Dicen las lenguas veganas que cuando uno se entrega a este tipo de alimentación lo primero que extraña es la pizza. Será. Salvo que yo estoy en ese porcentaje marginal de los que no le gusta la combinación masa-salsa de tomate-queso. Cuando era chica mi hermano decía que sólo a un cobarde podría no gustarle la pizza. Bueno, ya saben en qué categoría estoy catalogada según ciencia y experiencia cercana.
Aún muerta de hambre, ya saben por qué, salí con Clara del estudio de Yoga. Quedaba en un segundo piso en una avenida relativamente tranquila que desembocaba al malecón. Había poco espacio para estacionar, pero mi casi hermana y yo teníamos un lugar secreto frente a una bodeguita cercana, donde le pedí entrar para comprarme una botella de jugo de esos que no contienen ni un cubo de fruta y unas galletas de salvado de trigo, sin miel, sin mantequilla, sin leche, sin huevo, sin nada; para llenar el hoyo que tenía en el estómago y en el alma. Ninguno se llenó, pero al menos los rugidos fueron disminuyendo, mientras las dos balanceábamos los pies sentadas en el murito mugriento desde el que contemplábamos el sol caer.
¿Te vas a meter a la segunda parte del profesorado, no? - me dijo ella, dándole una patadita a una colilla de cigarro cerca a sus pies.
No sé...supongo que sí, porque si no hago esto, no sé qué voy a hacer. Las flores de Bach que me han mandado me dan náuseas y hambre voraz al mismo tiempo. ¡Me muero de hambre el día entero, Clara!
¿Hambre? No sé cómo se puede tener hambre y náusea a la vez.
En el embarazo pues... y ahora, con esas gotas. Ya no aguanto el saborcito del brandy, me atraviesa el cerebro y siento que ya no me lo quito el día entero, y luego... ¡me da hambre todo el santo día! Ya no hay nada en el mundo vegetal que calme esta fiera.
Ah... ya entendí, ¡entonces es un buen salchichón lo que necesitas!
Estúpida...
Es broma ja, ja... amiga... es ansiedad seguro. Yo me comí un queque entero en dos días. Entero. ¿Sabes lo que es eso?
Sí... que eres una cerda tragona.
Sonsa...
Apoyamos nuestras cabezas juntas en un romance de amigas, realmente nos habíamos empezado a querer. Teníamos esa manera tan peculiar que tienen los mejores amigos de convertir las ofensas en palabras de amor.
Clara trabajaba en una transnacional, en un cargo bastante decente, que ella detestaba y a la vez adoraba. El sueldo era bueno, le había costado llegar hasta ahí. Las tres líneas que ocupaba ese puesto en su CV en Word y subido a Linkedin eran un tesoro invaluable y un certificado de que ella era útil, inteligente, admirable y sobre todas las cosas: IMPORTANTE.
Qué demonios es eso que tenemos todas las personas bajo la piel que nos hace sentir dependientes de un "algo" que nos valide, que nos certifique con sello de aprobado, validado, capaz, digno de ser amado.
¿Por qué no podíamos sentirnos valiosas sin ese puesto o sin esas miradas? ¿Por qué nos costaba tanto llegar a la conclusión de que si existíamos; entonces, por purita inercia, éramos realmente dignas de ser amadas.
Clara había pedido el día libre y se lo había tomado en serio porque no la vi revisar el celular en ningún momento. Hizo el intento cuando llegamos a mi casa a eso de las 7 pm, pero Gae se abalanzó sobre ella y la jaló del brazo para que se sentara a armar un rompecabezas con él. Ella cedió fácil.
Aunque no éramos vecinas, vivíamos bastante cerca y ahora que, bueno, me hacía falta la compañía, ella se partía en dos para espantarme la soledad. Cada una iba en su carro, que casualmente eran muy parecidos, de esquinas redondeadas, color plata y con un mala colgado del retrovisor. Sólo más tarde descubriría que era ese un pésimo lugar para poner el rosario de meditación... pero ¿qué dices? Si se veían lindas ahí, daba la idea de la identidad que yo estaba tomando y se suponía que traía una especie de protección o buena energía que yo añoraba con desesperación.
El departamento era extraño. Era extraño desde que él se había ido porque nada parecía ya estar en su sitio. Terminar una relación de años se siente como si te robaran el celular. Sabes que ya no está, pero igual metes la mano al bolso para buscarlo. Tu cuerpo no se da cuenta. Yo me había asomado al cuarto para saludarlo, pero justo antes de soltar el "hola", recordé que nadie iba a contestarme.
Sacudí la cabeza y di media vuelta en dirección a la cocina. Todo estaba en orden, pero no había comida hecha. La nana de Gae vivía con nosotros desde hace un año. Tenía 19 años, mucha energía, cachetes rellenitos y ganas de vivir; tres cosas de las que yo carecía últimamente. Ella cuidaba a mi hijo con dulzura, le hacía cosquillas y le enseñaba juegos que había aprendido hace poco seguramente, porque yo la veía aún niña. Le tenía paciencia y lo miraba como si él fuera el niño Dios. Se llamaba Kelly y estudiaba diseño gráfico en las mañanas. Casualmente la misma carrera que había estudiado yo, así que a veces me pedía un consejo o una revisadita a sus tareas. Kelly limpiaba muy mal y lo único que sabía cocinar era huevos fritos y tallarines con mantequilla. La encargada de la cocina era yo, y la engría igual que hacía con Gae. Le servía el plato a cada uno, sentados juntos en la mesa, rodeados de muñecos y risitas de juegos cómplices. Ellos comían primero para que no se enfríe y yo al final, cuando sus platos ya estaban casi vacíos. Realmente no me importaba. Yo la quería, la quería porque ella quería a mi hijo, porque lo miraba con amor y para mí las miradas, ya sabes, tienen cierto valor.
Estaba tan concentrada en el multitasking de picar verduras, hornear camotes y formar hamburguesas vegetarianas, que no escuché el timbre. Kelly apareció apurada y atendió el intercomunicador. Señora Arielita, es el señor Gonzalito, me dijo, así en diminutivos virales y con sus hoyuelos lindos en los cachetes. Lo esperó asomada en la puerta y él le dio un abrazo sincero al entrar. Le hacía bromas, la hacía reír y ella se ponía colorada.
Gonzalo había hecho el mismo profesorado que yo, pero ya lo había terminado dos años antes. Era chef independiente, o sea no trabajaba en ningún restaurante y tenía un puesto en dos ferias naturistas. Los sábados en la Bioferia de Miraflores y el domingo en la de Barranco, dónde me gustaba ir con él, para ayudarlo a vender, mientras cuidábamos a Gae entre los dos y evitábamos que se comiera la mitad de las porciones de queque de zanahoria, que para decir verdad Gonzalo preparaba de morirse. Me contaba chistes, me mandaba memes y canciones, hacíamos yoga a veces o nos preguntábamos uno al otro cosas que normalmente buscas en Google.
Me dio un beso en el cachete, mientras se lavaba las manos pasándolas por encima mío, sin miedo a estorbar mis afanes. Se quitó la liga del pelo y se la volvió a atar en una cola en la parte baja de la nuca. Tenía las puntas mucho más claras que las raíces y el pelo le llegaba hasta la mitad de la espalda. Era atractivo pero definitivamente no era el tipo de chico en el que me fijaría. Posiblemente porque era demasiado sonriente. Clara entró a la cocina y tardé unos segundos en darme cuenta que era la primera vez que se encontraban. Clara, él es Gonzalo, los presenté. Hola, se saludaron en coro y se rieron. Durante la cena dos veces más se rieron así. No sé por qué lo noté, no sé por qué no pude evitar mirarlos con una pizca de rabia. Una pizca de, ya, que lindo que se hayan caído bien, pero no exageren. Porque en el corazón herido existen dos formas de huir de la realidad del dolor, la primera es aferrarte a tu mejor amigo con la esperanza de algún inefable día enamorarte de él o ver la pelÍcula Comer, Rezar, Amar por vez número 17 y pensar que quizás deberías ir a BalI por dos meses.
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El amor en los tiempos del yoga
Roman d'amourAriela tiene 27 años y en el medio de su divorcio empieza a practicar yoga. En ese mundo empezará poco a poco a enamorarse de tres hombres completamente diferentes. Una combinación de humor y romance que te hará querer saber que pasará en el próximo...