Si alguna vez has participado de un profesorado de yoga, sabrás que independientemente del profesor, el estilo, el certificado y el precio, lo que más importa es la actitud con que recibes las enseñanzas. Si tu nariz está empinada, será poco lo que obtengas y quizás hasta te sientas un poco estafado, pensando que has pagado por algo que pudiste haber aprendido en Youtube, gratis.
Debo confesar que la primera parte del profesorado, porque ya había contado que tuvo dos partes; la tomé con esa actitud. La de la nariz de Pinocha mirando a la Osa Mayor. Yo había practicado Chi Kung por algunos años y seguido las enseñanzas del Camino del Dao, además era vegetariana desde los 17 años y vegana desde hace siete. Creía saber mucho, pero en realidad aún no sabía ni quién era yo. O lo sabía, pero se me había olvidado.
Una tarde tuve la oportunidad de conversar con Walter, mi maestro, a solas. Fue una charla de uno a uno que era parte del programa. Luego de escucharlo y de que sin piedad me arrancara la máscara que me protegía de tener que mostrarme cruda y real, salí de allí arrastrando los pies. Mis sienes latían y un calor incómodo bordeaba mi cuerpo. Subí a mi auto y me quedé muy quieta, escuchando esa grabación que se repite una y otra vez en la mente cuando alguien nos dice algo importante, algo que duele, pero que al menos en este caso yo tenía que oír. ¿De qué tienes tanto miedo Ariela? ¿Cuándo te vas a decidir a ser tú misma, a vivir TU vida, no la vida que se supone que deberías vivir? ¿Cuándo vas a entender que tú eres amada, que tu eres suficiente? Sonaba, se repetía, me dolía, era verdad. ¿Cuándo? Ni siquiera me había permitido abrirme en los ejercicios de liberación emocional ni en los momentos de compartir, en que la mayoría de mis compañeros habían dejado la piel al descubierto, habían vuelto a abrir sus heridas del alma allí delante de todos. Habían sido suficientemente valientes para admitir que se sentían poco, que se sentían solos, perdidos, abandonados, traicionados, heridos, prisioneros. Todo lo que yo también sentía duplicándose cada día dentro de mí, pero incapaz de admitirlo. Allí, finalmente saqué una sierra, podé mi monumental nariz de superioridad y miré hacia abajo.
La humildad se olvida tan fácil, porque duele. Duele perder nuestra imagen. Duele que los demás sepan que no somos perfectos, duele mostrarse débil. Pero un buen maestro te ve como una radiografía, te ve lo podrido que se ha alojado en tu interior y te lo dice con una sonrisa imperturbable. Te acaricia con las frases perfectas y te dice que eres normal, que nada le espanta, que puedes confiar en él y que cuando abres tu corazón le estás regalando lo más valioso que un maestro puede recibir: La oportunidad de que lo escuches, de que lo dejes de verdad ser tu maestro.
No hay maestro sin estudiante y no hay estudiante sin maestro, leí alguna vez. Walter Vega era el mío. Me gusta decirlo: mi maestro. Él tenía algo que soy incapaz de poner en palabras, pero intentaré. Su rostro tenía una expresión de un cocinado de paz y alegría. Una sonrisa a medio dibujar, con las mejillas un poco elevadas y dos hoyuelos alargados que le añadían lo que me parecía un toque de inocencia. Los ojos relajados, redondos y encapotados, como a tres cuartos de cerrarse. Su piel era morena y sin marcas, como de alguien que se ponía cremas todas las noches. Pero él lo que se ponía era prana. Prana untado por el cuerpo todas las mañanas, tardes y noches. Prana embotellado en galonera y a chorro directo a las venas. Prana es energía vital, me había dicho él mismo, cuando pregunté en una de las clases. Ahora a algunos de mis compañeros esa palabra les sonaba trillada, como que de pronto por mucho escucharla ya parecía absurda, pasada de moda. Pero a final de cuentas, el prana no puede pasar de moda. El prana es vida, vida que Walter iba recolectando con arte y le rebasaba por la palma de las manos. Mientras que los demás mendigábamos a su alrededor formas de conseguirlo, en esa especie de "colabórame, maestro, una monedita de prana, no sea malito". A su lado éramos eso, pobres de energía, pobres de vida. Y él relucía, resaltaba entre todos. Si nos vieras con él, sentados almorzando, como a veces lo hacíamos, sabrías inmediatamente quién era Walter, sin que yo te lo señalara.
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El amor en los tiempos del yoga
RomantikAriela tiene 27 años y en el medio de su divorcio empieza a practicar yoga. En ese mundo empezará poco a poco a enamorarse de tres hombres completamente diferentes. Una combinación de humor y romance que te hará querer saber que pasará en el próximo...