Doce: Esos pantalones negros

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Cuando llegué a Agni esa noche todo estaba en silencio, salvo por un tintineo rítmico y unas voces lejanas que sonaban como olas de mar. La puerta estaba entreabierta. No era un olvido, era a propósito porque habían colocado una pequeña piedra lisa pintada con un mandala y el símbolo del OM en el centro. Me invadió una dulzura que rara vez sientes cuando vives en la ciudad. Esa dulzura que sientes cuando viajas a un pueblo pequeño y todo parece alcanzable, hasta las nubes.

Dejé la piedra donde estaba y mis zapatos en la entrada acompañando de otros veinte o treinta pares de estilos y tallas muy variadas. El olor no era particularmente bueno, así que inflé los cachetes de sapo y seguí mi camino.

- ¡Viniste! - me sorprendió Sham con cara de globo.

- ¡Hola! - solté el aire de un soplido.

- Puede que no huela muy bien por aquí, pero vas a ver como todo te va oler a rosas cuando salgas - me agarró de la muñeca y flameé como bandera por el corredor.

El jardín estaba oscuro, iluminado por una hilera de velas que bordeaban la terraza. La música se hacía más notoria mientras nos acercábamos. El salón tenía ambas puertas abiertas y dentro de él se movía a pasos acompasados un grupo de personas aparentemente felices. Algunos levantaban los brazos, otros hacían pasos sincronizados en pequeños grupos de 3 ó 4, ladeando el cuerpo pero sin salir del sitio. Un grupo de mujeres tocaba los cártalos, unos pequeños platilllos dorados que campaneaban una llovizna de felicidad que colaba por los oídos y el pecho. Empecé a seguir el ritmo de los aplausos. Palma - mudo - palma - mudo. Era inevitable moverse un poco y sonreír. Todos estaban contagiados por un virus de cordialidad y gozo. Era imposible no sentirse a gusto.

Sham cogió una mridanga que estaba apoyada sobre un cojín de terciopelo y se la colgó al cuerpo. Ese tambor alargado y angular le quedaba como si hubiese nacido con él en las manos. Lo tocaba con tanta naturalidad que no parecía hacer el menor esfuerzo para llevar el compás. La cosa se iba acelerando de a pocos, ya no había nadie sentado, todos bailaban, saltaban, los rostros brillaban más, la masa de gente se iba mezclando con el sonido, el corazón latía más fuerte, la piel se erizaba. Nada podía preocuparme en ese momento. Por primera vez en muchos meses mi menté paró. Dejó de torturarme y mis ojos se llenaron de lágrimas. El hueco en mi pecho ya no estuvo por ese instante.

Luego vino el silencio. Nos sentamos y cerramos los ojos. No caía ni una pluma. Todo quedó suspendido, como separado del suelo. Buenas noches, dijo una voz con acento extranjero. La mayoría hizo una reverencia y los imité. Es Maharaj, me susurró Sham al oído, mientras se acomodaba a mi lado.

Maharaj era francés, tenía la barba tupida y el cabello cano, corto arriba pero con una coleta pequeña atada atrás. La mayoría de los hombres que venían a Agni la tenían. Sham también.

- ¿Qué te ha parecido? - me dijo Sham cuando acabó la clase, apoyando las manos atrás de su cabeza y estirando las piernas.

- Increíble - admití, desplomándome a su lado en el mismo sofá.

- Lo sabía - soltó una risa honesta.

- ¿Qué cosa?

- Eso, que este es tu lugar

- ¿Tú crees?

- Absolutamente - su mirada se clavó en mí.

Una mirada de más de cinco segundos se vuelve extraña. Y ahora todo era extraño. Él ahí, sin quitarme los ojos y yo con los míos desviados, con las pupilas queriendo salirse del globo ocular y escapar a un universo paralelo. Aclaré la garganta con una tosecita de roedor pero antes que pudiera decir algo, Sham pasó la palma de la mano sobre su boca y sonrío asintiendo con la cabeza sin que nadie le haya preguntado nada.

El amor en los tiempos del yogaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora