CAPÍTULO DIEZ
El SUV marrón apestaba a falsa vegetación. El olor del ambientador era tan abrumador que tuve que
abrir la ventanilla para que circulara el aire fresco.
—No te quejarías tanto si estuvieras allí oliendo al tipo del que te libré hace un rato —me dijo
Chubs, ofreciéndome un par de gafas de sol—. Ten. Y ahora ponte el cinturón de seguridad, por favor.
Vida y Jude ya los llevaban abrochados en el asiento trasero, aunque ellos no estaban callados ni
mucho menos. Mi miembro favorito del equipo le echó una mirada a la reja metálica que separaba los
asientos delanteros de la parte de atrás, probablemente pensando en la imposibilidad de arrancarme el
pelo de raíz tratando de sacarme del asiento delantero.
—¿Vamos conduciendo tan despacio porque no tienes idea de adónde vamos —preguntó Vida—, o
porque tienes la esperanza de saltar fuera del coche y dejar que nos partamos el alma?
Jude se enderezó, alarmado. Los dos nos dimos cuenta de su tono. A Vida le encantaba buscar
pelea cuando se aburría, y verdaderas broncas cuando estaba estresada. Si era eso último, solo uno de
ellos lograría salir de aquel paseo en coche con vida. Lavaríamos la sangre de las ventanillas durante
semanas.
—Eso es lo que hacen esos psicópatas dejándote por ahí suelta.
Por primera vez me sentí agradecida de que hubiera una reja de metal entre nosotros.
—¡No son psicópatas, capullo condescendiente! —gruñó.
—¿Yo soy condescendiente? —preguntó Chubs—. ¿Sabes lo que significa esa palabra?
—¿Capullo de mierda?
—Basta —dijo Jude dijo en voz alta—. Ru, ¿cómo conociste a Chubs?
—Charles —dijo él entre dientes—. Mi nombre es Charles.
—¿Y se supone que ese es mejor? —se burló Vida.
Chubs frenó el coche en un semáforo en rojo y se volvió hacia mí; había fuego tras los cristales de
sus gafas.
—Sí —le dije—. Ella siempre es así.
La fuerte tensión que había brotado en el interior del coche flotaba entre nosotros. Una palabra o
un mal movimiento podrían hacer que estallara. Jude tamborileó el apoyabrazos con los dedos.
—Corta esa mierda, lerdo, antes de que te los rompa —dijo Vida.
—¿Lerdo? —exclamó él, su tono de voz una octava más alta de pura indignación—. No tiene por
qué ser tan mala, ya sabes.
Me llevé una mano a la frente.
—¿Y ahora te enfadas por eso? ¿Porque te ha llamado «lerdo»? Pero si ha estado llamándote
Judith durante meses.
Chubs se rio, pero fingió que era una tos en cuanto me vio cómo lo miraba.
—Sí, bueno —resopló Jude, subiendo sus rodillas huesudas hasta el pecho—. Supongo que no me
parece tan insultante que me llame como a una chica. Los dos parecéis hacerlo muy bien cuando no
me estáis mordiendo la cabeza o actuando como si yo tuviera cinco años de edad.
—¿En contraposición a qué? —dijo Chubs, poniendo el intermitente para incorporarse a una
autopista—. ¿A los diez años de edad que tienes en realidad?
—Oye —le advertí—. Nada de eso. Casi tiene quince.
—Ru, gracias —dijo Jude con los ojos brillantes.
—Tú aún eras muy desgarbado cuando te conocí —continué, dándole a Chubs un golpecito en el
hombro—, y ya tenías dieciocho años.
—No importa —se quejó Jude.
—Tú eras la desgarbada —me corrigió—, Liam era el imprudente, Zu era el guapo, y yo era el
inteligente.
Hubo un golpe en la parrilla detrás de nosotros. El rostro de Jude estaba allí flotando, sus ojos de
color marrón oscuro nos miraban desde detrás de la pantalla metálica.
—Estaría bien —dijo— que tuviéramos alguna idea de lo que estáis hablando. Como, por ejemplo,
¿quién es Zu?
Los ojos de Chubs se encontraron con los míos.
—¿Exactamente cuánto les has contado?
—Exactamente nada —dijo Vida—. Y, si esto sigue así, voy a hacer que te arrepientas.
Esta vez fui yo quien puso los ojos en blanco.
—Claro. Lo que tú digas.
Sentí el familiar cosquilleo cálido en el centro de mi pecho y tuve el tiempo justo de jadear cuando
una mano invisible me lanzó hacia delante, golpeándome la cabeza contra el salpicadero con la fuerza
suficiente para aturdirme.
Chubs clavó los frenos, lo que obligó al cinturón de seguridad a hacer su trabajo y se bloqueó
contra mi pecho. Inclinada en el asiento, una explosión de colores me estalló en los ojos.
—¡Oh, maldita sea! —rugió Chubs, golpeando el volante con la mano—. ¡Basta! Nosotros no
usamos nuestras habilidades los unos contra los otros, ¡maldita sea! ¡Compórtate!
—Relájate de una puta vez, abuelita —dijo Vida—. Que te va a dar una apoplejía.
—Te voy a… —comenzó a decir Chubs con un gruñido, pero se contuvo.
Jude dejó escapar una risa nerviosa detrás de nosotros, y yo me limité a llevarme una mano a la
frente magullada. Ella había conseguido su propósito.
—Zu era una amiga nuestra —le dije—. Viajamos juntos durante un tiempo.
—Creía que fue Cate quien te sacó —dijo Jude—. ¿Os separasteis o algo así? Debió de ser
peligroso vagar por ahí fuera.
—No fue así —dijo Chubs—. Después de que los tres saliéramos del campamento…
Podría haber dicho que era un mago. Incluso Vida se inclinó hacia delante, de repente mucho más
interesada. Empezó a decir:
—¿Tú? ¿Tú te escapaste de un campamento?
—Liam lo planeó —dijo Chubs entre dientes—. Pero sí. Lo hice.
—¿Ese chico se cree que es una especie de experto en escapadas? —murmuró Vida—. Maldita
sea.
Los ojos de Jude brillaban con interés.
—¿Cómo era eso? ¿Tenías tu propia habitación, como una pequeña celda de prisión? ¿Te obligaban a hacer trabajos forzados? Me enteré de que…
Los chicos de la Liga sabían cosas de los campamentos, aunque muy vagamente. Solo unos pocos
de nosotros habíamos vivido realmente en uno y conocíamos la experiencia de primera mano, pero no
existía ninguna regla tácita por la que no habláramos de ello. Todo el mundo sabía la verdad, pero la
verdad no vivía dentro de ellos de la misma manera que lo hizo en nosotros. Habían oído hablar de las
máquinas de clasificación, las cabinas, las pruebas, pero la mayoría de sus historias eran chismes,
completamente equivocados. Los niños nunca habían estado durante horas y horas en una cadena de
montaje. No habían visto llegar el miedo en forma de objetivo negro de una cámara, un ojo que te
seguía a todas partes, en todo momento.
El esfuerzo de mantener el silencio me oprimió el pecho. Uno a uno, mis dedos se cerraron
alrededor del cierre plateado del cinturón de seguridad que casi me estaba ahogando.
—¿No te acuerdas? —preguntó Jude—. ¿Estuviste poco tiempo? ¿Por eso no puedes hablar de
ello, porque no tienes nada que decir?
—Yo de ti cerraría la boca —le aconsejó Chubs.
—Vamos —se quejó Jude—. Si acababa de empezar a hablar con nosotros.
—¿Qué? —La palabra explotó fuera de mí—. ¿Qué quieres que te diga? ¿Quieres oír cómo nos
ataban como a animales, para llevarnos al campamento? ¿Eh? ¿Qué hay de aquella vez en que uno de
las FEP golpeó tanto a una niña en la cara que perdió un ojo? ¿Quieres saber lo que era beber agua
putrefacta durante todo un verano hasta que llegaron por fin las nuevas tuberías? ¿O cómo me
despertaba asustada y me iba a la cama aterrorizada todos los días durante seis años? ¡Por el amor de
Dios, déjame en paz! ¿Por qué siempre tienes que insistir e insistir cuando sabes que no quiero hablar
de ello?
Lamenté el arrebato antes de acabar, pero el discurso había salido de mi boca, una palabra traidora
tras otra, sin que pudiera hacer nada. Chubs simplemente miró el reloj azul brillante, y luego
retrocedió hasta la empapada carretera invernal. En el asiento trasero, Jude estaba tan silencioso como
la nieve que caía sobre el asfalto, abría y cerraba la boca, como si estuviera tratando de probar el
fuego de sus palabras después de que hubieran salido de sus labios.
—Yo no sé vosotros, pero a mí me gustaría escuchar la historia de la chica con un solo ojo —dijo
Vida encogiéndose de hombros.
—Eres realmente la peor persona que he conocido —respondió Chubs.
—Y la gente como tú es la razón por la que tenemos dedos medios.
—Chicos… —empecé.
Cate me había dicho una vez, hace mucho tiempo, que la única manera de sobrevivir a tu pasado
era encontrar una manera de bloquearlo, dejarlo atrás, de cerrarle la puerta antes de pasar a otra
habitación más luminosa. Tenía miedo. Esa era la verdad. Me aterrorizaba la culpa y la vergüenza que
me invadiría en cuanto volviera sobre mis pasos, girara la llave en la cerradura y me encontrara a la
chica que había abandonado. No quería saber qué le había hecho la oscuridad, no quería saber si ella
siquiera se reconocía a sí misma en mi cara.
No quería saber lo que pensaría Chubs de mí después de saber lo que yo había hecho para la Liga.
No quería saber lo que Liam pensaría de mí, o de ese olor a humo en mi pelo, que nunca se fue, no
importaba cuántas veces me lavara.
—Al menos cuéntanos cómo terminó la separación entre Liam y tú —dijo Jude—. Si estabais viajando juntos, por qué…, um, paraste… Cate vino a por ti cuando pulsaste el botón del pánico, lo sé,
pero ¿Liam ya se había ido? Y ¿qué pasa con este? —dijo señalando a Chubs.
Esos recuerdos no eran menos dolorosos, pero eran importantes.
—Está bien —le dije—. Ya sabéis que viajábamos juntos, Liam, Chubs, Zu y yo. Pero lo que no
sabéis es que nosotros estábamos buscando un lugar, un refugio seguro llamado East River. Para
entender por qué lo hice y cómo él se fue por su cuenta, tengo que empezar por ahí.
—Bien —contestó Vida, inclinándose hacia atrás, lejos de la reja, con la mirada perdida más allá
de la ventanilla a su derecha.
Los primeros rastros de nieve crepitaban en nuestro camino.
Les hablé de East River, de cómo lo habíamos sentido como un sueño hasta que nos despertamos y
nos dimos cuenta de que estábamos atrapados en una pesadilla. Les hablé de Clancy, que fue mucho
más difícil de lo que yo esperaba. Les conté cómo nos escapamos, cómo Chubs recibió un disparo y
cómo solo llegamos dos a la casa segura. Jude empezó a interrumpirme, sus ojos llenos de ansiedad o
confusión, no podría decirlo. Sentí que el corazón me subía por la garganta, hasta que tragué y
conseguir enfrentarme a lo que vino después. Mi decisión y el acuerdo con Cate. Lo que yo había visto
en los recuerdos de Cole y su propia explicación de los mismos.
De alguna extraña manera, eso me hizo sentir más cerca de Liam. Estaba vivo y lo veía
nítidamente en mis pensamientos. El sólido y cariñoso Liam, con sus gafas de sol, con la luz ardiente
en el pelo y la letra de su canción favorita en los labios. Casi esperaba levantar la cabeza y verlo en el
asiento del conductor.
Nadie habló. Yo no me atreví a mirar detrás de mí, sentí que tanto los sentimientos conflictivos de
Jude como los de Vida se aferraban a mi piel del mismo modo en que la condensación se acumula en
las ventanas.
Sentí un ligero roce en el hombro. Me volví, poco a poco, para ver a Jude que retiraba el dedo a
través de la rejilla de metal. Su labio inferior estaba blanco en el punto en que se lo mordía con los
dientes. Pero me miraba, no con miedo o con cualquiera de sus primos feos. Solo con una tristeza
profunda y sincera.
Todavía podía soportar mirarme.
—Ru —susurró Jude—. Lo siento mucho.
—¿Puedo preguntarte una cosa? —dijo Chubs. Su tono de voz sonaba aprisionado después de
escucharme—. ¿Qué planes tienes para la unidad flash?
—Iba a traérsela de vuelta a Cole —le dije—. Él y yo tenemos un acuerdo: si le llevo la
información contenida en la unidad flash, será suficiente para cambiar las prioridades de la Liga, para
liberar a los niños de los campamentos y exponer las mentiras del Gobierno.
Chubs se frotó la frente.
—¿Y le crees? Lo único que Liam no dijo de él era que le lanzaba los juguetes al fuego cuando no
se salía con la suya.
—Yo le creo —le dije—. No nos hará daño. Es uno de los pocos que no quieren que
desaparezcamos.
—¿Qué desaparezcáis? —preguntó Chubs alarmado.
Dejé que Jude lo explicara; su explicación entrecortada e incoherente estuvo empapada de dolor, y eso hizo que la historia resultara mucho más horrible.
—No, no, no, no, no —dijo Chubs—. ¿Vas a volver con la esperanza de que se las arreglen para
encontrar todas las malas semillas?
—No lo digas así —exclamó Jude—. Será mucho mejor. Rob se ha ido, ¿verdad? Cate nos hará
saber cuándo podemos volver.
—Tú y Liam estáis a salvo, al menos a salvo de la Liga —le dije a Chubs—. No van a ir a por ti.
Lo sabes, ¿verdad? ¿Entiendes por qué le dije a Cole que haría esto?
—Claro. Lo entiendo —dijo.
Su tono de voz sonó lo bastante frío como para provocar un escalofrío que me llegó hasta las
venas. Y, de nuevo, leí en su cara la pregunta que realmente estaba haciéndome en el silencio que
flotaba en el espacio que había entre nosotros. Yo sabía lo que quería preguntarme, porque era el
mismo pensamiento al que yo le había dado vueltas durante días.
Si aquella información era tan importante, ¿por qué deberías dársela a la Liga?
De entre todos los entrenamientos y todas las operaciones y todas las explosiones realizadas por la
Liga que había tenido la desgracia de presenciar, ninguna me había parecido tan dramática como el
emocionante relato de la fuga de Chubs.
Nos detuvimos en una antigua zona de acampada para pasar la noche, a las afueras de una ciudad
llamada Asheville, en el área occidental de Carolina del Norte. Me las había arreglado para ocupar la
mayor parte de las cinco horas del viaje con mis explicaciones, y aquello me había dejado agotada. No
mostré ningún tipo de reticencia cuando Chubs y Jude argumentaron que debíamos detenernos.
Hicimos un rápido reconocimiento de la zona para asegurarnos de que estaba libre de visitantes
antes de volver a usar los suministros de la SUV. Abrí el maletero, dando un paso atrás cuando se
abrió la puerta.
—Oh, Dios mío —exclamé.
Todo el asunto era tan… impresionante. Un montón de pequeños botes y cajas de plástico apiladas,
todas con etiquetas que ponían cosas como: primeros auxilios, cuerda, vitaminas, anzuelos de pesca.
La forma cuidadosa y previsora con que habían reunido todo aquello era impresionante,
completamente aterradora por su despiadada minuciosidad.
Jude le lanzó a Chubs una larga mirada de evaluación.
—Cuando eras pequeño llevabas calzoncillos de esos que tienen impresos los nombres de los días
de la semana, ¿no?
Chubs se subió las gafas sobre el puente de la nariz.
—No sé por qué debería ser eso de tu incumbencia.
Me contó toda la historia mientras montábamos la tienda de campaña que estaba perfectamente
doblada debajo del asiento trasero. Vida, al menos, fue capaz de encender una fogata con un mechero.
—En realidad no recuerdo la mayoría de las cosas que pasaron —dijo Chubs, luchando con las
varillas de la estructura de la tienda—. La Liga me llevó al hospital más cercano, que resultó ser el
Alejandría.
—¿No el Fairfax? —le pregunté, apartándome el cabello húmedo de la cara.
Jude y Vida estaban haciendo todo lo posible para escucharnos mientras fingían que no lo hacían.
Chubs se encogió de hombros.
—Recuerdo vagamente algunas caras, pero… Te he dicho que me parezco a mi padre, ¿verdad?
Asentí con la cabeza.
—Bueno, una de las doctoras me reconoció. Ella trabajaba con mi padre, pero fue transferida. De
todos modos, no es importante. Se las arreglaron para tranquilizarme, pero esta doctora y su personal
sabían que tenía que estar en un hospital mejor equipado. Así que se puso al teléfono y buscó a mi
padre. Iba a reunirse con nosotros en el restaurante de mi tía, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo.
—Fue capaz de encontrar la ambulancia cuando llegó al Hospital Fairfax, y ya tenía una
identificación falsa preparada para mí, que fue la que usó para registrarme. Me taparon la cara con una
mascarilla de oxígeno. Pasé en medio de dos patrullas de guardias de seguridad, y nadie se fijó en mí.
—Y nadie les dijo a los agentes que te habían llevado allí —terminé—. La Liga no tiene idea de lo
que te pasó. Todavía estás en la lista como Desaparecido en Acción en todos los archivos relacionados
con operaciones.
Chubs resopló.
—Trataron de decirles a los agentes que yo había muerto, pero no picaron. Un día, mi padre fue
interrogado por seis personas diferentes que lo visitaron en busca de información, pero no pudieron
sacarle una sola palabra.
El verdadero truco no había sido admitirlo en el nuevo hospital con un nombre falso. El hospital
había llegado a tener mucha experiencia en su política de «no preguntes, porque no vamos a
decírtelo», a la hora de tratar con el Gobierno y sus solicitudes de información, hasta el punto de que
casi lo habían clausurado una buena media docena de veces. El golpe de genialidad del doctor
Meriwether fue ocultar a su hijo, «Marcus Bell», en una habitación aislada en la sala de maternidad,
donde le hicieron el tratamiento que precisaba. Cuando estuvo lo bastante fuerte, lo metieron en una
bolsa para cadáveres, cerraron la cremallera y lo sacaron del hospital en un coche fúnebre alquilado.
Los agentes de la Liga encontraron los papeles del transporte y trataron de conectar los indicios, pero
Chubs ya se había convertido en un fantasma en el momento en que había sido conducid al Hospital
Fairfax.
A partir de ahí, solo fue cuestión de encontrar un lugar para Chubs donde pudiera recuperar las
fuerza de nuevo.
—Dejaré que os imaginéis lo que fue vivir en un granero destartalado en el estado de Nueva York
durante cuatro meses —dijo, haciendo una mueca mientras echaba los hombros hacia atrás—. Hasta
que me vaya a la tumba oleré a heno y a estiércol cada vez que cierre los ojos.
El antiguo granero pertenecía a una amiga de la familia, en las montañas Adirondack, y estaba
aislado, y era frío y solitario, por lo que decían. Sus padres solo pudieron ir a verlo dos veces, para no
levantar sospechas, pero la anciana dueña de la finca iba allí dos veces al día para ayudarlo con su
terapia física de recuperación y proporcionarle alimentos. Sin embargo, se aburría hasta las lágrimas.
—Me gusta pensar que me llevo muy bien con las personas mayores, pero aquella mujer parecía
arrastrarse desde una cripta todas las mañanas.
—Sí, para alimentarte y hacerte de enfermera —le recordé.
—Los únicos libros que tenía eran sobre una solterona investigadora de crímenes que molestaba a la gente de su pequeño pueblo —dijo—. Se me permite estar un poco amargado por la experiencia.
—No —dije—, en realidad, estoy bastante segura de que no lo estás.
—Pero ¿cómo llegaste a hacer todo… esto? —preguntó Jude.
Chubs suspiró.
—De hecho, tengo que darle las gracias a la señora Berkshire. Porque fue algo que me dijo después
de que le explicara cómo salí de Virginia: que el último lugar donde la gente tiende a buscar la presa
es entre los cazadores. Se quedó dormida a mitad de la frase, por supuesto. Tuve que esperar cuatro
horas para que me bendijera con la segunda mitad de su misticismo de vieja dama.
Me presioné los ojos con las manos.
—Te haré saber que solo sospecharon de mí una vez —dijo, un poco demasiado satisfecho de sí
mismo—. Mis padres consiguieron mi certificado de nacimiento falsificado, que era la parte más
difícil. Pero, en cambio, no es tan difícil ser registrado como rastreador de fugitivos oficial. Solo
tienes que proporcionar la documentación correcta y establecerte.
El fuego crepitó con fuerza, colapsando el pequeño montón de madera que habíamos reunido.
Parecía el lugar adecuado para hacer un alto en la historia. Me levanté y tiré de Chubs para que se
pusiera en pie y viniera conmigo. Jude hizo el gesto de levantarse, pero le hice un gesto para que se
quedara.
—Solo vamos a buscar comida —le dije—. Volvemos enseguida.
—No te preocupes —dijo Vida con una voz azucarada mientras pasaba un brazo por los hombros
de Jude—. Sabremos sobrevivir dos minutos enteros sin ti.
Me costó no correr hacia el coche.
—La verdad es que no confío en esa chica —dijo Chubs mirando por encima del hombro hacia
donde Vida seguía sentada, con las piernas estiradas delante de ella—. Los jóvenes que se tiñen el pelo
siempre lo hacen porque luchan contra sus complejos de inferioridad. O bien ocultan secretos.
Levanté una ceja.
—¿Los jóvenes?
Estaba tan concentrado en ella que casi se golpeó a sí mismo en la cara con la puerta trasera del
coche. La mano de Chubs voló a su hombro izquierdo, como si quisiera protegérselo.
—Déjame verlo —le dije, deteniéndolo antes de que pudiera llegar a la caja marcada como
«barritas de proteínas».
Suspiró y sacó el brazo de la manga de la chaqueta. La camisa le iba lo bastante grande como para
que le bajara el cuello por el hombro izquierdo, donde una marca del tamaño de una moneda de cuarto
de dólar de color rosa le arrugaba la piel y destacaba contra el resto de la superficie cutánea más
oscura.
—¿Ellos…? —De repente se me secó al garganta—. ¿La sacaron? ¿La bala?
Se subió la camisa y la alisó con un gesto.
—Fue un tiro limpio. Entró por un lado y salió por el otro. En cuanto las heridas de bala cicatrizan,
no son tan horribles.
«No son tan horribles». Tragué saliva, en un débil intento para no llorar.
—Oh, por Dios, otra vez no —dijo—. Estoy bien. Estoy vivo, ¿no?
—¿Por qué has vuelto? —le susurré, descansando al oír mi propia voz—. ¿Por qué no te quedaste
allí arriba, donde estabas a salvo?
Chubs apretó los alimentos contra el pecho y estiró su largo brazo para cerrar la puerta.
—¿Y dejaros a los dos, par de idiotas, que siguierais siendo unos prófugos?
Lo vi inhalar dos respiraciones profundas, y luego expulsarlas en nubes blancas de vaho.
—Estoy muy enfadado contigo —dijo finalmente, en voz baja—. Estoy furioso. Sé por qué
desapareciste, lo entiendo, y lo único que quiero es que tengas sentido común.
—Lo sé —le dije—. Lo sé, ¿de acuerdo?
—Pero ¿lo tendrás? —preguntó—. No dejarás a esos dos, a pesar de que podrían denunciarme, y a
Liam, cuando volváis a la Liga. Te pones en la línea de fuego, con la peor gente, y lo haces sin que
nadie te cubra las espaldas. ¿Cómo crees que reaccionará Liam cuando se entere de lo que hiciste?
El nudo en mi estómago se endureció hasta que sentí una punzada de dolor. Estaba furiosa, la
fuerza de la ira se encendió en mi mente como un faro. Me hacía sentir vulnerable, expuesta.
—No lo sabrá —le respondí—. Te lo dije, todo lo que tengo que hacer es conseguir la unidad flash
y asegurarme de que está bien. Yo no iba a… No voy a interferir.
—Esa es la mentira más cobarde que jamás he oído salir de tu boca —me espetó—. Nos mentiste
antes sobre lo que eras, y te pillé. Entiendo por qué lo hiciste, pero ahora… estás fuera, y todos
podemos estar juntos de nuevo, ¿y en cambio eliges la única opción que termina con nosotros lejos?
Tal vez Liam te pueda perdonar por lo que hiciste, pero si te largas de nuevo a California yo nunca te
perdonaré.
Se volvió y empezó a caminar hacia el fuego y la tienda de campaña de color verde oscuro, solo
para volverse de nuevo hacia mí.
—¿Te acuerdas de lo que sentiste cuando atacaron en East River y nos escondimos en aquel lago?
Durante toda la noche, me quedé pensando. Bueno, esto es lo peor que me ocurrirá nunca. Pensé lo
mismo cuando nos escapamos de Caledonia y tuvimos que dejar atrás a los otros chicos de nuestra
cabaña, sangrando hasta la muerte en la nieve. Y otra vez más cuando me dispararon, pero el caso es
que me equivocaba. Ruby, lo peor, el peor sentimiento, fue estar a salvo en ese granero y no saber,
durante seis meses, lo que os había pasado a ti, a Liam y a Suzume. Era ver vuestros nombres aparecer
en las redes de los dispositivos de seguimiento de fugitivos con recompensas cada vez más altas y
potenciales avistamientos, y no ser capaz de encontraros a ninguno durante meses.
A veces…, o más bien la mayoría de las veces en el caso de Chubs, era imposible diferenciar su
enojo de su miedo. Uno estaba dentro del otro.
—Entonces, de repente, aparecisteis por todas partes. En Boston, en una estación de tren en Rhode
Island; fuiste muy descuidada allí, ya sabes —me dijo lanzándome una mirada de desaprobación—. Y
lo de Liam fue aun peor. Durante meses, nada, entonces un avistamiento en Filadelfia. Tuve que
manipular las evidencias porque eliminarlas de la red era una mala estrategia.
La Liga tenía acceso por la puerta de atrás tanto a las FEP como a las bases de datos de los
dispositivos de seguimiento de niños, pero parecía que ninguno de los dos perfiles de Liam habían
sido actualizado. Yo lo sabía, lo comprobaba dos veces por semana. No es de extrañar entonces que
pareciera que no se había actualizado la última vez que miré.
—¿Cómo sabías que tenías que ir a su casa? —le pregunté.
El momento no podía haber sido una coincidencia.
—Pensé que el asunto tenía que ver con el que creó Harry para encontrarse; pensé, basándome en los avistamientos, que tal vez vosotros dos ibais a su antigua casa para comprobar si su padrastro
seguía el procedimiento.
—¿Cuál?
—Cuando Cole y Liam se marcharon para incorporarse a la Liga, Harry les dijo que si él y su
madre creían que debían marcharse, les dejaría las coordenadas bajo el alféizar de la ventana del
antiguo dormitorio de Liam.
—¿Y tienes las coordenadas? —le pregunté.
—No —dijo—, allí no había nada.
—Por eso se fue a buscar a Cole a Filadelfia, para ver si sabía algo.
Chubs se frotó los labios con los nudillos, asintiendo con la cabeza.
—Eso es lo que también creo. Sin embargo, no nos sirve de nada si Cole tampoco tiene ni idea.
—Lo sé —le dije—. Estamos a ciegas, como en los viejos tiempos.
Chubs suspiró, me incliné hacia él, y apoyé la frente contra su hombro.
—Vamos a comprobar la red de los dispositivos de seguimiento, a ver si hay algún otro
avistamiento —dijo Chubs, echando a caminar sosteniendo los botes contra su pecho—. Él ya ha
metido la pata un par de veces. Lo más probable es que lo haga de nuevo.
Era un pensamiento aterrador. Podríamos recoger indicios de él aquí y allá, pero lo más probable
era que estuviéramos demasiado lejos como para podernos lanzar en picado y ayudarle si lo
capturaban. Él ya tenía una ventaja lo bastante grande sobre nosotros, y podía interponer aún más
distancia. Y era abrumador saber que, de repente, todo parecía mucho más difícil y más imposible que
solo unos minutos antes. Todo parecía tan inútil…
—Estoy tan cansada de esto —le dije—. Sé que no tengo ningún derecho a estarlo, sé que os hice
aquello a vosotros, a mí misma, pero no quiero pelear más. Estoy tan cansada de todo, de todo esto, y
sé que nunca mejorará. Que nunca haré nada mejor. Estoy tan harta de todo esto.
Chubs sujetó los botes en sus brazos con más cuidado, y se agachó para mirarme a la cara más de
cerca. No estaba llorando, pero me dolía la garganta y la cabeza me palpitaba.
—No, solo estás agotada —dijo—. Depresión, ansiedad, dificultad para concentrarte. Eres un caso
clásico. Vamos, te sentirás mejor después de comer y de dormir un poco.
—Eso tampoco resolverá nada.
—Lo sé —dijo—, pero es un comienzo.
Hace mucho tiempo aprendí que era posible estar más allá del punto de agotamiento en que se siente
que dormir ya no es una opción. Me dolía el estómago de la necesidad de hacerlo, y me notaba la
cabeza pesada, pero podía percibir que esperaba algo, los músculos tensos y el cerebro incapaz de
tranquilizarse. No importaba cuánto luchara para concentrarme en el punto del techo de la tienda, o en
contar ovejas, porque mi mente seguía vagando de nuevo hacia la noche que habíamos pasado en el
Walmart abandonado. Hacia los niños que habíamos estado tan convencidos de que nos iban a joder de
la peor manera.
Debí de haberme dormido en algún momento, porque lo siguiente que supe es que me desperté
sobresaltada por una ráfaga de aire frío. Vida había abierto la tienda, y ahora cerraba la cremallera
despacio y de manera tan silenciosa como podía. Mi cabeza salía lentamente de la niebla del sueño, pero ya estaba lo bastante alerta como para sospechar, no importaba lo mucho que quisiera quedarse a
la deriva en la tierra de los sueños.
Conté hasta treinta, sesenta. Escuché mientras sus pasos se hicieron más suaves. Esperé a que
regresara.
No lo hizo.
«¿Qué vas a hacer?», pensé, arrastrándome por encima de las largas piernas de Chubs hasta la
puerta de la tienda. Si ella había salido para respirar un poco de aire fresco o para hacer sus
necesidades, ya habría vuelto.
A pesar de la oscuridad agobiante, la vi enseguida. Estaba temblando, frotándose los brazos para
tratar de quitarse de encima las garras de hielo de la noche. Vi que miraba hacia la tienda, y retrocedí,
esperando que la luna no fuera lo bastante brillante como para que viera mi forma detrás de la fina
cubierta impermeable de la tienda.
Vida avanzó hacia el Ford Explorer de Chubs, rodeándolo dos veces antes de ir a parar al lado del
conductor.
«Vida, apestas», pensé, sintiéndome un poco más listilla de lo que probablemente era necesario.
Recordaba que Chubs había cerrado el coche con llave, y la pistola seguía en la guantera, así que ella
tendría que encontrar una piedra o algo lo bastante pesado como para romper el cristal: algo que no
podía hacer en silencio.
Si no hubiera sido por su pelo brillante, la habría perdido en la oscuridad mientras avanzaba fuera
de la pista, hacia el bosque. Me levanté y salí, trazando sus pasos alrededor del coche, tratando de ver
lo lejos que iría. Al tocar las matas de hierba silvestre y el barro, se me congelaron los dedos. Vida
siguió caminando, y yo seguí avanzando poco a poco, cada vez más, hasta que estuvo lo bastante lejos
para que su pelo desapareciera entre los árboles, envuelta en la noche por completo, pero no lo
suficiente como para ocultar el resplandor blanco azulado del dispositivo que brillaba en sus manos a
través de la oscuridad.