Catorce: Eso que ya no necesitas

8 0 0
                                    


Pasamos la tarde entera Gae, Gonzalo y yo en la feria. Se vendió todo. Bueno, todo lo que Gaetano no se devoró. Le venía mal al negocio, el enano, pero a Gonzalo no le importaba. Verlos juntos me hacía agua el corazón. Mi hijo se le subía a la espalda y se agarraba de sus pelos largos. Gonzalo se reía y fingía golpearlo haciendo efectos de sonido con la boca. En esos momentos quería quererlo, pero quererlo como algo más de lo que él era. Quería que nos enamoráramos y que todo fuera fácil. Porque, a ver, dime ¿quién dice que todo tiene que ser difícil? Así como a veces todo sale mal, ¿no te ha pasado que en algún momento de tu vida algo encajó perfecto, aunque sea pequeño, pero se dio fácil y sin esfuerzo? Sólo sucedió. Eso quería, soplar las velas de la torta y que se cumpla el deseo.

Al salir de la feria, nos fuimos los tres al departamento y juntamos todas las almohadas y cojines que pudimos encontrar por la casa, los tiramos al piso de la sala y nos revolvimos en ellos como parte de un guiso, de esos que a Gonzalo le salían de maravilla.

Gae cerró los ojos como a las once de la noche. Tenía la sonrisita estampada en el rostro. Puedes pensar que me la pasaba complaciéndolo todo el tiempo y tienes razón. Pero entiéndeme, cuando tu misma le has roto el corazón a tu hijo, no puedes evitar querer reconstruírselo a punta de sacarle una sonrisa tras otra. Lo había hablado con el psicólogo, al que hace una semana estaba llevando a Gae, lo había hablado con mis papás, con Clara, con mi vecina, con el señor de la bodega y hasta con una de las simonas. Gae necesitaba amor, atención y seguridad, en eso estábamos de acuerdo. Y en fin, estaba haciendo lo mejor que podía. Tal vez equivocándome y metiendo la pata hasta el fondo del charco, pero eso era lo mejor que yo, Ariela, podía dar.

Gonzalo lo llevó cargado y yo lo arropé y le aparté el pelo de la carita. Sus cachetitos de manzana eran el mundo entero para mí. Se quiso escapar una lágrima, de las que aún rebalsaban sin aviso previo, pero Gonzalo me pinchó el costado con un dedo y yo le devolví el ataque con un puñetazo en el hombro. Odio que me hagas eso, le dije susurrando pero gesticulando exageradamente. Por eso mismo lo hago, respondió burlón.

Nos quedamos en la sala, pero ya sentados en el sofá, como jóvenes ancianos que éramos, ya el trasero no aguantaba un minuto más sobre el suelo. Me pasó el brazo por encima de los hombros y estiramos las piernas como si estuviéramos viendo las estrellas.

- Esa lámpara está asquerosa - dijo él.

- Asqueroso está este polo que tienes puesto, mira - reclamé señalando tres manchas diferentes.

- La vida de un chef, mujer.

- He visto a Santiago - solté sintiéndome extrañamente culpable - en Ayni, ahí le dicen Sham.

- ¿Y eso? - se alejó para poder verme a la cara.

- Nada, no sé. Quería contártelo, es tu amigo ¿no?

- Sí, sí, aunque no hablamos mucho. ¿Te gusta o qué? - Gonzalo no era conocido por sno er muy delicado que digamos.

- ¡Noooooo!...... no sé...

- Salí con Clara, ayer - confesó él también con aire de culpa.

Esa no me la esperaba. Me cayó como cachetada de ola de mar, espumosa y con algas, con remolino y corriente de resaca.

- O sea están saliendo a escondidas. Los he visto a los dos y ninguno es capaz de contarme nada.

- Hemos salido una vez, ayer y te lo estoy contando ahorita.

El amor en los tiempos del yogaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora