Cuando empezó la segunda parte del profesorado yo aún seguía firme en mi sadhana. La sadhana es la práctica espiritual diaria, es como el café de las mañanas pero tuneado con cardamomo, canela, kion, un chorrito de leche de almendras y un toque de miel. Te despierta, te activa y te anima, pero no sólo el cuerpo sino el espíritu.
Mi sadhana consistía en cada día, incluyendo domingos y feriados, hacer mi práctica de asanas, alias posturas; ejercicios de respiración por cerca de diez minutos y unas meditaciones que me costaban horrores. En definitiva, la meditación no era lo mío; es más creo que es lo de pocos y contaditos especímenes privilegiados con la capacidad de desconectarse de algunas de sus partes y conectarse con otras. Meditar me provocaba tres síntomas que posiblemente hayas experimentado tú también. El primero y más común era la visión del futuro. Empezaba a visualizar todo lo que sucedería después que terminara la práctica, me veía bañándome, viendo qué desayunar, llevando a Gae al cole, luego llegando al estudio de Yoga, pensando en qué broma le iba a hacer a Clara y hasta nos veía riéndonos. El segundo era el síndrome de la lista de compras. Me acordaba de todo lo que faltaba en casa, el papel higiénico que ya hay poco, la fruta para el jugo, el foco para cambiar que se quemó y así iba anotando en mi libretita imaginaria la serie de necesidades de la casa. El otro síntoma era más como un súper poder. El de detener el tiempo. Cada vez que me sentaba a meditar, el tiempo se detenía. ¡No avanzaba! Abría un ojo y veía el cronómetro del celular en el mismo minuto. Ya me dolía la espalda baja y no habían pasado ni 60 segundos. Ya tenía hambre y no estaba ni a la mitad. A veces este síntoma despertaba en mí a esa Ariela dramática y desesperada que hacía aspavientos alrededor mío jalándose los pelos y gritando ¡¿Cuándo acaba esto por favor?! ¡Es una tortura! ¿Cuándo acaba? ¿Ya? ¿YA? ¡Ya por favor! Mientras yo permanecía en silencio sentada con las piernas cruzadas y los ojos cerrados aparentemente imperturbable.
Por lo demás, todo parecía empezar a entrar en equilibrio, menos mi postura del árbol, que para mi vergüenza parecía azotado por el huracán Katrina. Buscar un punto fijo en la pared del frente, separar las vértebras, separar bien los dedos del pie de soporte, nada. Ninguna técnica funcionaba para hallar el equilibrio. ¿Qué clase de profesora de yoga iba a ser yo? No podía lograr la postura de balance más básica, la que sale en todas las fotos de los yoguis de Instagram, la que la hacen bien hasta los niños de cinco años.
No era por falta de ensayo. Además de mi práctica personal, que hacía a solas y a las 4 de la mañana, continuaba asistiendo a las clases de Simón de las 6 am, pero ahora sólo tres veces por semana. Creo que aún necesitaba estar cerca de Simón, aunque ya me sabía de memoria la serie de posturas que enseñaba casi sin ninguna modificación. Luego me dedicaba a trabajar toda la mañana hasta el mediodía, en que cocinaba y dejaba todo listo para cuando Kelly y Gae llegaran muertos de hambre. A esa hora partía en corre-corre al profesorado, en el que obviamente hacíamos más yoga, más ejercicios de respiración y más "torturación", digo, meditación. Salíamos a las 6 de la tarde, algunos recargados de emoción rebozando como arbolitos navideños y otros con carita de haber jugado a detener el tiempo. Yo oscilaba entre uno y otro, como todos, creo.
Un día, durante una de las clases de Simón, me debatía entre ser árbol o ser enredadera, cuando Simón se acercó y me pidió que me quedara un minutito con él al terminar la clase. Me lo dijo así, "un minutito conmigo", inclinando la cabeza hacia la derecha, levantando las cejas y mostrando su mejor ángulo en 90 grados de sonrisa perfecta. Me recorrió un escalofrío que subió por mi cuello erizando los pelitos de la nuca y expandiéndose hacia mis brazos hasta llegar a mi dedo anular de la mano izquierda, expulsando mi caducado anillo de matrimonio al infinito y más allá, donde nunca nadie pudiera recuperarlo.
Fue algo instintivo y quizás muy bajo, pero lo hice. Me quité el anillo y lo metí en el bolsillo hecho para poner llaves que traen las leggins de lycra. Fue bajo, no porque no fuese oportuno, ya estábamos separados hace un mes y él ya ni siquiera vivía en el mismo país. Por cómo me miró la última vez que lo vi, estaba segura que él me culpaba por todo lo que pasó, que me odiaba y que lo último que quería ver en su vida era mi cara de dependiente emocional, suplicando que no se vaya, no porque lo quería sino porque lo necesitaba. De todos modos, extirpar ese anillo pegado por seis años a mi dedo, merecía un momento más solemne, más ceremonioso y no esta escena de dos por medio, en la que yo quería protagonizar un momento absolutamente platónico entre profesor soñado y alumna embobada.
Simón me quiso explicar el asunto de los bandhas con cara de no saber bien qué nombre ponerle a esa tierrita apartada que se ubica exactamente en el ano y los genitales.
- ¡Pero Simón! A esta altura deberías haber dejado la vergüenza de decir perineo delante de la gente.
- Créeme que lo intento, pero es otro level para mí, no sé si lo lograré algún día.
Simón tenía razón, el día que Walter, nuestro maestro, empezó a hablar del asunto; empezó muy serio, definiendo los bandhas como centros energéticos que al contraerlos evitan la fuga de energía durante la práctica. Siguió detallando los beneficios, como que practicar su tensión-relajación protegía el cuerpo y estimulaba el fluir del prana o energía vital. Hasta que trajo a colación la ubicación de uno de ellos: el mula bandha. Nos pidió que nos sentemos y que cerremos los ojos. Luego dijo: "Contraigan todos el ano. Ahora relánjenlo y contraigan los genitales". No pude evitarlo, sea cuál sea la edad que tengas, contraer el ano, luego los genitales y luego turnar la tensión ano-genital-ano-genital, era pura comedia, sobre todo por el hecho de hacerlo en grupo. No es normal, no es normal. La gente normal no hace esas cosas.
- Ya lo he intentado todo - le dije a Simón - y de las inversiones, ni te digo nada, no hay forma que este cuerpo se equilibre ni de pie, mucho menos de cabeza.
- Bueno... si no es el cuerpo, entonces es la mente.
- ¿Cómo así? - le pregunté curiosa, mientras veía con el rabillo del ojo a la última de las simonas que quedaba en el salón, seguramente aguzando la vista para tomar unas instantáneas mentales para detallar el chisme a las demás chicocas.
- La mente te juega en contra si estás pensando en otra cosa, si no te enfocas de verdad en el presente.
- Estar presente. Ese sí que es mi reto. Y el tuyo decir perineo mirándome a la cara. ja, ja.
- A ver, ya que estamos... - me miró a los ojos y cruzó las piernas como lo hacíamos siempre al empezar la clase. Abrió la boca delineando una mínima porción de sonrisa y dijo bajito: Ariela, contrae el perineo.
Estallamos en carcajadas y fue allí donde esa palabra tan mágica como absurda me liberó de él. De pronto, ese momento a solas, esa atención dedicada, esa mirada fija en mí y el canto de mi risa y la suya en la sala vacía, soltaron mi particular interés en él. Platón se sentó en la banca de suplentes y entró la realidad. Si quisiera creer en el destino, diría que fue justo como debería ser.
No tardé mucho en salir. Nos despedimos con un abrazo y su olor ya no me supo a nada. Ya no tomó mis sentidos, se quedó sólo en el olfato. Qué triste perder la ilusión, pero que necesario.
Mi dedo desnudo lucía una cintura marcada y una piel más pálida que el resto del cuerpo. Simón de nuevo había hecho más de lo que probablemente imaginaba. Me había inspirado a dejar ir el circulito dorado que ya no representaba unión, sino dependencia. Que ya no me unía a nadie, sino a tierra muerta y me dejaba sin cielo y sin raíz.
No podía odiar a... llamémoslo: Otoño, porque sólo pensar en él ya me lagrimeaban los ojos y se secaba todo a mi alrededor. A veces me preguntan por qué todo acabó y no sé responder. Supongo que eso que llaman amor se desgasta, se atrofia, se seca o se ahoga, hasta que sin darte cuenta ya no hay método de resucitación que lo traiga de vuelta. Si Otoño y yo nos repartiéramos las culpas como manzanas, mi canastilla estaría rebosante y la suya a medio llenar. A veces me quedaba por horas mirando la manchita del techo que estaba justo sobre la cama. Me acostaba en el que era su lado, su sitio. Me preguntaba por qué lo nuestro se fue transformando despacio pero sin remedio en ese techo perfecto pero manchado. Ese techo blanco, del que no puedes apartar la mirada de los defectos, de las faltas, de las fallas. Ese él y yo que se desvanecía, porque ahora era él y muy aparte, muy lejos, muy amputada, yo.
He desvariado entre el sí y el no, tantas veces, entre la absoluta seguridad de que todo esto era difícil pero que terminaría bien para luego caer en el irremediable "es el peor error de mi vida y ya no hay cómo deshacerlo".
De alguna manera, ese "minutito" con Simón me había dado el empujón que muchos hemos necesitado en algún momento de nuestras vidas. El empujoncito que me arrancó el anillo vencido y que me llevó a pararme esa noche en la mesita de noche de mi cuarto, con un trapo en mano, a frotar con vinagre y bicarbonato la manchita hipnótica que me torturaba desde lo alto, con su cara de juez, sentenciándome a la infelicidad de la culpa y la derrota. La froté incansablemente y ella se aferraba a sus dominios. La froté, la froté, la froté y adivina quién ganó.
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El amor en los tiempos del yoga
RomanceAriela tiene 27 años y en el medio de su divorcio empieza a practicar yoga. En ese mundo empezará poco a poco a enamorarse de tres hombres completamente diferentes. Una combinación de humor y romance que te hará querer saber que pasará en el próximo...