Capitulo 16

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CAPÍTULO DIECISÉIS
Estuvimos encerradas el tiempo suficiente para que la escasa luz natural que ahí había dejara paso al
inicio de una noche invernal. Tiempo suficiente para que nos diera hambre, para que aquella llovizna
finísima como la niebla se convirtiera en una nevisca y para que un preocupado Jude abandonara la
protección de la Tienda Blanca para salir a buscarnos.
Sin electricidad para las farolas del aparcamiento, era casi imposible distinguir algo más que la
forma de las personas o las cosas. Abandoné mi búsqueda de un rostro amistoso y concentré toda mi
atención en los chicos que estaban en la esquina del almacén, a unos cien metros de donde estábamos
encerradas. Yo estaba tan ensimismada en la horrorosa conversación que mantenían acerca de cómo
Knox había acabado con un perro salvaje que no vi a Jude hasta que apareció en el otro extremo de la
jaula.
—¡Ru! —susurró—. ¡Ru!
Vida se volvió con rapidez, en busca de un arma que no estaba ahí.
—¿Cómo has conseguido…?
—Maldición, maldición, maldición. He tenido que rodear todo el edificio para llegar aquí sin que
me vieran.
Dirigí una última mirada a nuestros «guardias» y avancé hacia el rostro resplandeciente de Jude. A
su favor diré que estaba bien agazapado, de forma tal que Vida y yo pudiéramos ocultarlo a la vista de
los otros chicos.
—¿Qué ha pasado? —La valla de tela metálica tintineó cuando Jude se apoyó en ella—. Pensé que
solo ibas a conversar con él, pero has estado fuera tanto tiempo, oh, Dios. ¿Por qué estás aquí? ¿Qué
has hecho? Chubs estaba…
—Jude —intenté interrumpirlo—. Jude…
—… y después me dije: «Imposible; Ru no dejaría que pasara nada malo», pero Olivia empezó a
contar todas las cosas horribles que había hecho Knox y no pudimos encontrar la memoria USB, lo
que quiere decir que aún debe de estar en esa chaqueta…
—¡Jude!
Se detuvo en medio de sus divagaciones.
—¿Qué?
—Necesito que vayas a preguntarle a Olivia dónde guardan las chaquetas y las cosas que les quitan
a los chicos que reclutan —le dije.
—¿Por qué? —preguntó Jude—. ¿Para intentar encontrar la chaqueta de Liam?
Vida chasqueó los dedos, interrumpiéndolo. La miré agradecida.
—No, no; no tenemos tiempo para revisarlas todas, y es posible que otro chico la haya cogido.
Necesitamos que Liam nos diga qué pasó con la memoria flash. Lo que quiero es que encuentres la
chaqueta que yo llevaba puesta, la de piel, ¿la recuerdas? El intercomunicador está en el bolsillo
interior izquierdo. Eso es todo lo que tienes que traer.
Me miró fijamente; obviamente no comprendía lo que le había dicho.
—El intercomunicador —repetí. Vida acudió en mi ayuda metiendo un dedo a través de la valla y
clavándoselo entre los ojos imperturbables—. En el bolsillo interior izquierdo. ¿Puedes traérmelo?
—Tú… quieres que yo…
—Sí —respondimos Vida y yo con voz sibilante.
Jude vaciló un instante, y luego nos dedicó la sonrisa más grande y bobalicona que habíamos visto
en mucho tiempo.
—¡Vale, guay! —dijo—. ¡Claro que puedo hacerlo! Pero ¿crees que tendré que forzar una
cerradura? Es que nunca conseguí abrir aquella puerta en el Cuartel General, cuando el instructor
Bigelow intentaba enseñarme… Esperad. —Jude miró primero a Vida, después a mí, y el
resplandeciente entusiasmo de sus ojos desapareció con rapidez, junto con su sonrisa—. ¿Por qué
estáis dentro de una jaula?
Muy rápidamente, con la menor cantidad posible de interrupciones por parte de Jude, le conté lo
que había sucedido.
—Lo que significa que no puedes ir allá ahora mismo, ¿vale? —le dije—. Debes esperar a esta
noche, cuando estemos en la iniciación.
—¿Qué es? —preguntó él—. ¿Alguna clase de combate?
—No importa —respondí—. Puedes hacerlo. Es sencillo. Casi toda la atención estará centrada en
nosotras, por lo cual solo tienes que encontrar el momento adecuado para escabullirte. Después
deberás ponerte en contacto con Cate y hacer que ponga a Nico a buscar un lugar donde podamos
colarnos en busca de las medicinas que necesita Chubs. Diles que lo necesitamos ahora mismo y que
el lugar debe estar cerca de aquí. ¿Lo recordarás?
—Vale. —Jude retrocedió un paso, balanceándose de puntillas. El rostro floreció nuevamente en
una sonrisa rápida y nerviosa—. Me ocuparé de todo.
Su mano se movió de forma instintiva hacia el sitio donde debería haber estado el bulto duro de la
brújula.
—¿Dónde está? —pregunté alarmada.
—Me la han quitado. Cuando nos trajeron. No pasa nada; está bien. La encontraré. Probablemente
esté en esa habitación.
—¿Están bien los demás? —pregunté—. ¿Liam?
—Eeeh… —vaciló, mordiéndose el labio—. No está bien. No lo dirá, pero creo que Chubs está
muy preocupado. Dijo que si no conseguimos las medicinas hay una gran probabilidad de que él y los
otros chicos mueran. Y yo le creo. Ru, esto va mal. Muy, muy mal.
Me coloqué la mano sobre la frente y cerré los ojos, intentando controlar la cólera que subía por
mi garganta. «Lo tuviste justo delante de ti y no fuiste capaz de detenerlo. Liam va a morir y no has
podido hacer nada al respecto. Después de todo esto, Liam morirá y la culpa es tuya».
—Jude —dije. Deslicé una mano a través de una de las secciones combadas de la malla de metal y
lo cogí de la camiseta para acercarlo nuevamente a la jaula. Jude me superaba en altura varios
centímetros, pero yo era un poco mayor y tenía bastante más experiencia que él en eso de entrar y salir
de los lugares sin ser vista—. Sé que puedes hacerlo. Confío en ti. Pero, si crees que están a punto de
descubrirte, abandona la Operación, ¿me entiendes? Podemos resolverlo de otro modo.
—Lo entiendo, Ru —respondió, con la voz henchida de promesas—. No te defraudaré.
Retrocedió, enseñándonos un pulgar en alto que no hacía más que demostrar que no tenía la menor
idea de cuán grave era realmente la situación. Exhalé lentamente mientras miraba cómo se lo tragaba
la noche y los torbellinos de nieve se desviaban para seguirle los pasos. Se movía rápido, con tanta
energía incontrolada que hasta el viento parecía cambiar de dirección para ir detrás de él.
Yo sabía que Jude podía lograrlo; durante nuestro entrenamiento, una de las primeras simulaciones
por las que nos hacían pasar era la de forzar nuestra entrada en un lugar. Y, francamente, la dura
verdad era que, si bien el muchacho era tan sigiloso como un par de platillos golpeando el suelo,
también era la clase de persona cuya desaparición no llamaría la atención. No en una muchedumbre y,
por lo menos, no inmediatamente.
—Cinco minutos, como máximo —dijo Vida, recostándose en la valla, junto a mí—. Eso es lo que
le doy antes de que atrapen su flaco trasero y se lo lleven a Knox.
—Entonces —dije, cerrando mis ojos bajo la nieve—, es mejor que montemos un buen
espectáculo y le demos una oportunidad.
Vinieron a buscarnos en silencio; surgieron del frío de la noche con las manos húmedas y pegajosas
como fantasmas.
—Silencio —le susurré a Vida.
Los muchachos que nos empujaban hacia delante, seis en total, equitativamente divididos entre
chicos y chicas vestidos con sus mejores ropas blancas, no dijeron una sola palabra. El viejo saco de
tela se deslizó sin problemas sobre mi cabeza, pero Vida no iba a permitir que le anularan ni uno solo
de sus sentidos.
—Está bien —intenté persuadirla—, mantente atenta. Sentía cada extremidad y cada articulación
pesada y tensa. El solo hecho de andar enviaba punzadas de dolor a través de mis hombros y mi
cadera. Describimos un giro pronunciado en dirección del almacén. Sentí que el agua del
aparcamiento salpicaba mis pesadas botas e hice una mueca. Pronto estaríamos dentro. Por lo menos
sería un lugar seco.
Sin embargo, la puerta de metal nunca chirrió. Nunca se abrió.
La mente de Vida debió de conducirla hacia esos mismos pensamientos porque la oí decir:
«¿Ruby?» una vez; un murmullo que escapó de sus labios.
—Mantente atenta —dije otra vez, porque ¿qué otra cosa podía decir? ¿Todo irá bien?
Recordé que, de pequeña, mi padre solía llevarnos a ver algunos partidos en el instituto. Fútbol, la
mayoría de las veces; en ocasiones béisbol. Le encantaba ver un buen partido —cualquier partido—,
pero lo que más me gustaba a mí era observarlo a él. Mirar cómo se giraba todo su cuerpo para seguir
la trayectoria de un pase increíble, la sonrisa que le brotaba cuando la pelota de béisbol volaba por
encima de la valla. Papá se sabía de memoria los jaleos de cada equipo.
Por eso reconocí el tono cuando lo oí: el rugido de una muchedumbre ávida de emociones. El pulso
acompasado de las manos al aplaudir cuando por fin han encontrado el mismo ritmo. Me dio grima
mucho antes de que el humo se arremolinara en mi nariz.
Trastabillé una y otra vez, mientras los chicos me hacían avanzar a empellones, empujándome por
el ruinoso borde del pavimento hacia la tierra blanda y mullida, y otra vez sobre un suelo más duro.
Sólido. Una oleada de aire abrasador me rozó los brazos cuando pasamos junto a lo que parecía ser un muro de fuego.
No podía oír siquiera mis propios pensamientos por encima de las voces de los demás. Durante un
instante, solamente, creí oír la voz de Chubs bramando mi nombre y la voz más suave de una niña
repetirlo. «Ruby, Ruby, Ruby, Ruby…», y también la voz de alguien más.
Nos arrearon directamente hacia una pequeña aglomeración de cuerpos y sentí que cada uno de
ellos intentaba empujarnos en la dirección contraria, que intentaban impedir que entráramos.
En cuanto me vi libre de la máscara, tragué una bocanada de aire cálido e intenté sacudirme la
sensación de tener mil alfileres latiendo en mis venas. Había demasiados rostros a mi alrededor,
demasiados ojos grandes, labios partidos, caras marcadas con cicatrices. La visión de todo eso, el olor
de sus ropas y sus cuerpos sin lavar se combinaba con la terrosidad del humo, hasta que se convirtió
en algo muy diferente. Estiré el cuello y busqué el rostro de Chubs a través de las manos que se
extendían hacia nosotros. La luz del fuego parpadeaba en la oscuridad.
Finalmente lo encontré, Olivia estaba a su lado. Gracias a Dios, Jude no se veía ni oía por ninguna
parte, pero el alivio que me invadió al pensar en ello solo duró hasta que el terror inundó sus caras, sus
labios, la totalidad de sus cuerpos que intentaban abrirse paso a empujones. El pánico que zumbaba
insistentemente en mi cabeza ahogaba mis oídos con algo que se parecía al Ruido Blanco.
Olivia tenía las manos sobre la boca y nos gritaba algo. Creo que «ojo».
Nosotras estábamos en otro edificio, probablemente el que había visto junto al almacén. Parte del
tejado y de la pared oriental se habían desmoronado, lo que nos obligaba a arrastrar nuestros cuerpos,
insensibles y agotados, sobre los montones de hormigón caído y metal retorcido. Se trataba de otra
versión del almacén, más pequeña y casi calcinada, a juzgar por su apariencia. Las paredes y los
suelos de hormigón estaban desnudos, salvo por las sombras negras proyectadas por los chicos. En el
propio centro de la estancia había un gran círculo de contenedores de basura. De sus bocas subían
llamas doradas hacia los chicos de blanco que miraban desde arriba.
En Thurmond, habían montado la Fábrica de forma tal que garantizara que todas las FEP pudieran
mirar cómo hacía su trabajo un edificio lleno de bichos raros. La planta de aquel edificio era abierta,
muy semejante a esta, y apiñada del mismo modo. Dos caminos de metal, en realidad dos vigas bajas,
colgaban sobre el lugar.
Ahí había un océano blanco, y Knox estaba cómodamente situado en el medio, sentado en el borde
de una de las vigas. Michael estaba a su derecha, junto a una lata llena de algo, y nos miraba con
malicia. Al ver sus caras sonrientes, sentí un latido de dolor en la mano. Apreté la palma contra mis
pantalones mientras mi mente se aceleraba al ver que nos empujaban a Vida y a mí al centro del
círculo de fuego.
«Maldición». Realmente íbamos a tener que luchar entre nosotras.
Observé cómo Vida desgarraba el viejo saco que le cubría la cabeza y lo lanzaba dentro del más
cercano de los contenedores de basura en llamas. Tenía las venas del cuello hinchadas por la rabia y
parecía más cerca de las lágrimas de lo que jamás la había visto. Ese fue el primer momento en el que
realmente tuve miedo. Necesitaba a Vida, necesitaba su aguda intuición y su determinación de no
retroceder, ni siquiera por un segundo, en una batalla perdida.
—Mantente atenta —susurré nuevamente.
Sus manos se abrían y cerraban a los costados de su cuerpo, como si intentara deshacerse de la
ansiedad de ese modo.
En ese momento, se alzó una voz por encima de la demás.
—Holaaaa, señoritas —dijo Knox a voz en cuello—. ¿Os habéis comportado?
El círculo de fuego ocupaba la mayor parte de la estancia de la planta baja, pero aún había espacio
suficiente, por lo que los chicos que estaban fuera, los que no vestían de blanco, podrían haberse
apretujado dentro si lo hubieran deseado. Pero en lugar de ello se mantuvieron a distancia, incluso
Chubs, cuya forma apenas podía distinguir a través de la cortina de aire caliente y vibrante que
ascendía desde las hogueras.
—Podría bajarlo —susurró Vida—. Cogerlo por sorpresa y ponerlo en tus manos.
Negué la cabeza.
—Demasiadas armas.
Y todas apuntaban a nuestras espaldas. Demasiados Azules, además. Deberíamos esperar a que
decidiera bajar por sí mismo, y entonces sería mío. Sentí que la ira me inundaba y permití que me
llenara, que latiera con mi sangre, que extinguiera cualquier noción de piedad. Me sentía como un
depredador, lista para saltar desde las sombras y dejar que vieran mi auténtico rostro.
—Las reglas son simples —dijo Knox—. Si te empujan fuera del círculo, quedas fuera de
combate. Si te noquean, quedas fuera de combate. Y si quedas fuera de combate yo puedo hacer
contigo lo que me venga en gana. No se atienden súplicas. El único modo de salir es permanecer
dentro o lanzarte fuera y quemarte. ¿Entendido? Ah, ¿cómo podría olvidárseme? Dado que sois
vosotras dos, quebrantaré mis propias reglas. Lucharéis sin usar vuestros poderes. Es un combate a
puño limpio, así que no os contengáis.
Vida y yo nos lanzamos una rápida mirada. No podía saber qué estaba pensando, pero la única idea
que tenía en la mente era encontrar la forma más rápida de que Vida me venciera, sin hacer trampas.
Rehusarme a combatir estaba descartado, pero la idea de que Vida me paseara a puntapiés por el
círculo de fuego no me producía entusiasmo, precisamente.
—¿Qué hay del trato? —grité—. Provisiones a cambio de permitir que me una a una de las
partidas de caza.
Knox se puso rígido al oír la palabra «provisiones» y, más importante, los chicos que lo rodeaban
se inclinaron hacia delante. Un pequeño recordatorio para ellos de lo que su líder les ocultaba.
—Joder —dijo él—, sí que eres fastidiosa. Gana y puede que me lo piense.
Retrocedí unos cuantos pasos cerrando los ojos. ¿Cuán fuerte debería darme Vida para dejarme
fuera de combate de un solo golpe?
—¡Tráiganlo! —Al ver nuestras reacciones, Knox lanzó una carcajada—. ¿Qué? ¿De verdad os
creísteis que lucharíais entre vosotras? Dios, eso sí que tiene gracia.
Vida se volvió hacia mí y hacia la abertura derrumbada del edificio. Yo no me giré; sabía por la
expresión de su rostro que, fuera lo que fuera, era malo.
De arriba nos llegó un murmullo que fue ahogado rápidamente por nuevos ruidos que lo
reemplazaron. Un crujido, el largo ronroneo de algo pesado al ser arrastrado por el suelo.
Un hilillo de sudor descendió por mi espalda al oír los gruñidos de esfuerzo, el berreo gutural, el
tintineo de lo que no podía ser otra cosa que cadenas.
La mente es algo extraño, y la mía es la más extraña de todas. Es selectiva en lo que recuerda y
hasta caprichosa respecto de qué recuerdos se mantienen tan claros y agudos como una astilla de vidrio. Esos eran los que permanecían con uno, los que un único sonido u olor podía hacer salir. Había
olvidado tanto de mi vida antes de que me cogieran los soldados, pero que me cuelguen si alguna vez
consigo desterrar un único recuerdo oscuro del campamento.
No era posible olvidar la selección, la prueba que casi había fallado.
No era posible olvidar la expresión del rostro de Sam mientras me deshacía de su memoria.
No era posible olvidar el brillo de las pistolas negras bajo el sol del verano o la nieve cayendo
blandamente sobre la valla electrificada.
No era posible olvidar la larga fila de chicos peligrosos, encadenados entre sí, con los rostros
ocultos dentro de sus morrales de cuero.
—¿Qué…? ¿Qué coño? —dijo Vida entre dientes mientras extendía su mano para arrastrarme
hacia ella, detrás de ella.
Ahí estaba, pálido como el cielo de una mañana nueva, vestido con los restos hechos jirones de sus
pantalones camuflados y una camisa que le colgaba del pecho hundido. A primera vista pensé que
debía de tener mi edad, pero era imposible decirlo. Ahora se veía encogido y blando, pero la forma en
que se sostenían los pantalones mediante una bolsa de plástico enhebrada en las presillas me hizo
pensar que antes había sido mucho más corpulento.
Knox se había asegurado de envolverlo primorosamente en una serie de túnicas y cadenas. Llevaba
un pañuelo en la boca, apretado por unos dientes amarillos, y todo lo que pude pensar fue: «Ojalá le
hubieran tapado los ojos en lugar de la boca». Orlados por una costra y cubiertos de moratones, sus
ojos penetraban las sombras que nos separaban, negras y sin fondo. Nos miraba a nosotras, a través de
nosotras, dentro de nosotras. Entonces comprendí lo que Olivia había estado gritando. Pude oír su voz
sonando alta y clara en mi cabeza.
«Rojo. Rojo, Ruby, Rojo».

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