Cuando me casé pensé que sería para siempre. Venía a mi mente esa imagen de dos viejitos contentos, ya con hijos crecidos, caminando por la orilla del mar, vestidos a pesar del calor, sobreviviendo a los achaques del cuerpo, casi olvidando que ya se les había ido más del 90% de la vida. Pero no fue así. Nos separamos después de nuestro sexto aniversario. Él se llevó sus cosas en maletas que antes habíamos usado para viajes familiares y yo me quedé con el carro, con un hijo de cinco años, con un manojo de ataques de ansiedad y un título etiquetado de por vida en mi frente que decía: "Divorciada a los 27".
Aún no estaban firmados los papeles, pero no tardarían en salir. Esa porquería de etiqueta era una cartita de recomendación firmada por el fracaso. Cada vez que me peinaba frente al espejo este indomable cerquillo que se me friza por la humedad, me miraba la frente y leía: Divorciada a los 27, atentamente, el Fracaso. Maldita sea, lo cubría con los mechones calientes por la plancha de pelo. Me los peinaba de nuevo y de nuevo hasta que taparan esa etiqueta. Que nadie la viera, sobre todo yo. Yo, que igual tenía que verle la carita a Gaetano. La carita clonada de su papá, pero más redondita y exenta de resentimiento en la mirada.
Desde que su papá regresó a Argentina, Gaetano dormía intranquilo. Se retorcía como un gusanito escarbando la pulpa de una manzana. Le tenía que leer un cuento tras otro por más de una hora y a veces se negaba a apagar las luces porque decía que los "hombrecitos de sombrero puntiagudo" se reían de él. Yo tenía la cabeza hecha un lío y el corazón taponeado de angustia y desvelo como para andar espantando duendes. Tenía la seguridad de haber tomado la peor decisión de mi vida. De todos modos no quería ir marcha atrás, o no podía. Un aguijón de firmeza y seguridad hincaba la base de mi columna cuando me empezaba a desmoronar, inclusive esa tarde, en que después de pasear con Gae en el parque, comimos manzanas acarameladas y algodón de azúcar de ambulante, como nunca en su vida le había permitido hacer. Al llegar a casa, lo metí a la tina y lo enjaboné desde las puntas del pelo hasta los pies con esa espuma de verbena con la que lo lavaba desde que había nacido. Le enjuagué el pelo inclinando su cabecita hacia atrás, sosteniendo con una mano su mentón chiquito como una cereza y con la otra vertiendo el agua tibia de la jarra con el sumo cuidado de no dejar caer ni una gota en sus ojos. Vi su carita arrugarse y sus pupilas rodeadas de la luz caramelo de su mirada se adhirieron a mí.
- Extraño a papá- me dijo, convirtiéndo su rostro en el mismo de cuando tenía un año o menos.
- Yo sé, corazón.
- ¿Dónde está papá? - brotaron dos lágrimas, una de cada uno de sus ojos.
Dios, su dolor me atravesó la boca del estómago. Sus lágrimas aumentaron en volumen y frecuencia. Dios, mi bebito. Nunca lo había visto llorar así y Gae llora mucho, patalea y chilla todo lo que puede chillar un chiquilín a los cinco años. Pero no así. Dios, lo estábamos partiendo en dos. Su corazoncito, su cuerpecito desnudo allí delante mío, desnudaba ahora su alma, su tristeza, su abandono, ese del que yo quería protegerlo, pero al mismo tiempo había sido yo la autora.
Abracé a Gae arropándolo con la toalla. Instintivamente lo mecí como a un bebé y el se fue calmando en la tibieza que encontró hundiendo su nariz en el refugio cóncavo entre mi axila y mi pecho. Nos abrazó el vapor y lloramos los dos, en esa niebla en la que ahora estábamos solo él y yo, fragmentados.
La niebla angurrienta y resbalosa, como la villana de una película para niños, iba tomando mi cuerpo y el de mi hijo. Parecía esconderse en cada rincón de la casa prohibiéndonos poner música y bailar o reírnos a gritos corretéandonos por la casa. Ya no nos daba permiso de preparar galletas y comérnoslas viendo películas, ni de hacer carreras de Hot Wheels por el pasillo, peleándonos la copa del primer lugar. No podía permitírselo, tenía que hacerla retroceder. Recordé que una de las "simonas" había comentado en una de las conversaciones al final de la clase sobre un lugar buenísimo, donde había tomado varias terapias y en el que ahora cursaba el segundo nivel de estudios en Terapia de Flores de Bach. Busqué el nombre en internet y saqué una cita para Gae. Yo podía aceptar vivir así, como si fuera de noche las 24 horas, pero él no.
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El amor en los tiempos del yoga
RomanceAriela tiene 27 años y en el medio de su divorcio empieza a practicar yoga. En ese mundo empezará poco a poco a enamorarse de tres hombres completamente diferentes. Una combinación de humor y romance que te hará querer saber que pasará en el próximo...