Me moría de hambre. Eran más de las dos de la tarde y acababa de llegar la torre de diez pizzas. Todas vegetarianas pero obviamente con queso y la digna mancha de grasa humedeciendo el fondo de las cajas de cartón, que iban circulando de arriba a abajo en la mesa larga que habían armado pegando varias mesas cuadradas chicas. Entrábamos todos sentados. Aún no me sentía tan parte del grupo como me hubiera gustado. Hablaba calculando mis palabras y en momentos como este, la incomodidad me hacía cosquillas en la boca del estómago. Mi mirada divagaba por la sala, con tantos rostros felices, bocas masticando y cachetes rellenos por la pequeña bola de masa que debía estarse formando allí antes de bajar a sus estómagos.
- ¿Ariela, no comes? - me dijo Clara.
Negué con la cabeza.
Clara era la única amiga que había logrado hacer en esos meses del profesorado de Yoga. Aunque más había sido ella la que había hecho la amistad. Daba igual, éramos tan parecidas que seguramente el universo nos estamparía una contra la otra para juntar nuestros caminos de cualquier manera. Era imposible ahora para mí estar en ese espacio sin ella. Era como un viaje al pasado, a la época del colegio, en que cuando faltaba tu mejor amiga te quedabas sin rumbo, desequilibrada, rota, como si te hubieran amputado una pierna sin avisarte. Y así te movilizabas por el patio de recreo, sola, coja, buscando refugio sin encontrarlo.
Pero ahora no estaba coja, Clara estaba justo allí, a mi lado derecho, masticando y riendo como los demás. Yo no podía, era vegana, la única del grupo, pero altamente comprendida y jamás juzgada. En un grupo de yoguis novatos, podría decirse que hasta se encontraba un qué de admiración en el sacrificio, disciplina y compasión que sugería ese tipo de alimentación. O también uno que otro chistecito de los yoguis-come-carne que aseguraban que el "chanchito era vegano".
Fue allí, justo en ese terreno fronterizo entre la burla y la admiración, cuando lo vi pasar. Dio unos pasos atrás mío y se pasó el asa del bolso negro cruzándolo sobre su hombro mientras mordía un pedazo de pizza. Pensé que era un gringo más, de esos que ves en las clases de yoga o en cualquier parte de Miraflores y la mayoría de veces huele muy mal. Era un poco cabezón y flaco, con shorts y una camiseta blanca con ese aspecto que ya no sabes si es que la tiene hace quince años o si se la acaba de comprar ayer y le costó carísimo porque así cuesta la ropa de moda que parece vieja. Qué puedo decir, algo en él llamó mi atención, aunque sinceramente no buscaba más que un juego de miradas para sentirme mejor. No tenía ni la menor noción de que este día se iba a convertir en el día que más tarde conocería como "la primera vez que lo vi". Aunque ahora no lo parecía ni en broma, este día cambiaría el curso de mi vida de una forma inimaginable. Este día, que a simple vista era sólo el almuerzo para celebrar la graduación del primer nivel de mi primer profesorado de yoga; y en el que yo me sentía más hambrienta que de costumbre porque no había nada vegano y hambrienta de atenciones porque me acababa de separar de mi esposo justo el día anterior.
Me levanté para ir al baño. No quería ir, pero él se había detenido a conversar con alguien, apoyado en el marco de la puerta. Me acomodé los leggins y caminé en puntas de pie para que se me viera más linda la cola. Mis piernas no son particularmente cortas, pero unos cinco centímetros adicionales les vendría de maravilla. Giré la cabeza y pasé mis pelos larguísimos color café hacia la espalda, a ver si una oleada de aroma a shampoo frutal le llegaba de golpe y me daba de una vez lo que yo buscaba. No me atreví a voltear, seguí de largo y entré al baño. Abrí el caño y mientras fingía lavarme las manos pensé: Que idiota soy. Si alguien pudiera saber las sonseras que hago, leer mis pensamientos en este momento, pensaría que soy una ridícula, que a los 27 sigo sin madurar. Quizá. O tal vez todos hagan estas cosas y simplemente no se lo digan a nadie. Yo había ido al baño y eso era muy normal. Salí apurada y ya con las pantorrillas acalambradas de ir andando en puntas de pie, pero valía la pena, funcionaba. Cuando volví al salón, él ya no estaba. Me asomé por la ventana y lo vi subiéndose a su bicicleta. Ahí va otro, pensé. Era la segunda vez en lo que iba del mes que me pasaba esto, esto de la conexión, que más que conexión creo que era desesperación. No me malinterpretes, me siento guapa, creo que le gusto a los hombres y tampoco es que quisiera desesperadamente una nueva relación; pero, qué puedo decir, necesitaba atención. Tal vez era por eso que andaba sintiendo tan seguido esa especie de conexión amorosa que me llamaba a actuar como periquito mostrando el plumaje. Lo que más buscaba eran miradas. Una mirada es la más miserable muestra gratuita de atención. Como ese pobre y seco cubito de pan que te convidan en el supermercado para que pruebes la nueva mermelada y se te queda en un diente. Ni siquiera te sirve para saber si te gustó o no, simplemente se hizo aire y luego nada, en tu boca.
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El amor en los tiempos del yoga
RomanceAriela tiene 27 años y en el medio de su divorcio empieza a practicar yoga. En ese mundo empezará poco a poco a enamorarse de tres hombres completamente diferentes. Una combinación de humor y romance que te hará querer saber que pasará en el próximo...