lacerante dolor en la espalda. Ahí estaban, durmiendo prácticamente uno encima del otro. «Chubs.
Liam».
Un viento frío me levantó la camisa por la espalda, pero se sentía refrescante en comparación con
el aire viciado y tibio del interior de la tienda. Tuve la borrosa idea de que debía buscar mis botas,
pero eso no me pareció ni la mitad de importante que largarme. Buscar un lugar donde estar sola,
liberar el grito que crecía desde mi núcleo. Justo delante estaban los restos ardientes de la fogata, en el
centro del claro —quizás un antiguo sitio de acampada público—, y un tendedero del que camisas y
sudaderas colgaban amontonadas, heladas y rígidas.
Sentía más frío que al llegar a Tennessee por primera vez. Habían encontrado un terreno plano
donde aparcar el coche, pero un rápido vistazo alrededor me indicó que aquí las colinas eran más
abruptas de lo que lo habían sido antes. La hierba muerta era más fina, más larga, y estaba enterrada
bajo montones de piedras beis. Sin duda, no estábamos en Nashville.
Respiré hondo por la boca varias veces y rodeé el montón de madera chamuscada y cenizas que
habían constituido la fogata del campamento. Chubs había dejado fuera una cantimplora, pero tanto
esta como una botella de plástico que había junto a ella estaban vacías.
Mis calcetines estaban mojados y mugrientos, y resbalaban en el fango. Avancé a trompicones,
mascullando entre dientes algunas palabrotas hasta que mis piernas decidieron abandonarme. Me
tomó más de lo que jamás admitiré llegar hasta el todoterreno, pero cuando choqué con fuerza contra
el lado del acompañante tuve oportunidad de recuperar el aliento. Habían dejado una botella de agua
debajo del asiento delantero. Recordaba haber sentido el plástico darme en los talones cada vez que
Chubs tomaba una curva cerrada. Solo necesitaba un sorbo. Un único sorbo para deshacerme del
asqueroso sabor que me cubría la lengua.
Las puertas estaban cerradas. Abandoné el coche sacudiendo la cabeza mientras volvía hacia el
lugar de la fogata. Había una manta de lana fina gris plegada sobre el tocón desgastado de un árbol; la
cogí y me envolví con ella los hombros.
«No hay sitio para ti, ni aquí ni en ninguna parte. El único sitio para ti está en esos campamentos o
enterrada como los demás».
Sacudí la cabeza para ahuyentar la voz indeseada y me eché el cabello suelto sobre las mejillas y
los hombros. Cuando tocó mis mejillas lo sentí limpio. Hasta suave. Saqué una mano de debajo de la
manta y busqué las puntas enredadas. Ni hojas ni nudos. Alguien lo había cepillado.
«Dios», pensé, envolviéndome aún más en la manta. Ese tío… Me había arrastrado tras de sí, me
había arrastrado directamente hacia…
Me dolía la garganta. Oí los estallidos de la estática por encima del pulso cada vez más intenso en
mis oídos. Durante un aterrador segundo estuve segura de que Rob había regresado, que había traído
consigo una máquina de Ruido Blanco. Pero este ruido era débil y distante, no era doloroso en
absoluto.
Abandoné el claro en pos del origen del ruido y de inmediato vi el viejo sendero de excursiones.
La nieve cubría como un manto el terreno irregular, ocultando las afiladas rocas y los implacables
agujeros, pero yo vi la senda curva y sin árboles. Me apoyé en los firmes cuerpos de los robles blancos
y los arces. El sol comenzaba a tocar el horizonte; los primeros rayos de pálida luz amarilla se
extendieron sobre la nieve.
Cuando llegué a la poza de agua me sentí tonta por haber pensado que podía ser algo tan aterrador
y horrible, algo tan poco natural como el Ruido Blanco.
Una cascada. Una cascada inquieta y rugiente en lo que parecía un cañón en miniatura. El agua
saltaba sobre el borde curvo del acantilado rocoso, dividiéndose en cascadas más pequeñas a los lados
de otra mayor. Las rocas oscuras que encerraban la poza se inclinaban hacia dentro, casi como un
cuerpo que encorvara sus hombros para protegerse del frío.
El sendero se conectaba con lo que parecía ser una plataforma de madera construida sobre el borde
de un pequeño cuerpo de agua. Avancé junto a un pequeño arroyo que salía de la poza, quebrando la
costra de hielo fino que había al lado del cauce.
La plataforma estaba húmeda y en ella había montones dispersos de nieve. Empujé a un lado un
brillante montón de nieve y me paré justo en el borde, donde disponía de la mejor vista de la corriente
de agua que bajaba, salvaje y rugiente.
La cascada arrojaba una neblina sobre la centelleante superficie del agua. Me incliné y tomé un
poco del líquido helado en mis manos y me lo arrojé a la cara.
Deslicé una mano bajo la manta y bajo la sudadera, buscando el origen del ardiente dolor. El bulto
de puntos limpios y regulares solo dejó de pincharme cuando mis dedos rígidos y helados se posaron
sobre el lugar y lo insensibilizaron.
Al principio pensé que solo era la neblina que se adhería a mis mejillas. Que el viento debía de
haber traído hacia mí el rocío de la cascada. Pero el dolor en mi garganta persistía, sólido e inmóvil, y
algo muy parecido a un sollozo comenzó a bullir en mi pecho. No había nadie ahí que me viera llorar,
y no tenía sentido intentar contener las lágrimas.
Apoyé mi rostro en la manta y con ella sofoqué el grito que salía por mi boca. Y fue como si, al comenzar, hubiera abierto una compuerta; el resto llegó como una riada y no pude detenerlo. Cada
fugaz pensamiento que cruzaba mi mente estaba teñido de sangre; podía sentirla en el fondo de mi
garganta.
«Yo maté a ese hombre».
No, no era solo eso. Lo había torturado mediante el miedo. No es que no mereciera el castigo por
los crímenes que había cometido; era cómo lo había castigado yo, cómo había usado a esos chicos,
manipulándolos a ellos y sus recuerdos, cuando ellos ya eran víctimas. Y me había gustado hacerlo.
Había disfrutado con lo fácil que había sido consumir su mente, llenarla de terror, un paso horroroso
tras otro, hasta sentir que se desintegraba por completo. La oscuridad que se había extendido hacia mí
era cálida. Estimulante. Su avalancha me había dejado una sensación de cosquilleo en los miembros
que aún no me podía quitar.
Había desterrado a Knox por lo que le había hecho a Liam, pero había ignorado tozudamente la
realidad de que Liam jamás, jamás habría considerado que esa fuera la decisión correcta. Había dado
por supuesto que Knox era irredimible, pero era un chico: Knox o Wes, o como quiera que deseara
llamarse, era uno de los nuestros. ¿En qué sentido era más perdonable haberlo arrojado fuera para que
muriera de frío que intercambiar a los otros chicos por comida? Y Mason… Yo pude haberlo ayudado.
Pude haber borrado sus recuerdos dolorosos, pero mi primera reacción había sido utilizarlo como
arma. Como si no hubiera sido humano ni digno de tomar sus propias decisiones.
Puede que… Puede que los directores de los campamentos tuvieran razón al hacer lo que nos
habían hecho a los chicos peligrosos. Puede que necesitáramos ser amordazados, encadenados,
condicionados para seguir órdenes; me había parecido tan natural darles órdenes a Rob y a Knox, y a
todos los demás chicos que me desafiaron en el almacén.
Y eso me transformaba en Clancy. Me hacía ser Martin. Me hacía ser la chica Naranja que, en el
autocar hacia Thurmond, había impulsado a aquella mujer a suicidarse con su propia arma. Me hacía
ser los innumerables chicos que habían torturado a las FEP y a los directores de los campamentos
llenando sus cerebros con imágenes horripilantes.
Yo no era diferente de ellos en nada. Todo el tiempo había creído que obtener más control sobre
mis habilidades suponía recuperar mi vida. Pero ese no era el caso, ¿verdad? Era completamente
posible que mi incapacidad para controlarlas —temerlas— hubiera sido la única razón por la cual no
había seguido antes a los demás Naranjas por aquel camino.
Ahora comprendía en qué sentido la Liga había sido buena para mí. Me había dado disciplina,
concentración y dirección en cuanto a cómo usar mis habilidades. Eso solo demostraba que había
tenido razón al decirle a Cate que yo no debía ser un Líder; necesitábamos personas más fuertes,
personas que aún pudieran hacer honor a ese nombre. O, como mínimo, personas que aún pudieran
confiar en que sus instintos no las llevarían hacia este tipo de oscuridad.
«Asesina». Igual que los demás agentes de la Liga.
La manta estaba cálida y húmeda con mis lágrimas. Levanté la cara otra vez e intenté enfriar mi
rostro dolorido y mis pulmones, pero nada servía. Nada borraba las imágenes del aspecto que yo
imaginaba que tenía Rob cuando Vida lo vio por última vez. Nada aliviaba los últimos pensamientos
que habían fulgurado en su mente en los segundos anteriores al final de su vida. Una mujer hermosa
con un vestido de cuadros, una bicicleta roja, un campo, el atardecer en Los Ángeles…
—Para —dije entre dientes—, para.
Y me dolía. Cada parte de mi cuerpo, desde el cegador dolor de cabeza detrás de mis ojos a los
cortes y moratones de la espalda. No había suficiente espacio en mis pulmones para todo el aire que
necesitaba. Sin importar cuán intensamente sacudieran mi cuerpo los sollozos, no podía atenuar
aquella presión. Era como si me hubieran plegado una vez, y otra y otra más, hasta que ya no había
quedado nada por hacer, salvo quebrarme.
El ajetreo del agua ahogaba los demás sonidos, incluidos los pasos que ahora marcaban un andar
lento y vacilante sobre la madera, a mis espaldas. Pero yo supe que estaba ahí.
—Hola —dijo Liam con voz suave.
La niebla proveniente de las cascadas pasó entre nosotros, haciendo girar copos de nieve y
transformándolos en una pantalla de un blanco puro. Cuando se alejó, con la siguiente brisa helada,
Liam estaba ahí de pie, aún con mis botas aferradas contra el pecho, aún con ese aspecto torturado en
su rostro ceniciento y ya desgastado. Abrió la boca y dio un pequeño paso adelante. Sus piernas
estaban inestables aún, pero fue la forma en que me miró abiertamente, escrutando mi cara, lo que me
produjo ansiedad.
Pero estaba vivo. Estaba ahí, de pie por sus propios medios. La niebla de sus ojos había
desaparecido. Su respiración era superficial pero firme; una inspiración firme, una espiración firme,
con solo una pequeña interrupción para toser.
Siempre había sido fácil leer el rostro de Liam. No podía ocultar sus pensamientos ni sus
sentimientos, sin importar el número de sus sonrisas forzadas. Su cara estaba tan abierta como
siempre, era tan desgarradoramente perfecta, aun cuando el dolor le hacía apretar los labios. Sus ojos
eran… son tan pálidos bajo esta luz, y se fijaban en mis ojos, en mi nariz, en mis labios, como si
nunca me hubiera visto antes y no deseara dejar de mirarme jamás. En el centro de mi pecho se inició
un dolor que se expandió, retorciendo mis entrañas, hasta que finalmente me obligué a apartar la
mirada.
—Yo no… —comenzó a decir, con palabras teñidas de una suave desesperación—. ¿Cómo puedo
ayudar? ¿Qué… qué puedo hacer para que deje de doler? ¿Para que te sientas mejor?
«Liam, no puedes. Esta vez no». La idea me hizo sentir como si estuviera fuera de mi cuerpo,
como si lo observara desde arriba de las cascadas mientras se acercaba a mí.
—Solo que no se lo digas a los demás —susurré—. Por favor.
Me sequé las lágrimas de la cara. Me escocían al deslizarse por mis mejillas, por mi barbilla, hacia
mi cuello. Era vergonzoso y abrumador, pero de algún modo estaba bien que hubiera sido él quien me
encontró.
Con el rabillo del ojo vi que asentía con la cabeza. Comprendía, desde luego; él se había alejado
varias veces porque no quería que lo vieran descompuesto y deshecho. Cuando hay personas que
dependen de ti, no puedes hacer otra cosa que dar una imagen valiente y decidida; de lo contrario,
también socavas su confianza.
—Debe de haber un poco de ese medicamento… en la bolsa —decía él—, algo que te ayude a
descansar o a… a…
Entonces habían llevado las medicinas al campamento. Chubs se las había administrado. El hecho
de que Liam estuviese siquiera coherente como ahora significaba que la incursión no había sido en
vano; algo bueno había salido de todo aquello.
Cogí las botas cuando me las ofreció y me las puse. La insensibilidad subía desde mis dedos hacia
mis tobillos y mis pantorrillas, y yo aguardaba a que se extendiera. Estaba tan cansada; sentía mucho
dolor. Me parecía estar debajo de una placa de hielo gris, sin la fuerza suficiente para salir de ahí.
Respiré hondo, inclinando mi cabeza hacia atrás, como si eso fuera a bastar para contener las
lágrimas.
—Dime —imploró—. No puedo… Esto es… Es demasiado.
«Demasiado». Mi mente se quedó con esa única frase. «Demasiado, demasiado, demasiado».
Liam se puso de rodillas junto a mí, su nuez de Adán subía y bajaba cuando tragaba; yo no podía
quitarle los ojos de encima, no hasta que él extendió una mano y recorrió la cicatriz de mi frente con
un dedo. Cuando no me alejé, lo sentí bajar suave como la caricia de una pluma por un lado de mi
cara, a través de mi mejilla. Sentí sus manos ásperas y agrietadas a causa del tiempo inclemente
mientras se deslizaban por mi cabello hasta descansar detrás de mis orejas. Cerré los ojos y permití
que sus pulgares me quitaran los diminutos copos de nieve atrapados en mis pestañas.
«Vete —me dije a mí misma mientras me obligaba a abrir los ojos—. Vete, porque él no lo hará».
Podía sentirlo inclinándose hacia mí, acercando su cabeza a la mía, y yo hice lo mismo: incliné mi
rostro hacia arriba para encontrarlo a mitad de camino. Liam tenía los ojos cerrados y, por un instante,
pareció estar atrapado en una especie de sueño. Sentí que su aliento entibiaba mis labios.
El contacto fue tan seguro, y yo lo había deseado durante tanto tiempo, que en aquel momento de
aquella mañana casi me resultó fácil olvidar lo que yo había hecho.
Que se suponía que él no me conocía en absoluto y mucho menos que yo le importara lo bastante
para intentarlo.
«Demasiado».
—¿Qué haces? —susurré.
Cada músculo en él pareció congelarse, y advertí la alarma en su rostro. Liam retiró las manos
bruscamente, perdiendo el equilibrio con el gesto. Intentó erguirse sobre sus pies, pero estaba lento y
débil, y lo máximo que consiguió fue mirar hacia otra parte mientras los extremos de sus orejas
enrojecían. Ya estaba de pie y se alejaba, antes de que la sensación de su contacto hubiera
desaparecido de mi piel.
Murmuró algo, colocándose las manos bajo los brazos mientras sacudía la cabeza. Retrocedió dos
pasos, y me pregunté qué expresión debía de tener mi cara para que la reflejara con semejante aspecto
de estar perdido.
—Está bien —le dije, aunque eso estaba muy lejos de la verdad; me habría reído si ya entonces no
hubiera estado llorando.
Era asombroso; no tenía la menor idea de que uno podía seguir hundiéndose aun después de haber
tocado el oscuro fondo de su vida. Pero permitir que se acercara tanto, permitir que me consolara
después de todo lo que yo había hecho, eso era dolorosamente vil.
Antes de que pudiera acabar, Liam estaba hablando de nuevo y había regresado de nuevo su
extraño tono de voz. Aun mientras hablaba, seguía sacudiendo la cabeza.
—Ruby… Eres Ruby. Chubs me dijo que tú, Vida y Amiguito lo ayudasteis a cuidar de mí. Dijo
que tú y yo, que nunca nos habíamos visto antes, pero nos conocemos, tiene que haber sido así porque
conozco tu cara. Conozco tu voz. ¿Cómo es posible?
—Mientras estabas enfermo, yo te hablaba —dije, sintiendo la garra del pánico en mi estómago—.
En el almacén de Nashville.
—No…, no…, digo, sí. Sé que lo hiciste. —Liam se paseaba de un modo que casi parecía el de un
perturbado. Iba y venía recorriendo el ancho de la pequeña plataforma de madera—. No es eso; sé que
no lo es.
Ponle un fin a esto ahora. No lo empeores. Un corte limpio y puedes acabar con esto ahora.
—Pertenezco a la Liga —le solté de forma brusca, porque era lo único que sabía que evitaría que
se me acercara, lo único que cambiaría esa mirada de compasión por una de total desprecio.
—Tú… —comenzó—. ¿Qué? Eso… no es posible.
Los campamentos. Necesitaba pensar en los campamentos que liberaríamos en cuanto les llevara
de regreso a Cole y Cate la información de la memoria USB. La buena obra que resultaría de todo
esto, alzándose sobre la sangre que se juntaba a mis pies y sobre el rastro de humo y fuego que habían
dejado mis pisadas. Ahora ese era mi futuro. Era lo único que quedaba para mí.
—Tienes razón. Nos conocemos —dije—. Del santuario de Maryland. Te entregué el dinero que te
enviaba tu hermano, ¿lo recuerdas?
Ahora lo recordaba. Pude verlo en su rostro, en la forma en que recobraba su seguridad. Mantuve
la mirada en los árboles situados detrás de su cabeza y los brazos cruzados sobre mi regazo, en un
intento de atrapar esa última brizna de calor. Liam parecía a punto de vomitar.
—Pero te saliste, ¿no? —dijo Liam—. Porque Chubs me lo habría dicho. No me lo habría
ocultado. Pertenecías a la Liga, pero ahora eres…
—Estoy con la Liga, y también lo están Vida y Jude. —Conocía a Chubs lo suficiente como para
saber exactamente por qué no había dejado escapar esa información—. No te lo dijo porque sabía que
querrías marcharte. Pero él y yo tenemos un acuerdo.
—No… no lo entiendo —consiguió decir con esfuerzo Liam. Ahora retrocedía otra vez, pasándose
una mano por el rostro—. ¿Un acuerdo?
Ya le había clavado el cuchillo en el pecho. Retorcerlo daría fin a todo para siempre.
«No —susurró una vocecita—. Otra vez no».
Me miraba con fijeza, esperando, temblando de frío o de furia, no podía saberlo. Me acerqué a él y
él me lo permitió. Ahora Liam respiraba con mayor esfuerzo, con un ruido sibilante y húmedo,
mientras yo extendía una mano hacia el dobladillo inferior de la chaqueta de su hermano y desgarraba
la costura que había hecho Cole ahí apresuradamente.
La memoria USB era un simple rectángulo negro con la impresión del cisne dorado de Leda
Corporation. Estaba tibia por la cercanía de su cuerpo durante las últimas horas, días quizás.
Liam retrocedió vacilando mientras cada pensamiento suyo chocaba contra su rostro.
—¿Qué diablos es eso?
—Tu hermano —dijo—. Nos envió a buscarte. Cuando huiste, en Philly, te llevaste su chaqueta en
lugar de la tuya. Y te llevaste esto.
—¿Qué es eso? —repitió, intentando coger la memoria.
Cerré el puño y me lo metí en el bolsillo antes de caer en la tentación de hacer algo estúpido. Todo
esto por un pequeño trozo de plástico barato.
—Es información clasificada —le dije, obligando a mis pies a avanzar por el sendero—. De la Operación que dirigía tu hermano.
Tenía la débil esperanza de que no viniera tras de mí. De que permaneciera ahí y yo pudiera
regresar, atravesar el campamento, el bosque que hubiera y, sencillamente, desaparecer. Pero en mi
vida nunca nada iba a ser tan fácil. En lugar de ello, pasó junto a mí por el sendero dando esos
primeros pasos como si estuviera saliendo a trompicones del mar con el agua hasta las rodillas,
inestable y tosiendo el fluido que tenía en los pulmones. De forma instintiva extendí una mano para
sostenerlo, pero se deshizo bruscamente de mí y continuó avanzando, llamando a Chubs.
Chubs ya debía de haber estado buscándonos. El chico era un desastre de ojos soñolientos y ropas
arrugadas; su cerebro no debía de haberse despertado del todo, porque no se le había ocurrido ponerse
un abrigo o unos zapatos a pesar de la gélida temperatura.
—¿Qué? —gritó, mirándonos a uno y a otro—. ¿Qué sucede?
—Ni siquiera puedo creerte a ti —le espetó Liam—. ¿Qué jodida clase de juego estáis jugando
aquí?
Chubs parpadeó.
—¿De qué…?
—¡Lo sé todo! —Liam se plantó ante Chubs, agitado aún por la subida de regreso hacia el sendero
—. ¿Cuánto tiempo más planeabas ocultármelo? ¿La Liga? ¿De verdad? ¡Cielos, se supone que aquí tú
eres el listo! ¿Hiciste un trato con ellos?
—Ah.
Chubs se pasó una mano por la mata de pelo negro y dejó escapar un suspiro largo y exasperado.
Tenía unos tres segundos para desviar la ira de Liam hacia mí otra vez antes de que Chubs dijera algo
de lo que realmente se arrepentiría.
—¡Sí, eso!
Liam entró en el campamento y se acercó furioso al fuego ya extinguido. No me dejaba acercarme
ni siquiera lo bastante como para compartir el aire que respiraba.
—¿Puedes escucharme, por favor? —pregunté—. Todo fue idea mía; todo. Tu hermano nos envió
a buscar la memoria, y mientras lo hacíamos encontramos a tu amigo. Acordamos que, si lo
ayudábamos a encontrarte, no diríamos nada acerca de ti a la Liga. Y que te ayudaríamos a llegar a
California para buscar a Zu.
Al principio supuse que la mirada que Chubs dirigió en mi dirección, con los ojos como platos, se
debía a su perplejidad por mi capacidad para decir una mentira tras otra. Pero una parte de mí debió de
saber, aun mientras decía aquellas palabras, que estaba tocando el tema incorrecto.
—Y tú, ¿cómo sabes eso? —preguntó Liam—. Y ¿de dónde la conoces exactamente?
Tragué saliva y crucé los brazos sobre el abdomen mientras mi mente daba vueltas por las excusas,
una peor que la otra.
—¡Contesta!
Me encogí.
—Yo solo he… oído historias; de Chubs, quiero decir.
Liam se volvió hacia Chubs con el rostro rojo de rabia e incredulidad.
—¿Qué más le has dicho?
—¡Nada! Liam, debes calmarte; por favor, siéntate. Escucha.
—¡No puedo creerlo! ¿Te das cuenta de que tienen formas de rastrearla? ¿Es que quieres que se la lleven? Zu…, prometimos que lo haríamos, creía…
—Él no me dijo nada sobre ella, salvo que viajabais juntos por un tiempo —dije con calma.
Liam se había mostrado protector con todos nosotros, pero Zu había sido un caso especial.
—¡Tú no te metas en esto, Verde! —Todavía estaba concentrado en Chubs—. ¿Qué más le has
dicho? ¿Qué más consiguió sonsacarte?
Me eché hacia atrás; una única palabra me había hecho perder el equilibrio.
—¿Cómo la has llamado? —lo interrumpió Chubs.
Desde luego, él también lo había pillado.
—¿Qué? ¿Ahora no se me permite usar su nombre? —preguntó. La expresión de su rostro
rebosaba escarnio—. ¿Cómo quieres que te llame? ¿Qué astuto nombre clave ha pensado para ti la
Liga? ¿Calabaza? ¿Tigre? ¿Mandarina?
—Me has llamado Verde —dije yo.
—No, no lo he hecho —contestó él—. ¿Por qué demonios te llamaría así? Sé lo que eres.
—Sí lo has hecho —insistió Chubs—. La has llamado Verde. ¿De verdad no te acuerdas?
Mi corazón hizo añicos el hielo que lo cubría y golpeó contra mi parrilla costal, latiendo cada vez
más fuerte con cada minuto de silencio que siguió. La ira lo había abandonado por completo y fue
reemplazada por la confusión, que se transformó en un temor franco, sin tapujos, cuando nos miró a
Chubs y a mí.
—Está bien —dije, extendiendo las manos en un débil intento de apaciguarlo—. Está bien. Puedes
llamarme como quieras; en realidad no importa…
—¿Estás jugando con él? ¿Lo estás obligando a ser bueno contigo? —preguntó Liam.
Su rostro había enrojecido y casi parecía que su ira se había convertido en ansiedad. Miraba a su
amigo y veía a un extraño.
No podía seguirle el ritmo a sus repentinos cambios de humor y de repente me pregunté si merecía
la pena el intento. El recuerdo de lo que había pasado cuando me encontró junto a las cascadas se
evaporó como la neblina bajo los rayos del sol. Tal vez yo lo había imaginado todo.
—¿Me tomas el pelo? —dijo Chubs—. ¿Después de lo que sucedió en East River? ¿Necesito
recordarte que mientras Clancy Gray te transformaba en su mascota a mí ni siquiera podía tocarme?
—Yo no… ¿Qué? —El aire salió de los pulmones de Liam como una explosión—. ¿De qué estás
hablando?
«Oh —pensé—, maldición».
Cuando entré en su mente y me borré de los recuerdos de Liam, tuve que… cambiar algunos de
ellos, de lo contrario hubieran resultado absurdos. La noche que intentamos marcharnos de East River
era uno de ellos, porque todo el aterrador episodio se había desencadenado a raíz de que yo había
bajado la guardia y confiado en Clancy cuando no debí haberlo hecho. Yo era una parte esencial de la
historia.
Pero ¿qué había colocado ahí en su reemplazo? ¿Había borrado esa noche por completo? Mi mente
daba vueltas, intentando averiguar qué imágenes había deslizado en ese espacio vacío, pero todo era
negro, y negro y negro.
Chubs se volvió para mirarme con una furia que podría haber calcinado una montaña.
—¿Por qué la miras a ella? —explotó Liam—. Ni siquiera sé qué estás haciendo aquí, ¡y con ellos!
—¡Estábamos intentando encontrarte! —dijo Chubs—. ¡Lo único que queríamos hacer todos
nosotros era ayudarte!
—¡Pero me cago en todo! —Se oyó la estridente voz de Vida desde el interior de la tienda—.
¿Podéis callaros los dos y volver a los arrumacos? ¡No necesitamos oír la misma mierda de discusión
por la jodida décima vez antes de las cinco de la mañana!
Jude hizo un valeroso intento de hacerla callar, pero el daño ya había sido hecho.
—Tú… tú… No puedo… —soltó Chubs demasiado furioso para formular una oración completa—.
¡Sal de ahí! ¡Ahora mismo!
—Ven a buscarme, grandullón —le respondió ella—. Sé que no tengo esas partes que te gustan,
pero siempre podemos hacer que funcione.
—Ah, ¿un cerebro que funcione, por ejemplo? —gritó él.
—¡Chubs! —le espeté. Él sabía cómo era Vida; solo estaba haciéndole el juego—. Vida, por favor,
sal. Tú también, Jude.
Vida abandonó la tienda envuelta en una manta como si fuera el manto de una reina. El efecto se
estropeaba por el hecho de que su pelo azul desvaído sobresalía a cada lado de su cabeza como si
fueran dos cuernos. El aspecto de Jude no era mucho mejor: no sé si había visto alguna vez semejantes
ojeras. Salió, encorvado, detrás de ella, vestido con su chaqueta acolchada, y se sentó al otro lado del
hoyo de la fogata.
—No cambiaré de opinión, así que ni siquiera empieces a contarme la historia de lo magnífica que
es la Liga, de lo maravillosos que son los agentes —dijo Liam, cruzando los brazos sobre el pecho—.
Dile a Cole que se vaya a tomar por culo. No necesito que ni él ni tú cuidéis de mí.
—Lo dice el chico que estaba a dos pasos de las zarpas de la muerte cuando lo encontramos —dijo
Vida, poniendo los ojos en blanco—. Por cierto, no me des las jodidas gracias.
—Te prometo que la única motivación que tenemos es obtener la memoria flash y cumplir nuestro
acuerdo hasta el final —le dije mientras observaba cómo su pecho subía y bajaba por el esfuerzo de
inhalar suficiente aire.
Era más fácil hablarle como si fuera un desconocido. Y con aquella palidez, con su delgadez, sin
afeitar y sucio como estaba, no era difícil imaginarlo así.
«Este no es Liam —pensé—. Algo va mal».
—¿Es así? —dijo Liam con frialdad—. Yo no he pedido nada de esto y lo último que podría desear
es recibir los cuidados de alguien como tú.
Me tomó un segundo más que a los otros comprender que aquel último comentario estaba dirigido
a mí.
—¡Eh! —intervino Jude—. Solo intentamos ayudar. No es necesario que nos trates mal por ello.
—Liam, estás siendo drástico —comenzó a decir Chubs.
—Y tú…, cielos, es como si te hubieran dado un par de gafas nuevas, un coche y un poco de
tecnología y te creyeras Rambo en la selva. Nunca pensé que te prestarías a esto.
—Si él se fía de nosotros —intentó otra vez Jude—, ¿por qué no puedes confiar tú?
—¿En la Liga? —Liam soltó una única carcajada—. ¿De verdad eres tan tonto? —Levantó una
mano para acallar lo que fuera que Vida estaba por decir—. Hablan de rehabilitación y no hacen más
que tener a los chicos de rehenes. Hablan de entrenar a los chicos para que puedan defenderse y después se dan la vuelta y los envían a que los maten. O bien estamos en campamentos, o bien
estamos con la Liga o bien somos fugitivos, y esta no es siquiera una opción. ¿Quieres saber lo que yo
quiero? Una opción. Solo una. Y este soy yo escogiendo mi opción. Puede que estés bien volviendo a
los brazos de esos asesinos, pero yo voy a mantenerme lejos de ellos. De ti.
Tras decir esto, pasó junto a donde estábamos Chubs y yo, y se dirigió hacia el mismo sendero que
llevaba a las cascadas. Chubs me miró de soslayo, pero yo mantuve los ojos en Liam mientras me
sentaba en un tronco, frotándome de forma distraída la hilera de puntos que tenía en la cintura.
—¿De verdad crees que quiere que vaya en su busca esta vez? —pregunté.
Chubs lanzó un suspiro, frotándose los brazos enérgicamente con las manos y siguió a su amigo
por el sendero. Ninguno de los dos llegó muy lejos; si me ponía de puntillas podía ver dónde estaba
Liam, apoyado con todo su peso contra un árbol. Al principio pareció que Chubs mantenía una
prudente distancia, evitando provocar a Liam otra vez. Pero debió de decirle algo, debió de
disculparse, porque un instante después estaba junto a él, con una mano en la espalda de Liam y la otra
señalando en nuestra dirección.
—No me puedo creer que dijera toda esas sandeces —se quejó Vida—. Ese chico tiene más
cambios de humor que la fiesta de cumpleaños de un niño pequeño.
—No me había dado cuenta de que nos odiaba tanto… —dijo Jude.
—No te odia a ti —le prometí, mirando aún a los chicos—. Odia a la Liga. Cree que estaríamos
mucho mejor sin ellos; cree que no los necesitamos.
—Bueno, él nos necesitaba —dijo Vida— en el momento en que se estaba ahogando en sus
propios mocos.
Jude permanecía en silencio, aun cuando me observaba observar a los otros. Cuando lo miré para
preguntarle qué pasaba, no hizo más que desviar la mirada y ocuparse de buscar el abrigo de Chubs
dentro de la tienda. Me obligué a sentarme en uno de los troncos que había junto a la fogata apagada
mientras mi cerebro latía al compás de mi pulso.
Pasaron diez minutos antes de que Chubs y Liam regresaran. Chubs aún sacudía la cabeza,
obviamente frustrado. Liam mantuvo su rostro inclinado, evitándonos a todos. El viento gélido, o la
vergüenza, le había enrojecido las puntas de las orejas. Cuando pasó junto a nosotros, hacia la tienda,
seguía con las manos en los bolsillos.
—Ha aceptado quedarse, por ahora —dijo Chubs—. Desea ir a California a buscar a Zu, pero no
quiere que ninguno de vosotros pueda rastrearnos; bueno, probablemente debamos separarnos antes de
llegar a la frontera estatal.
—A ese chico le falta un hervor, ¿o no? —dijo Vida, poniendo los ojos en blanco. Jude se apiñó
con ellos y le extendió el abrigo a un agradecido y tembloroso Chubs—. Asegúrate de mandarnos una
postal cuando te cojan de una oreja y te arrastren de regreso a un campamento.
—Seguiré intentándolo —prometió Chubs—. Solo necesita calmarse.
—Lo sé —dije yo—. Gracias.
Pero sabía que eso no sería suficiente.