Veinticuatro: 14 meses

3 0 0
                                    

El vacío que trae un divorcio no se llena con nada, no se llena con los hijos que quedan ni con una pensión generosa. No se llena con salidas de madrugada ni con yoga ni meditación. No se llena con bolsas de papitas y series de Netfllix. Y sobre todo, no se llena con alguien más. No se llena jamás y descubrir eso es lo mejor que me pudo pasar.

Pasé más de un año sin saber de Evan. Catorce meses para ser exacta. Los ataques de pánico fueron disminuyendo y aunque a veces aparecían de sorpresa, ya no me atacaban de noche. Dormía tranquila y soñaba las mismas cosas que soñaba de niña, que corría en un campo de flores amarillas y me encontraba con una nave espacial que venía a llevarme a casa y de pronto mi cuerpo crecía y crecía de tal manera que me era imposible entrar en la nave debido a mi gran tamaño.

Con Sham había mantenido el contacto, pero a medida que pasaron los meses, nuestras palabras se enfriaron y adquirieron un tono gris, casi neutro, casi insensible. Nos hablábamos por encima, sin profundizar en asuntos más allá de los hechos, del entorno. El huso horario transformó nuestra complicidad en un email. Un email en el que me contaba que se le había caído el celular al agua y ahora me escribiría correos porque iba a aprovechar para desintoxicarse del dichoso aparato y enfocar su atención en el néctar de las palabras de su maestro. El último correo fue hace un mes. Aún no se lo he contestado, pero pienso hacerlo a penas suceda algo digno de ser contado en mi vida. En parte me alegra que no pase mucho, que las cosas vayan algo planas, en calma, la marea baja y el horizonte abierto.

Durante estos últimos catorce meses a Gae se le cayeron tres dientes de leche y le pidió al ratón unos pasajes ida y vuelta a Argentina para ver a su papá en vez de las monedas. Me dio tanta ternura y a la vez pensé que el ratón sería muy tonto si aceptaba. Ni dejando la moneda de más valor por cada diente iba a igualar el precio de los pasajes, pero importó, el ratón se los dejó. Dos pasajes ida y vuelta. Sí, con todo mi miedo, un día se los dejé bajo la almohada. Otoño, como le he puesto de nombre cariñoso a su papá, nos recibió muy bien. Bueno, su mirada aún me atravesaba como una espada cortándome en dos bellas porciones, pero verlos abrazarse y jugar en el parque fue la imagen que terminó de limpiar mi mente de los últimos vestigios de ansiedad. La culpa aún sigue aquí, el dolor de no haberle podido dar a mi hijo la familia que él merecía tener; pero estoy bien, Gaetano está bien y Otoño, aunque no esté siempre, lo podría ver cada año, porque después de todo así son las estaciones, ¿verdad? Siempre llegan, siempre vuelven.

Mi sadhana había mutado en una nueva práctica de respiraciones en la banca del parque y un yoga colectivo que practicábamos tres veces por semana con un grupo de vecinas de la zona. El yoga a solas acomodado a mi medida y mi espacio solitario e íntimo había sido mi medicina por largos meses de herida abierta, pero ahora que ya empezaba a cicatrizar me hacía feliz la compañía, los saludos al alba, la luz comenzando a existir y reemplazar la oscuridad del ambiente y de los corazones de esas doce mujeres de diversas edades y diversos dolores que se besaban las mejillas, se convidaban cafés y se prestaban hombros y oídos para cuando fuera necesario. Mi sadhana era esa, estar esas mañanas conmigo y con ellas, para mí y para ellas.

Clara trabajaba en el colegio de Gaetano. Había hecho un profesorado de yoga para niños y ahora iba saltando a su trabajo, cantando canciones de una cobra y de un perro que saludan al sol bailando. También trabajaba con Gonzalo en la feria, después que se casaron hace tres meses, se ubicaron en más ferias y se han hecho conocidos en redes sociales. Las habilidades de marketing y planeamiento de Clara finalmente dando frutos para ella, para ella y su esposo. Esposo, jamás pensé que Gonzalo podría ser esposo de alguien. Pero ya tú ves, cuando el amor llega, llega.

Recibí dieciocho cartas del curso por correspondencia que me regaló Evan cuando aún era un extraño. Las leí sintiendo que él las leía sentado a mi lado, como un compartir a distancia, en ausencia de cuerpos. La última vez que vi a Evan, hablamos con unos dos metros de distancia entre nuestros cuerpos. Yo de pie en la esquina de su cuarto, raspando con la uña unos restos de cera de vela que habían caído sobre la cómoda. Él guardaba con prisa ropa hecha bolas en el mismo bolso negro que llevaba cruzado sobre el pecho la primera vez que lo vi. Le dije que no podíamos vernos más, que acabaríamos odiándonos. Y era cierto, podía verme desesperada por más amor del que él podía darme y él ahogado por mi angustia de salir a flote en medio de penas y dolores de los que ni él ni nadie podían liberarme. Tenía que aprender a respirar sola, porque respirar el aire que él exhalaba era muy poco, nunca sería suficiente.

Evan me miró pocas veces. Hablé mucho y él poco. Asintió a casi todo pero no se sentó. Cuando terminé se acercó, agarró una de mis manos y le dio un beso en la palma. Después cerró mi puño y lo envolvió con el suyo.

- Estoy seguro que vamos a estar juntos, aunque sea en otra vida.

Nos despedimos en la puerta de su casa. Me besó en la mejilla, a 3 centímetros de los labios y se subió a un taxi. Se iba a un Vipassana, ese tipo de retiros budistas donde desayunas un plátano y luego meditas doscientas horas diarias sin hablar ni mirar a nadie, hasta que tus sentidos estallan, tu mente estalla, todo tu estallas en un sinfín de experiencias energéticas que algunos creen que te lleva a la iluminación.

Me imaginé a Evan allí, mudo y prácticamente en ayunas, meditando hasta que su trasero quedara plano como un mapa. Seguramente le era fácil, seguramente se sentía en su elemento, en sus silencios eternos, en sus miradas distantes dirigidas al suelo. Seguramente lo que más le costaba era no comer lo suficiente. Seguramente no pensaba mucho en mí y si lo hacía no le dolía tanto, tenía mejores cosas en que pensar. Cosas, porque eso había sido yo para él, una cosa en qué pensar. Algo más en su historia de amante perfecto, un cuerpo entre sus brazos llenos de vellos dorados, un beso más en los labios que cantaban canciones que se desvanecen en el aire. Quizá Evan descubriría algún día esa miel que un día yo vi en sus ojos. Miel oculta y disimulada de amor dulce y transparente.

Andrea, la orquídea verde lima, fue secándose poco a poco hasta que perdió todas sus flores. Quedó un sólo palo, verde, alto, larguísimo para la maceta que habitaba. Estuvo así por meses, hasta que un día empezaron a aparecer pequeños botones verde oscuro que más tarde evolucionaron a nuevas flores. No floreció tan esplendorosamente como cuando recién la traje a casa, pero quién seré yo para menospreciar su belleza o disminuir la maravilla que su sóla existencia traía al mundo.

Agni se había vuelto mi segunda casa. Cuando iba con Gaetano todos lo recibían con caricias y con bolitas de dulce de camote o de leche y él recorría los pasillos y salones como una mosquita curiosa. Encontró compañero de aventuras en el hijo mejor de una de las mujeres, que como yo, estaba rehaciendo su vida, no después de un divorcio, sino de la muerte de su marido. Tenía un año más que yo solamente y el cuerpo tan delgado que podías ver sus huesos a través de la ropa. Sostuve su mano durante horas y ella sostuvo la mía. Descubrir que no sólo uno sufre, que no sólo a uno le duele la vida y el cuerpo, que no sólo a uno le cuesta a veces seguir inhalando y exhalando cuando el corazón se niega a seguir latiendo fue mi antídoto para la soledad. No estoy ni estuve sola nunca. Nunca se está solo si levantas la mirada.

Esa mañana llegué muy temprano a la reunión con un cliente nuevo. Era cerca al malecón de Miraflores, así que caminé un poco, compré un paquete de galletas veganas sin relleno, sin azúcar, sin preservantes, sin sabor y busqué la sombra de un buen árbol para sentarme. Apoyé la espalda en el tronco y cerré los ojos. Respiré ese olor frío de las mañanas de otoño. Ese olor a sal que a veces hay en esta ciudad. A sal fría endulzada con gotas de rocío y polen. Me senté con las piernas cruzadas, mi pecho se suavizaba conscientemente y empecé a traer a la mente una pequeña lista de diez cosas por las que estaba agradecida:

Mi hijo, claro.

Mis padres, siempre conmigo.

Walter, que volvía en un mes.

Mi Gurudev, que aunque ya se había ido a India, nos daba clases por vide llamada.

Clara, mi hermana de corazón.

Toda la red sostenedora de mujeres que están cerca a mí en Agni, en el parque, en...

- Una de mis manzanas por una de tus galletas - me asustó una voz familiar.

Abrí los ojos de golpe, tensando las piernas y hombros, mientras él introdujo una mano en su bolso para mostrarme una manzana de color amarillo pálido.

- No tiene tan buena pinta - le dije levantándome.

- Antes era roja, sólo que ha cambiado - se rió - o tal vez siempre ha sido amarilla pero ella cree que es roja.

- Déjate de tonterías - estiré el brazo y quise arrebatar la fruta de su mano pero la escondió detrás de su espalda.

Tropecé con la raíz del árbol, que suspicazmente confabuló a nuestro favor y mis manos se apoyaron sobre su pecho para evitar caer. Su olor me acarició el rostro y mi cuerpo latía como si el corazón se hubiera trasladado a cada rincón de mi cuerpo.

- ¿Ya estamos en otra vida? - preguntó Evan sosteniéndome con su brazo izquierdo.

- Yo creo que sí - recuperé el equilibrio y bajé los talones al suelo.

El amor en los tiempos del yogaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora